VICTOR GURWITZ
Solo, en el centro de la pared, sitio de honor, estaba el recorte de cuando cumplía una semana. Hubiera sido irreverencia clavar cualquier otra cosa cerca.
“Tiene un marco de madera barnizada; nadie podría quejarse.”
En vista del crepúsculo cercano, recogió la camisa celosamente refrescada de sólo colgarla en la tarde sobre el pincho de la pared . En otro clavo descansaba una gorra de béisbol; al lado, un cuidadísimo sombrero antiguo, como si proviniere de alguna película de pistoleros. ¿Los gánsters llegan a convertirse en buenos? Caminó hacia la nevera. Después de examinar el interior, extrajo una de las dos únicas botellas existentes y cerró la descascarada portezuela blanca. Quitó el corcho y satisfizo su sed empinando con lujuria el recipiente con agua.
“¡Epérate, cerbessa, que pa ti tengo otros planes!”
De regreso por el pasillo, volteó hacia otro recorte amarilleado -la misma cara, ya con un año- para, inmediatamente, observar el piso. Después de dos pasos, desvió su trayectoria evitando el consabido huequito que precedía al baño, ventilación que, por desgracia, filtraba aromas de la familia abajo. Ya frente al lavabo, pasó por su torso un pedazo de tela remojada en agua. Olfateando aprobatoriamente los sobacos, decidió ponerse la camisa.
Al salir, y con una zancada, llegó a la sala de nuevo para encender el radio a medio volumen. Se iba a desplomar en el sofá pero, como niño que recién ha aprendido a distinguir el mal del bien, tomó asiento con delicadeza. El acojinado, a pesar de las inyecciones regulares con guata fresca, no lograba disipar la memoria de humedad corporal tras humedad corporal. Se levantó hacia otro recorte en la pared: a los dos años, gesta gloriosa. Al lado, compartiendo honores, una foto familiar en la playa -trusas multicolores emparejadas por el blanco y negro del papel- de cuando su madre aún vivía. El niño en medio restregaba su ojo lloroso con el puño.
“Ay, papi, cómo te di lata aquel día pidiéndote ir a uno de esos hoteles bonitos para conocer una piscina. Me soltaste tanta mentirita, y acabamos nadando en el Malecón.”
Se sentó en una mecedora con dirección a la ventana abierta para, fuerza de hábito, verificar que la habitación tuviera suficientes imágenes del salvador. En la esquina, había sólo un cirio vigilado cada momento por el padre de todos; la otra, sobre el armario, ostentaba un retrato de pipo tomada en el trabajo. Quizá convendría clavar otro recorte encimita del viejo -claro, con uniforme. Se fijó en las manecillas del bultoso reloj sobre la mesa del comedor, adorno único sobre el mueble de grasiento brillor oscuro en ajada chapa de madera que, por momentos, recordara su tinte color miel original. Ver, observar; había tiempo.
“Melaza, melao… pacer ron.”
Repitiendo las palabras de la tonada, mecer, mecer, entró en sudorosa modorra.
Unos toquidos despertaron sus sueños de mar y sirenas. El bochorno cubría los calzoncillos con el henchir de tela que anticipa un tormento sobre el velamen mayor. Contrariado por desperdiciar anticipaciones, se dirigió a la puerta. Lo que le atormentaba, ya era calma chicha.
La delgada hembra con caderas suficientes para garantizar, si no un eufemístico depósito bancario, uno de futura adiposidad por atragantarse de comida disponible hoy, dada la segura ausencia mañana, ese monumento de curvas, prendió un beso al varón enfrente. Aunque corto, se notaba beso de compañera. Después, una mirada lenta… llena de inquisición.
El tiempo tiene importancia, aunque se trastoque en la trama.
— No te preocupes, papá se fue de turno otra vez.
— ¡Ay, qué felicidad! Cuando él está, tú te pones muy tenso… — exclama ella — namá hay descargas morales y regaños y miedo y…
— No e pa tanto.
