ARNOLDO KRAUS
Hace muchos años, cuando joven, mientras intentaba recordar “algo”, me percaté que no sólo había olvidado ese “algo”, sino que existía otra serie de circunstancias vitales que se habían extraviado y formaban parte de esa cruda y terrible realidad: el olvido.
Recordé la voz de un querido amigo, mucho mayor que yo: “Siempre debes guardar secretos. Es parte de la vida. En ocasiones vale la pena escribirlos, cultivarlos”. Le hice caso: abrí un nuevo cajón en mi vida, no para luchar contra el invencible olvido, sino para sembrar a favor de mi casa, a favor de los hilos con los que se construye el tiempo.
De todos los cajones que conforman mi persona el que más aprecio lleva pegada la etiqueta Secretos. Es un cajón no tan viejo como mi memoria, pero, afortunadamente, compañero y depositario de mis pasiones. Esa gaveta suma la herencia del pasado y la mirada del futuro. Ahí me resguardo, ahí hablo conmigo. En su interior he tejido y destejido fragmentos de mi existencia. En su oscuridad me he sumergido dentro de mí. Es una casa dentro de otra casa.
Ese cajón no es ni el alter ego de los psicoanalistas ni el rincón donde se almacenan las porciones nebulosas de mi vida. Es una morada donde encierro algunas vivencias personales, buenas, malas, tristes, alegres. Sus paredes sigilosas albergan pequeños capítulos de mi vida, momentos íntimos, ideas de otros, tramos de muchas vidas, palabras de todos los otros andantes cuyas huellas he seguido o me han acompañado. Los cajones de Secretos cambian conforme corre el tiempo: como la tierra que nunca es igual cada secreto es distinto.
Todo el mundo debería tener un cajón de secretos: es una vía para mirar hacia adentro y un instrumento para contemplar lo externo. Los secretos no son ni buenos ni malos. Son parte de la historia personal de cada individuo y fragmentos indispensables para dialogar con uno mismo. Los secretos impiden que el tiempo de la memoria fenezca. En ellos, con ellos, muchas almas, y muchos tiempos, habitan dentro de uno mismo.
Cada vez atesoro más el lenguaje de los secretos. Sus mensajes callados son el pavimento de muchos episodios de la vida. Por eso aprecio el cuidado con el que hablan los secretos. La vida pública, la vida rápida, arremete contra los resguardos personales. El barullo asfixia el sabor de la insonoridad. Los días sin ruido favorecen la vida interna.
A diferencia de quienes vivimos en el siglo XXI, las personas que habitaban el mundo hace algunas décadas guardaban más secretos. Secretos que enriquecían su hábitat íntimo y que adoquinaban o menguaban sus deseos. Escribo deseos y me detengo: algunos secretos son deseos suspendidos, detenidos, soñados. El secreto que le da cuerpo al deseo es el lenguaje de la existencia y es uno de los espacios que permiten habitar la vida.
El silencio es una cualidad que se ha perdido. La vida contemporánea es muy ruidosa. Parecería que el sosiego es malo y que el escándalo es bueno. En mi cajón de los Secretos reina el silencio. Por eso me gusta, por eso lo cuido y de cuando en cuando lo toco. Aunque silencio y secreto no son sinónimos ambos están construidos por materias similares. Se complementan y se nutren mutuamente. En el cajón de los Secretos quien más habla es el silencio.
Los secretos circulan por la sangre sin hacer ruido. Aunque en ocasiones desajustan fragmentos del alma, cuando se adosan a la piel, son, a pesar de que muchas veces duelen, compañeros imprescindibles. Escucharlos es adentrarse en uno mismo. Tocarlos es antídoto contra el olvido.
El cajón Secretos es el menos polvoriento de todos mis estantes. Con frecuencia lo abro, lo escombro. En ocasiones lo vacío, otras veces deposito nuevas historias. Es un espacio vivo: en él habitan porciones trascendentales de mi arquitectura, de mis tropiezos, de mis vergüenzas, de algunos éxitos y de no pocas sensaciones que seducen por su misterio. El misterio es uno de los grandes motores del ser humano. En sus letras se han inscrito parte de los códigos de las alegrías y de las tristezas.
Cuando el secreto ha dejado de ser necesario lo desecho; cuando “algo” nuevo me habla, agrego alguna nota, alguna idea, con suerte un proyecto. Me gusta llenarlo de nuevas emociones. Me gusta también borrar lo que ha caducado. Recordar y borrar las viejas tramas permite entender el paso del tiempo. Cultivar nuevos secretos es una invitación para recrear los viejos mensajes. Al evocar los secretos cansinos el brillo del espejo adquiere nuevos tonos, nuevas imágenes. Leer los mensajes desgastados es una vía para reinventar el tiempo y penetrar por las grietas de los sueños. Permite escribir: “Todos los secretos tienen vida. Todos los secreto susurran”.
Re etiquetar y renovar el contenido del cajón de los Secretos me apasiona. Es una forma de palpar la vida. Es una forma de saber que lo muerto ha muerto. Es también un diálogo entre el tiempo viejo y el tiempo nuevo. En ese vaivén del lenguaje, la danza de las palabras adquiere forma gracias al contenido de los secretos.
Andado el tiempo revivo mi juventud y recuerdo a mi amigo viejo. Ahora comprendo por qué lo admiraba tanto: nunca me contó sus secretos.
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