Lanzman fue el sexto amante de Simone de Beauvoir

JESÚS RUIZ MANTILLA

El autor del mayor testimonio sobre la matanza de judíos, publica ‘La liebre de la Patagonia’, sus jugosas memorias, donde habla de guerra, política, viajes y de su aventura con Simone de Beauvoir

Claude Lanzmann (París, 1925) es un tipo complejo. Por mucho que uno llegue avisado de ello a su casa parisiense, no se hace a la idea. No es complaciente ni simpático, contesta en tono engreído y provocador, no se explica sobre lo que no le da la gana, ni trata de ser amable a simple vista. Lo mismo te echa discretamente de su domicilio dando por concluida una entrevista sin responder a una última pregunta y poniéndose a mirar su correo electrónico, que dos horas después te llama para pedir perdón -“no me encontraba bien”- y mostrarse dispuesto a seguir la charla por teléfono.

-Me habían dicho que era usted raro, pero no un toro miura.

-Para mí es un honor que me diga eso, me encantan las corridas y concretamente los toros miura. Después de morir me gustaría reencarnarme en uno.

Es curiosa esa alergia a las entrevistas en un hombre que ha hecho tantas, tan punzantes y tan buenas. Hay vidas que están justificadas por una obra. En Lanzmann no serán varios de sus documentales, ni Por qué Israel, ni Tsahal, tampoco quizás, aunque esto le haya dado todo prestigio, su paso por Les temps modernes, que ahora dirige, la revista fundada por Jean-Paul Sartre, de cuyo círculo íntimo formó parte, o por ser, a la vez, dentro de ese club exclusivo, el amante de Simone de Beauvoir.

Más probable es, a la larga y por propio empeño, que dentro de un tiempo se le recuerde como el autor de La liebre de la Patagonia (Seix Barral). Aparece ahora en España. Se trata de un libro jugoso y brillante de memorias en el que Lanzmann cuenta todo: sus amantes, sus relaciones con la intelectualidad, la guerra y la resistencia de la que fue héroe en Francia, su paso por Israel y Corea del Norte, pero también las dificultades para sacar adelante su verdadera obra cumbre, la investigación y el testimonio por el que sin duda sí pasará a la posteridad. Claude Lanzmann, antes que nada, es el creador de ese escalofrío monumental, definitivo y valiente llamado Shoa, toda una tesis doctoral sobre la matanza de judíos en la II Guerra Mundial. Pero no tarda mucho en cansarse de hablar de Shoa. “En mi libro no se habla solo de muerte, se habla de amor, hay todo tipo de aventuras con mujeres…”, corta entre confuso, alucinado, harto y resquemado, después de haber contestado a varias preguntas con un enigmático: “Eso está en el libro”. Para no ir más allá.

-Hablemos de sus amantes. ¿Cómo se lleva ser el sexto hombre en la vida de Beauvoir?

-En los años que estuvimos juntos fui el único.

Hecha la aclaración, hablar de ella le enternece todavía: “Era básicamente una mujer brillante que me sedujo por su inteligencia. Nuestra conversación era el mundo, había una gran complicidad, nunca peleábamos. Para mí fue entrar en un mundo fascinante, un placer intelectual continuo. Era muy entusiasta con lo que descubríamos, muy trabajadora y disciplinada, se dedicaba a lo suyo varias horas al día. Cuando empezamos nuestra aventura ya no mantenía relaciones sexuales con Sartre. Nos mezclábamos constantemente. Entre los tres existía un pacto moral, pero yo fui el único hombre con el que se acostó durante ocho años”.

-¿En qué se equivocó Sartre?

-En nada. Esa es una pregunta muy frecuente hoy en día pero no voy a entrar al juego de sus enemigos.

La visión del filósofo francés por parte de Lanzmann es respetuosa y llena de afecto. También habla con admiración de Deleuze y narra sus visitas a Corea del Norte y sus encuentros con ese enigma de Occidente que fue Kim Il Sung. Sus relaciones con Israel y el mundo judío también denotan un conocimiento profundo de la realidad y el devenir del conflicto. Pero no admite preguntas puntillosas.

-Comenta en su libro que escribió Por qué Israel en un momento crítico pero con tono de humor. ¿Podría rodar un documental sobre el tema ahora con el mismo sentido de la ironía?

-Ya sé lo que se esconde en la cabeza de un español cuando pregunta eso.

-Se lo pregunto sin segundas intenciones, quizás los prejuicios estén en su cabeza, no en la mía.

-Ya…

A otro tema. Shoa, por ejemplo. Lanzmann es consciente de su importancia. De haber logrado un antes y un después cuando penetró, sin conocer apenas el asunto, en las tripas del horror, cuando entrevistó de manera brillante, osada, malévola y al detalle a verdugos y colaboradores, cuando pintó con un ritmo propio, inaudito y pausado, la máquina del exterminio, pero también las calles de los pueblos cercanos a los campos, la callada responsabilidad y la culpa de las gentes que de noche escuchaban los gritos de muerte cerca de Auschtwitz, Chelmno, Treblinka. Lugares arrasados por una memoria negra, personas marcadas por haber colaborado inconscientemente con el horror, como el maquinista que llevaba a los judíos hacia las cámaras de gas de Treblinka, o las familias que, una vez exterminados todos, ocuparon sus casas. “Ir a Polonia resultó fundamental, se convirtió en otra película. Al principio no lo creí necesario, pero después resultó indispensable”.

Doce años tardó en concluir las nueve horas de Shoa. Con parones por falta de financiación, con incomprensión y desconfianza alrededor hasta que logró cerrarlo. “Pasaré a la historia por Shoa y quizás por haber escrito este libro…”, dice hoy. Al principio no quiso ni ponerle nombre: “Era tal el horror que no me atrevía a titularlo. Quería llamarlo La cosa, no se me ocurría nada digno. No había manera de nombrar aquel genocidio sin precedentes. Me lo sugirieron después. Según la Tora, la shoa es una catástrofe, un terremoto, un tsunami. A mí me daba igual, como no lo entendía, me pareció bien. Desde que se estrenó mi película, todo aquello se conoce por ese nombre y no como Holocausto, que había aparecido en esa serie americana. Es ridículo”.

No es que Lanzmann esté en contra de lo que se ha hecho después sobre aquel horror. Tiene opiniones encontradas sobre películas posteriores. Le gusta El pianista, de Polanski, pero no La lista de Schindler. Ninguna de las dos entran al fondo del problema, según él. “No dejan de ser obras sobre la supervivencia, mientras que yo rodé una película sobre la muerte”.

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