ESTHER CHARABATI
“El hombre, ese animal capaz de prometer”, Nietzsche
“El hombre, ese animal capaz de prometer”, Nietzsche
Vivimos de promesas: las que nos hace la vida, las que nos hacemos a nosotros mismos y las que hacemos a los demás. El escritor Romain Gary advierte:“Con el amor materno, la vida te hace al alba una promesa que no cumple jamás.” Y no es la única; la vida misma —la realidad— es un augurio de felicidad en el que se abren paso a codazos una multitud de promesas. Es la materia prima de las ilusiones: un amanecer promete, al igual que la niñez, la inteligencia o la belleza. Tomando como modelo a la realidad, cada uno de nosotros se hace promesas a sí mismo, que se insertan en esa extensa gama que va del deseo al proyecto: nos prometemos perseverar, alcanzar un objetivo, ser mejores, guardar fidelidad, responder —o no— a las expectativas de otros. Emulando a la vida, nos hacemos muchas promesas que no cumpliremos. Finalmente, están las promesas que hacemos a los demás. Mencionemos en primer lugar las no verbales, que se desplazan a través de la mirada. Esas que ofrecen al amante una intensa felicidad, que gestan futuros e invitan a la pasión y a la locura. Esas que brindan al amigo sosiego y confianza, que decretan la complicidad.
Las promesas más cuestionadas son las que se expresan verbalmente, aunque la mirada, el cuerpo e incluso las circunstancias las nieguen. Hay una exigencia social para que se cumplan y señalamos a quien se desdice. La palabra es creadora de realidad, y cuando prometemos no sólo estamos anticipando una realidad, sino que la estamos ofreciendo a otro. ¿Por qué tantas veces no las cumplimos? ¿Será que nunca pensé cumplirlas y sólo prometí por conveniencia? ¿Quizás en ese momento si tenía intenciones de llevarla a cabo, pero ahora soy otro y mi voluntad ha cambiado? ¿O tal vez pensaba cumplirla, pero no me había dado cuenta de que las circunstancias serían tan adversas? En todos estos casos el faltar a una promesa habla de debilidades humanas: engaño, incongruencia, ignorancia. Posiblemente ésa sea la razón por la que involucramos en ella el honor, para darle un respaldo: Te doy mi palabra de honor. Y para el que quiere mantenerse fiel a su promesa, ésta puede convertirse en una carga inesperada a lo largo de los años, aunque se afirme que “el prometer no empobrece”.
¿Por qué hacemos promesas? Parece inevitable. Es una conducta indudablemente humana. Se me ocurre que puede estar ligada al afán de tener injerencia en el futuro, de imponer mi voluntad tanto a la necesidad como al azar. O a la necesidad de dar fuerza a sentimientos que tememos perder, del estilo “Nunca te dejaré de amar”. O tal vez para crear un vínculo con el otro a través de la palabra. ¿O será simplemente para volver más fácil, más amable el presente? En ese caso, podríamos preguntarnos si las promesas son hechas para cumplirse o para romperse, y si no hay un acuerdo tácito en el que todos aceptamos su carácter efímero. En todo caso, parece evidente que una promesa que aún no se ha cumplido crea mundos alternos que embellecen la vida.
Éste es uno de los temas del Café Filosófico de Esther Charabati, los lunes en El Péndulo, Alejandro Dumas 81, Polanco.
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