— Es que, aun si se fue, siempre está; se siente. Así son los padres. — explica ella aunque, curiosamente, en lugar de foto, observa un recorte. Padre, papá y pipo se entremezclan.
— Oye, tá bueno ya.
La omnipresencia del número uno no puede echarse por la borda; la del viejo sí. Una despresencia es de la madre, aunque Padres sobren -pero ese apartamento viudo ya se ha acostumbrado. La mujercita exhala un poco de tensión del avatar diario para luego envolverse de ataraxia que deviene en contentura, en sonrisas idiotas. Juntan labios.
Ahora, ambos se acercan para dejar que los cuerpos también se besen con breves escarceos al compás de la radio. Mientras caminan abrazados hacia la cocina, los dos voltean hacia un retrato del matrimonio pero también topan reverencialmente con el recorte de la solitaria cara a los treinta. Es veneración, cortesía, costumbre. Nada sucede sin que esos ojos pegados a la pared aprueben. Las bendiciones provienen sólo del Hombre. Evitas del mundo, desapareceos.
“Será otro año especial”, ríen ambos en el unísono de una pareja que se conoce bien.
En la cocina, el joven saca dos vasitos y el tesoro amarillo del “frigider”. Divide el contenido matemáticamente. Antes, un ósculo. Quedan boquiabiertos del gusto por la lengua o por el anticipatorio paladeo de una cerveza que, momentáneamente, detendrá la calentura. Ya sentados a la pequeña mesa para dos, ceremoniosamente chocan los vidrios con un sonido opaco. Toman sólo un sorbo. Ahora cuentan las tribulaciones de esa jornada. En el piso, cerca, está la cañería que, seca, despide recuerdos de ayeres cocinados. Pero los hombres son prácticos y realpolíticos para el futuro:
— ¿Pudihte trae algo?
Ella se levanta, él la sigue.
En el baño, puerta sin cerrar, la joven de cintura estrecha y caderas anchas desabotona la saya, exponiendo un cuerpo que podría considerarse bronceado por sol o génesis caféconleche. Hurga entre la pantaleta para extraer un pequeño envoltorio de trazas carmines en el exterior con un frasquito dentro y lo deposita en el lavabo. Él se sienta en la taza, pero no se fija en el champú; tiene los ojos imanados sobre la entrepierna que promete femeninos favores. Mientras, ella se limpia con la tela mojada, removiendo una prueba no tinta en sangre, pero sí garantía de que el goce venidero no traerá consecuencias. La mirada femenina es seductora hasta que encuentra, no una cruz en el pasillo, sino los ojos del crucificado por el capitalismo en ese amarillento recorte de periódico. De primera instancia, agacha la cabeza pero, después, rompe en risa ante su desperdiciado pudor. Prosigue el relato del día. Cuenta que, casi para salir, se metió un rubio hasta la cocina.
— ¿Le propusiste matrimonio? — pregunta él con burla, no sin cierto dejo de celos, no sin despegar los ojos del busto al aire. El busto toma aire para soltar desencanto acumulado.
— ¿Qué tu cre? Lo demá etán viendo quién hace cosa mala pa quitalo a uno y metel pariente en su lugá.
— Yo no te espío — replica él a la defensiva, mientras baja la vista hacia la maraña de vellos que la joven mujer ostenta entre sus muslos. Detrás, se ven los retratos; mas él huye de los ojos y de las barbas, esas dignas de un invierno siberiano. Las paredes oyen y ven.
Él desabrocha su cinto. Ella se recarga en el quicio de la bañadera. No hay alguien más, pero él cierra la puerta a las espionas paredes del pasillo Ella descuelga su cabeza: el mundo bocarriba, vueltabajo, vega. Después de inútiles forcejeos, en medio de risas, desafiando la ausente mirada paternalista, abandonan la incomodidad del baño.
