LEON KRAUZE
En su mejor versión, el cine documental es capaz de marcar un parteaguas en el debate de su objeto de estudio. Casos abundan. Eso es lo que consigue, por ejemplo, Shoah, la monumental cinta de Claude Lanzmann en la que, a través de los recuerdos de los protagonistas de la hora más oscura de la humanidad, el espectador se ve expuesto al detalle —sobrio, implacable— del Holocausto nazi.
Tras ver Shoah, nadie puede poner en duda la profundidad de la herida de quienes sobrevivieron ni la demencia irrefrenable de los responsables del asesinato de millones. Ese es el poder del cine documental. Y no es poca cosa.
Algo parecido provoca Presunto culpable, el documental de Roberto Hernández. Siendo mexicano, verlo no es cosa fácil: en hora y media, la cinta exhibe una agotadora lista de prejuicios y defectos que deberían avergonzarnos. La historia que se cuenta en Presunto culpable es la de un país inmerso en la parálisis, el cinismo y la costumbre de la injusticia.
La historia es la de Antonio Zúñiga, un joven vendedor quien, de la noche a la mañana, se descubre acusado de asesinato. Detenido en plena calle en Iztapalapa por un trío de judiciales que no sienten obligación alguna de explicarle nada, Zúñiga no tarda en ser sentenciado a 20 años de prisión tras ser señalado por un testigo solitario. Ni a la parte acusadora ni al juez parece importarles que Zúñiga tuviera no uno sino varios testigos que le proveían de una coartada (estaba trabajando, como todos los domingos, a 40 minutos de distancia de la escena del crimen). Tampoco les pesa que el presunto culpable superara la prueba de Harrison o que el único supuesto testigo del crimen lo mencionara hasta una tercera declaración, tras una buena platicadita con los judiciales encargados de la detención inicial de Zúñiga. Mucho menos importa, parece, que nunca se hallara el arma del crimen ni existiera ni una sola evidencia física que ligara al sentenciado con el asesinato de un hombre al que jamás conoció.
La vida de Zúñiga habría transcurrido tras las rejas de no ser por el papel de un par de abogados mexicanos quienes, tras recibir un mensaje de la novia del hombre injustamente encarcelado, deciden no sólo analizar los hechos sino grabar cada paso de la lucha de Zúñiga por reconquistar su libertad. Lo que emerge es devastador.
En un segundo juicio quedan expuestas todas las incoherencias del caso. De manera astuta (ya quisiera Grisham un diálogo así) Zúñiga logra “romper”, durante el careo, al único testigo que lo liga con el asesinato: el tipo acepta que no puede asegurar que Zúñiga disparó contra el hombre muerto. Aún así, el juez —cínico, torpe, casi un personaje cruel de Ibargüengoitia— le refrenda la sentencia. Al final, lo único que logra salvar la vida de Antonio Zúñiga es la intercesión de magistrados que lo absuelven gracias no al expediente del caso sino a la evidencia en video de los abusos a los que fue sometido.
Pero la libertad de Zúñiga resulta agridulce. Es un caso entre miles,
beneficiado por la exposición mediática. ¿Cuántos Antonios hay ahí, durmiendo entre cucarachas, rumiando su cruel destino? Por lo pronto, la cinta me ha dejado estupefacto e indignado. Duele que, en un acto de autismo legal incomprensible, México siga inmerso en una maraña que no ha permitido reformar lo que a todas luces necesita cambiar. Sin la presunción de inocencia, los mexicanos estaremos a merced del caos jurídico; de jueces que nunca vemos, de evidencia que no existe, de policías socarrones, de mentiras deleznables. Todos, en cierto sentido, vivimos amenazados. Y eso es una tragedia de verdad devastadora.
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