JULIÁN SCHVINDLERMAN
EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO
“Aclararemos de manera persistente la elección ante cada gobernante y cada nación: la elección moral entre la opresión, la cual es siempre errada, y la libertad, la cual es eternamente correcta”. –George W. Bush, Discurso a la Nación, 21 de enero de 2005.
En una de sus célebres ponencias, la afamada pensadora española Pilar Rahola nos legó una frase de impacto maravillosa y a la vez una reflexión histórica perspicaz: “la izquierda nunca se equivoca”. Con ironía sutil, Rahola estaba afirmando que la izquierda siempre, o casi siempre, se equivoca, pero rara vez, o nunca, lo admite. Esto lo hemos comprobado con su apoyo al estalinismo, al maoísmo, al castrismo o a cualquier otro movimiento contrario a los valores de la época. Las no anticipadas revoluciones populares del mundo árabe e Irán le han dado a esta izquierda deshonesta una nueva oportunidad de desordenar las fichas del tablero de sus opiniones y reacomodarlas a gusto, impunemente. Sólo que esta vez ha ido un paso más lejos: mientras defiende el llamado por la libertad de los árabes, cosa que hasta ayer mismo no hacía, alega que los conservadores, que sí lo han hecho, han estado todo este tiempo equivocados. Éste es un giro peculiar para una clase intelectual, académica y periodística que pasó gran parte de la primera década del siglo XXI cuestionando la denominada Agenda de la Libertad del presidente George W. Bush.
Ahora que el progresismo internacional ha dejado de tildar de conceptualmente fantástica o prejuiciosamente colonial la idea de que los árabes no son excepcionales en el terreno de la libertad, y acometen con total desvergüenza contra quienes se pasaron la última década defendiendo esa noción precisamente contra las críticas de éstos, resultará instructivo y esclarecedor releer extractos del mensaje que dio el presidente Bush al pueblo estadounidense en ocasión de la inauguración de su segundo mandato a principios del 2005. Apenas meses atrás, conocidos los resultados electorales, el periódico británico Daily Mirror había publicado en su portada una foto del presidente reelecto con este título: “¿Cómo pueden 59.054.087 de personas ser tan idiotas?”. Quizás al releer las palabras del presidente Bush en el contexto mesoriental actual estemos mejor facultados para dirimir quien ha sido el verdadero idiota todo este tiempo.
Ya en el inicio mismo, el presidente de los Estados Unidos de América declaraba: “Hay solamente una fuerza de la historia capaz de quebrar el reino del odio y del resentimiento, y exponer las pretensiones de los tiranos, y recompensar las esperanzas de los decentes y de los tolerantes, y esa es la fuerza de la libertad humana”. Explicitó que esos ideales guiarían su política exterior: “Así es que es política de los EE.UU. buscar y apoyar el crecimiento de movimientos democráticos e instituciones en toda nación y cultura, con el fin último de terminar con la tiranía en nuestro mundo”. Aclaró que “ésta no es primariamente la tarea de las armas” y que su país “no impondrá nuestro propio estilo de gobierno a los no deseosos. Nuestro objetivo, en cambio, es ayudar a otros a hallar su propia voz, obtener su propia libertad y hacer su propio camino”. Bush afirmó que la dificultad de la tarea no era excusa para eludirla y proclamó: “La influencia de los EE.UU. no es ilimitada, pero, afortunadamente para los oprimidos, la influencia de los EE.UU. es considerable, y la usaremos confiadamente en la causa de la libertad”. ¡Imagine a los detractores políticos de aquella Casa Blanca -Gerhard Shroeder, Jacques Chirac, José Luis Rodríguez Zapatero- articular un mensaje así de inspirador! El presidente Bush incluyó una breve mención a sus críticos al decir: “Algunos que yo conozco han cuestionado el llamamiento a la libertad, aunque este momento en la historia -cuatro décadas definidas por el avance más veloz de la libertad alguna vez visto- es un tiempo extraño para la duda”. Finalmente, el presidente concluyó de esta forma: “Los Estados Unidos, en este joven siglo, proclama la libertad a través de todo el mundo, y a todos sus habitantes de aquí en más. Renovados en nuestras fuerzas, desafiados pero no vencidos, estamos listos para los más grandes logros en la historia de la libertad”.
Esto fue posteriormente reforzado por otros dos discursos clave, entre tantos otros, pronunciados, esta vez, en el mismo Medio Oriente. En El Cairo, la entonces Secretaria de Estado Condoleezza Rice, afirmó: “Por sesenta años, mi país, los EE.UU., buscó la estabilidad a expensas de la democracia en esta región, aquí en el Medio Oriente, y no hemos conseguido ninguna de las dos cosas”. Y recalcó: “A lo largo y ancho del Medio Oriente el temor al libre albedrío ya no puede más justificar la negación de la libertad… Es tiempo de abandonar las excusas que son citadas para evitar el trabajo duro de la democracia”. Luego, en Abu Dhabi en el 2007, durante su discurso el presidente Bush citó a un escritor oriundo de el Líbano, Ameen Rihani, quien en 1910 al contemplar la Estatua de la Libertad, exclamó “¿Acaso nunca verá el futuro una estatua de la libertad cerca de las pirámides?” para decir a continuación a la audiencia árabe que la libertad no era “solamente su sueño, si no su destino”.
Ahora que referentes del progresismo y sus acólitos en la prensa, embriagados de auto-concedida virtud, convencidos más que nunca de la precisión de sus postulados y del error de los ajenos, incurren en esta irritante y absurda puesta en escena de santurronería colectiva, podemos -parafraseando a los siempre elegantes británicos- preguntarnos: ¿Pueden tantos sujetos ser tan caraduras?
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