LORENZO MEYER
La naturaleza del proceso político en el Egipto actual no es ajena al que ya vivió México. Sería deseable que el resultado fuera mejor
Lejanos pero no tan diferentes
Es posible que la desilusión no tarde en hacer su aparición, pero por ahora tenemos derecho a congratularnos por lo ocurrido en la Plaza Tahrir de El Cairo. Es como si tras las manifestaciones de La Plaza de las Tres Culturas, en 1968, o en la de Tiananmen, en 1989, hubieran triunfado los impulsos democráticos y libertarios. Esta vez, en Egipto, el Ejército no disparó y el déspota abandonó el poder. Queda por ver hasta dónde este empuje democrático en el mundo árabe se impone a las inercias y los intereses creados.
En el origen del desarrollo de la teoría de los sistemas autoritarios el profesor Juan Linz puso como ejemplos de ese tipo de regímenes, entre otros, al México del PRI y al Egipto de Nasser (Totalitarian and authoritarian regimes, Boulder, Colorado, 2000). Hoy se puede ahondar en los elementos y situaciones que permiten hacer comparaciones del proceso que llevó a la caída del gobierno de Hosni Mubarak con algunas coyunturas críticas del pasado mexicano. Ahora bien, de persistir las fallas de nuestra no muy exitosa transición democrática y de descarrilarse la recién iniciada en Egipto, las comparaciones podrían extenderse, pero confiemos que no sea el caso.
Política comparada
Dejemos por ahora de lado nuestras respectivas pirámides e historias milenarias para concentrarnos en el último siglo. Tras el logro de sus respectivas independencias en el siglo XIX en México y en el XX en Egipto, ambos países terminaron por consolidar sendos regímenes autoritarios. En México los liberales del siglo XIX y los revolucionarios del XX detonaron cambios cuyo objetivo fue avivar el sentido de nación para hacer frente a la heterogeneidad social y modernizar a una sociedad periférica que había experimentado los efectos del colonialismo e imperialismo de las grandes potencias. En Egipto ese papel lo jugó el Ejército encabezado por Gamal Abdel Nasser y sus “Oficiales Libres”, que en 1952 depusieron al poco legítimo y muy corrupto rey Farouk.
Ya con el poder en sus manos, Nasser y sus colegas promulgaron en 1956 una Constitución que declaraba al país socialista, formaron un partido de Estado e iniciaron una gran reforma agraria. Nasser ganó la primera elección con el 99.9% de los votos. Aquí la similitud de Egipto es con el México de Cárdenas, del PRM y de su populismo y nacionalismo. No habiendo petróleo en Egipto pero sí un Canal de Suez que era vital para el comercio mundial. En un golpe tan audaz y creador de sentimientos nacionalistas por el desafío a los países imperiales, como fue la nacionalización petrolera mexicana de 1938, Nasser llevó a cabo la nacionalización de esa vía marítima.
En el caso del México que recuperó su petróleo, fue la coyuntura de la Segunda Guerra Mundial, que ya se perfilaba en el horizonte, la que llevó a que Washington se viera obligado a tolerar la expropiación. En el Egipto de 1956 fueron los imperativos de la Guerra Fría los que hicieron que la Casa Blanca detuviera las acciones militares que ingleses, franceses e israelitas emprendieron contra Egipto en un esfuerzo por recuperar el control del Canal de Suez. A fin de evitar que Nasser se viera obligado a buscar en la URSS el apoyo político, militar y económico para neutralizar a la presión de Occidente, Estados Unidos decidió aceptar una nacionalización que había despertado el entusiasmo de todo el mundo árabe. La acción de Nasser devolvió a Egipto su papel de líder del mundo árabe y Estados Unidos prefirió que se perdiera el control europeo de Suez a correr el riesgo de hacer que el nacionalismo árabe se convirtiera en una fuerza que jugara en favor de los intereses soviéticos.
La diferencia entre los autoritarismos mexicano y egipcio del siglo XX se acentuó tras la muerte de Nasser en 1970. El partido oficial egipcio nunca llegó a reemplazar al Ejército como espina dorsal del régimen, ni tampoco logró institucionalizar los mecanismos para que la sucesión dentro del círculo del poder no se convirtiera en problema.