Entran al cuarto y se detienen para admirarse, desnudos, frente al espejo, único vestigio del juego de coqueta. Dos camas ocupan casi toda la recámara. Cada uno se tumba en una diferente. Después de un juego insinuatorio, él la asalta. Ella, avisada, espera el desembarco y atrapa sus armas -posición histórica.
Con el copular aleatorio, el deleite sobreviene demasiado pronto. Deberían permanecer hablando tontas frases románticas; sin embargo, el producto del tráfago ha acalorado las sábanas y se visten. Tanta gente del extranjero viene a gozar del sol, y tanto nativo quiere huir del sofoco.
En el pasillo, de un anaquel, sus manos viriles atrapan una bola firmada.
— Pude ser alguien en la pelota grande, a lo mejor las Mayores, pero…
— Para mí eres importante. Además, allá te hubieras largado con rubias. — replica ella amoldando su cabello negro — Claro, si Él te deja ir y, eso, jamás. ¿Te arriesgas a la travesía?
— Y, ¿por qué no, chica? Dinero para ti y para pipo.
—Papá, aba, tata, baba. Babalú. Babayaga. Yo también podría enviarte dólares casada con aquel turista. Yo no doy, ni quiero limosnas. A mí, que me lo dejen ganar, ¡coño! — ella golpea el piso anunciando reclamaciones — Bien lo dijo el famoso patriarca de los mexicanos, nuestro gran apoyo, ayer y hoy, sobre hacerse “la voluntad de dios en los bueyes de mis compadres”.
Afuera, se escucha sutil suisuis que se transforma en pocpoc, furioso golpeteo de agua que enfría el ambiente. Es la salvación de quienes no cuentan con el industrial esmog para defenderse del Rey de la naturaleza. Bastante tienen con otro calenturiento rey.
De todos modos, él sabe que ésta no es una campaña con posibilidad de ganar y da marcha atrás en silencio. La mujer lo sigue con algunas frases que pondrán fin al estado de guerra. Pax Romana. Afuera, sólo aquello oficial vale. Se puede lograr con un úcase y, al calce, algún sello. Pero también en elección democrática a mano alzada. Porque, con lo público, todo; sin lo público, nada. Lo revolucionario de estas familias es esa modernidad especial que evita la globalización mediante la sencillez espartana de sus tradiciones nuevas.
En el exterior, el agua se sigue desperdiciando por el costafuera que los encierra a todos en una insular majada donde sobra carne humana. Alguno que otro de ese hato se atreverá al desafío encomendándose a Yemayá o a cualquier santo que obre el milagro de nulificar los faros en los guardafronteras, cualquier orisha que eche mal de ojo sobre el Aparato.
Ya en la cocina, el hombre reparte arroz blanco y potaje de frijoles en dos platos y, ahí mismo, deposita un huevo duro partido a la mitad. Devoran. La sobremesa es con sobrantes de esa pajiza forma de chicha que todos esperan sea de cebada con lúpulo, pero que se elabora con base en sustitutos. Como sea, o lo que sea, el líquido fermenta la imaginación femenina.
— Ay, papito, mañana llévame a la playa; anda…
— Pero niña, ¿qué tú te crees? Primero calor y, de repente, aguacero.
Es clima del Rey Sol: “después de mí, el diluvio”. Todos caen en el frenesí de olvidar la catalepsia que se vive. Por necesidad, por emergencia, Uno puede sustituir todo. Mas nada es para siempre. Resolver, resolver. ¿Cómo será la lluvia de cambios? ¿Vendrá un ras de mar con los de allende otra vez? ¿Ganarán los re-colonizadores sobre los nativos?
Ella también tiene miedo, pero el presente es ahora: planta un beso en la frente de él. Tiempo para refrendar los pocos placeres disponibles sin previa aprobación de papá y de Padre.
Si algo sirve para pasar el rato, pues hay que repetir la dosis.
De paliativos se puebla el futuro.
PREMIO INTERNACIONAL DE CUENTO ENRIQUE LABRADOR RUIZ
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