ISABEL TURRENT
A primera vista, los dos atentados no tienen nada en común. Gabrielle Giffords, la congresista demócrata que recibió un balazo en la cabeza -y las otras víctimas colaterales del hombre que decidió dirimir sus desacuerdos políticos con Giffords asesinándola-, es una representante electa por el voto popular en la ejemplar democracia estadounidense. Salmaen Taser, baleado días antes por uno de sus propios guardaespaldas en el corazón de Islamabad, hacía política en Paquistán, un país que los mismos norteamericanos han calificado como un “Estado fallido”. La tambaleante democracia paquistaní ha sido devastada por el fortalecimiento del fundamentalismo islámico. Taseer, un hombre inteligente, liberal y moderado, pagó con su vida la defensa que había emprendido de una mujer analfabeta perteneciente a la minoría cristiana, condenada a muerte con base en las controvertidas leyes contra la blasfemia del país.
Cualquier estadounidense rechazaría indignado la analogía entre los dos atentados: el paquistaní -diría- es un asunto religioso, en un país inestable, impredecible y atrasado. Un crimen resultado del fundamentalismo y la creencia anacrónica de que el asesino estaba al servicio de la palabra de dios. El New York Times publicó el 9 de enero, condenando abiertamente el acto, la fotografía a todo color de “exultantes” musulmanes paquistaníes que bañaron de pétalos de rosas al asesino de Taseer en su camino a la cárcel. La imagen de un mundo ajeno y rezagado, que nada tiene que ver con la modernidad política estadounidense.
En Estados Unidos nadie se ha atrevido a aplaudir públicamente a Jared Loughner, pero el clima de violencia verbal que alimentó indudablemente el atentado; la facilidad con la que Loughner pudo comprar un arma que le permitió disparar hasta 33 balas sin recargar; y la reacción de la ultraderecha que tiene el cuasimonopolio de la retórica violenta, no difieren gran cosa del clima ideológico en el que se dio el asesinato de Taseer.
Si Paquistán es un Estado fallido, Estados Unidos ha sido siempre un Estado bipolar. Una nación que es, a la vez, aislacionista e imperialista, puritana y progresista, un país de inmigrantes que los rechaza y persigue, una colectividad obsesionada por la salud, pero que permite y alienta la posesión personal de todo tipo de armamentos. Desde 1968, en Estados Unidos han muerto un millón de personas por heridas de bala. 150 mil de ellos en la primera década del siglo XXI. El Ejército rechazó a Loughner: no lo juzgó capacitado para tener un arma de fuego. En Arizona, le llevó minutos comprar la pistola con la que atacó a Giffords.
En este juego de escenarios y corrientes encontradas, objetivamente, los desacuerdos actuales entre demócratas y republicanos -incluyendo a los radicales del Partido del Té- podrían debatirse y resolverse en la atmósfera de la civilidad que invocó el presidente Obama en Arizona después del atentado. A fin de cuentas, como escribió Paul Krugman en el New York Times, se trata de una diferencia de perspectivas: los demócratas defienden un Estado benefactor moderno, que respete la iniciativa privada, pero redistribuya la riqueza de la punta a la base de la pirámide social. Los republicanos, por su parte, rechazan los impuestos (cada quien debe ser dueño de lo que gana, afirman), buscan reducir el tamaño del Estado y limitar su capacidad para imponer regulaciones a las que califican como un acto de tiranía que atenta contra la libertad.
Sin embargo, el diálogo civilizado ha resultado imposible. Desde la elección de Obama, la sociedad se ha polarizado y la retórica política de la derecha se ha cargado (y recargado, diría la guía del Partido del Té Sarah Palin) de violencia. No sorprende que muchos observadores le hayan pasado parte de la factura del crimen en Arizona a la derecha radical. Lo que ellos presentan como crítica política legítima y como un ejercicio válido de la libertad de expresión ha sido, de hecho, una incitación a la violencia: un atentado contra la seguridad y la vida de sus oponentes que tuvo en Arizona su consecuencia anunciada.
Palin y los merolicos de Fox News, que incitan a la violencia a sus seguidores cotidianamente, pueden intentar refugiarse en un súbito universo de metáforas (ahora resulta que cuando hablan de armas se están refiriendo, de hecho, a votos). Lo cierto es que el Partido del Té ha incitado a la violencia y a la rebelión armada desde el nombre, que pretende enraizarse en la legítima lucha de los habitantes de Boston contra la tiranía fiscal de un poder colonial ilegítimo.
El debate civilizado entre demócratas y republicanos ha sido imposible, porque no es una polémica sobre idearios. Los demócratas presentan ideas: los republicanos blanden creencias. Tan firmes, falsas e irracionales como las de los paquistaníes que aplaudieron al asesino de Taseer. La vida política en México ha padecido en los últimos años una buena dosis de retórica violenta. Ojalá las lecciones de Arizona y Paquistán no se pierdan en medio de la campaña hacia el 2012: la intolerancia conlleva graves riesgos.
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