MOISÉS NAÍM
“La economía de Egipto ha resistido bien la crisis… Las amplias reformas adoptadas desde 2004 han reducido las vulnerabilidades fiscales y monetarias. La gestión económica ha sido mejor de lo esperado… La confianza de los inversionistas ha aumentado, la Bolsa de valores se ha recuperado, los flujos de capital también y las reservas internacionales están creciendo…”. Estas fueron algunas de las conclusiones de la evaluación que hizo el Fondo Monetario Internacional sobre Egipto en marzo del año pasado. Antes, el Banco Mundial lo había situado en el primer lugar entre los países que estaban reformando sus economías. Es evidente que las reformas no le sirvieron de mucho a Hosni Mubarak. Más bien, contribuyeron a su caída. ¿Cómo es posible?
Entre las varias razones hay dos muy importantes: la crisis mundial y la corrupción. La crisis desaceleró el crecimiento de Egipto, disminuyendo los beneficios que la población comenzaba, muy lentamente, a obtener de esos cambios. Pero lo más importante fue que la vasta corrupción, largamente tolerada por Mubarak, hizo que las reformas económicas fueran vividas por el pueblo como una trampa más de un Gobierno que cuidaba a los ricos e ignoraba a los pobres. En todo esto hay una importante lección para el Egipto que viene. Su economía no tiene ninguna esperanza de generar los puestos de trabajo necesarios para ocupar a su creciente población juvenil si no se profundizan y amplían los cambios de 2004. Pero hablar de reformas (“¡como las de Mubarak!”), y más aún, llevarlas a cabo, serán píldoras difíciles de tragar para los próximos líderes. Esta tensión entre reformas económicas impopulares y la impaciencia de la gente moldeará el futuro del gran país árabe.
Obviamente, los próximos días y meses serán muy importantes. Pero tanto o más importantes, y mucho más inciertos, serán los primeros años pos-Mubarak. El inminente Gobierno provisional, seguramente apoyado por los militares y con representantes de diversas fuerzas políticas, tendrá que restablecer la seguridad de los ciudadanos, devolver la calma en las calles y organizar elecciones.
Probablemente, en los meses venideros los egipcios conocerán libertades y derechos hasta ahora inéditos para ellos. Durante esta “luna de miel democrática” proliferarán nuevos líderes, grupos políticos, medios de comunicación y propuestas alternativas. Y habrá sorpresas: los Hermanos Musulmanes, por ejemplo, descubrirán que reclutar simpatizantes para competir contra atractivos rivales políticos que rechazan su modelo teocrático es, irónicamente, mucho más difícil que reclutar opositores al opresivo régimen de Mubarak.
La esperanza es que, después del Gobierno provisional, emerja un presidente elegido en los comicios más libres y justos que Egipto haya tenido. Su nuevo Gobierno no solo enfrentará una endiablada madeja de restricciones (económicas, políticas, institucionales, internacionales), sino numerosos grupos con el poder de vetar o descarrilar sus iniciativas. Este escenario, donde el estancamiento económico es una clara posibilidad, me lleva de nuevo al tema de las reformas económicas, la corrupción y las expectativas de la gente.
En las dictaduras donde la corrupción en las altas esferas es tan obscena y palpable como lo es la miseria de las grandes mayorías, la presunción generalizada es que la salida del poder de las élites corruptas conlleva casi automáticamente la mejoría de la situación de los pobres. Es común la suposición de que “el país es rico” y que si solo los poderosos y sus adláteres dejasen de robar habría, casi automáticamente, más para todos. Obviamente esto no es así y los esfuerzos para aliviar la pobreza y disminuir las desigualdades tardan más en arrojar resultados de lo que la sociedad que acaba de derrocar al tirano espera y exige. De hecho, el convencimiento de que los Gobiernos que sucedan al actual aliviarán rápidamente los males heredados de Mubarak será una importantísima fuente de inestabilidad política. Un pueblo que después de tres décadas descubre que puede ser el protagonista de grandes cambios es un pueblo que ya no espera pacientemente en sus casas los resultados de las políticas gubernamentales. Sale a las plazas a exigirlos.
EL PAÍS
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