A Nasser le sucedieron dos de sus camaradas del grupo de “Oficiales Libres”, Anwar el Sadat y, en 1981, Hosni Mubarak. Ninguno de ellos heredó el carisma de Nasser y en cambio acentuaron los rasgos autocráticos y corruptos del régimen. A Nasser lo sacó del poder un ataque al corazón y a Sadat las balas de la Hermandad Musulmana. Mubarak se propuso dejar la Presidencia a cambio de instituir una dinastía: deseaba heredar el cargo a uno de sus hijos.
En contraste, en México, Plutarco Elías Calles supo aprovechar el asesinato en 1928 del presidente reelecto -el general Obregón- para revivir y dejar bien firme lo que sería la regla de oro del presidencialismo autoritario mexicano: la no reelección. En buena medida, frente a la movilización del 1968, ese principio de no reelección ayudó a que la clase política mexicana y el Ejército prefirieran la represión y mantener el status quo que explorar otra salida. Después de todo, Díaz Ordaz dejaría el poder en dos años. Ahora sabemos que el entonces secretario de Defensa se guardó la información que mostraba que el incidente de Tlatelolco -los primeros disparos- había sido una manufactura de “Los Pinos”, aunque aceptó que se conociera tras su muerte (véase: Julio Scherer y Carlos Monsiváis, Parte de guerra: Tlatelolco 1968: documentos del general Marcelino García Barragán. Los hechos y la historia, Aguilar, 1999).
Hay otra diferencia importante entre el 68 mexicano y el 2011 egipcio: la actitud de la comunidad internacional. Cuando en México brotó la protesta antiautoritaria, la Guerra Fría le sirvió de coartada tanto a Díaz Ordaz como a la comunidad internacional para insistir en la bondad del status quo mexicano. Se pudo acusar a fuerzas externas -el comunismo- de querer desestabilizar a México y tanto la opinión internacional como Washington compraron el argumento. Al exterior le convino justificar la matanza de Tlatelolco: fue un precio muy bajo a cambio de mantener la estabilidad mexicana y los juegos olímpicos se llevaron a cabo como si nada hubiera ocurrido.
En contraste con México, en Egipto el entorno internacional fue, de tan diferente, lo opuesto. Mubarak, como Díaz Ordaz, también intentó hacer creer a propios y extraños que “fuerzas externas” estaban tras la revuelta de su país y buscó difundir la idea de que sin su gobierno la estabilidad de Egipto y del mundo árabe estaría en peligro. El presidente de Egipto por años manufacturó una Caja de Pandora con los miedos de Washington -el posible ascenso del radicalismo islámico, el debilitamiento de la seguridad de Israel y el peligro de perder el control del petróleo de la región- y le hizo creer que sólo una solución en sus términos podría mantener bajo llave esos y otros males. Sin embargo, esta vez los argumentos del rais ya no tuvieron mucho peso en la opinión mundial, que eligió interpretar la insurgencia pacífica como algo genuino, y estuvo dispuesta a apoyar la llegada de una “cuarta ola democrática” a las costas del mundo árabe.
La sorpresa en política
Igual que al inicio de las protestas estudiantiles en México a mediados de 1968, antes del estallido social en Túnez, pocos si es que alguno de los observadores vaticinaron que una fuerte movilización popular pudiera poner fin a cualquiera de los regímenes antidemocráticos del mundo árabe. Cuando finalmente esto ocurrió en Túnez y Egipto -ahora puede suceder en otro país-, la primera reacción de esos gobiernos fue la represión y sólo después de que la protesta persistiera vino la negociación. En México, la negociación de los representantes estudiantiles con los enviados presidenciales no llevó a ningún lado. En Egipto, la apertura de negociaciones directas entre el vicepresidente Omar Suleiman -hasta poco antes encargado de los servicios de inteligencia- y representantes de los opositores movilizados tampoco modificó la posición inicial de los descontentos -Mubarak debía irse. Sin embargo, el Ejército egipcio actuó de manera más sofisticada que el mexicano, calibró bien la coyuntura y, sobre todo, definió sus intereses de largo plazo, de ahí que prefiriera montarse sobre la ola del descontento para guiarla en vez de reprimirla.
Por sí misma, la salida de Mubarak de ninguna manera garantiza una buena solución a la posible transición democrática. El destino de la “revolución egipcia” aún depende de muchos imponderables. Sin embargo, la comunidad internacional está obligada a dar su apoyo al esfuerzo tunecino y egipcio por llamar a cuentas a sus déspotas corruptos y empezar a construir sociedades más democráticas y justas. Por el bien de todos, ojalá tengan éxito.
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