FERMÍN RAFAEL MARTÍNEZ DE JESÚS
Ciudad de México
Era mayo y manejaba pensativo por las calles de Veracruz. El calor sofocante poco se sentía dentro del auto climatizado. No me gustaba el tener aplazado en mi vida escribir un cuento o con un poco más de ambición, una novela. Salir un poco más allá del escrito académico o científico, rígido, estricto, preciso, pero difícil. Volar libre sin temor al sesgo, a los datos negativos, a la incomprensión. Ya había escrito algo de aquí o que pasó allá o qué me comentaron, pero todo seguía fragmentado. Ya todas mis ideas sobre la vida hospitalaria las veía en diversas películas y en series médicas de los canales de cable. Pensé entonces, que lo dejaría en manos de talentosos escritores que lo hicieran por mí, sin envidias, ni resentimientos. Mientras tanto, seguiría publicando mis investigaciones sobre mis pacientes, ya que mi cuento o mi novela quizás los escribiría en otra vida.
Con el sol cayendo a plomo sobre la blanca avenida, no vi la sombra que cruzó la calle, saliendo de quien sabe dónde. Era un hombre delgado que rebotó del frente del auto. Pisé el freno hasta que me dolieron el pie y la cadera y el vehículo se ladeó hasta detenerse casi a punto de colisionar con otros autos estacionados. No podía ni moverme, la descarga de adrenalina fue intensa. No sé si pasaron segundos o minutos para reponerme. Finalmente recuperé el aliento y descendí del auto. Me temblaban las piernas y apenas podían sostenerme de pie. Caminé hacía el individuo que yacía sentado en el pavimento y me detuve en seco al ver que me miraba mientras sostenía en su mano izquierda una pistola. Su pierna derecha mostraba una gran mancha de sangre que resaltaba en su pantalón caqui desteñido. No supe qué decir o hacer en esos rápidos segundos.
‒Soy doctor ‒le dije‒, quiero ayudarte. Seguramente te fracturé.
Jadeando, me miró y señalándome con la pistola me dijo,
‒Tú no me hiciste esto, éstas son cornadas que me dio el diablo.
Me quedé atónito, estupefacto. Los carros que pasaban curiosos disminuían ligeramente la velocidad y al ver la pistola aceleraban. Para mí, desde el atropellamiento habían pasado siglos. Me preguntaba dónde estaba la gente. Era la hora de la siesta, la de más calor, pero siempre hay gente. Miré al tipo y levantando las manos le dije que buscaría mi celular en el carro para pedir ayuda. Bajó la cabeza asintiendo. No encontré el celular. Volví al lesionado, mientras mi vista buscaba a alguien a quien pedir auxilio, pero el individuo había desaparecido. El sol abrasador que caía a plomo daba un aspecto enrarecido, porque la luz casi cegadora impedía ver los detalles en las sombras. Desconcertado subí al auto y reanudé la marcha. Una cuadra más adelante, sentí que alguien se incorporaba en el asiento trasero.
‒Sigue manejando y no voltees.
Al preguntarle ¿hacia dónde? Me contestó que lejos del diablo.
Le pregunté si era un secuestro o robo, pero no contestaba nada, sólo miraba a todos lados buscando a alguien. Por favor, llame al Dr. Pedro Kuri, él me atenderá. Dígale que soy Sergio.
‒Yo soy Mario Juárez, amigo de Kuri ‒le contesté.
Marqué el celular pero no hubo respuesta. Súbitamente me detuve en una esquina frente a una patrulla decidido a confrontar la situación. Corrí y a gritos pedí ayuda. Les dije que en la parte trasera estaba un tipo armado. Se acercaron cautelosamente, miraron al interior, levantaron su cabeza, intercambiaron miradas y luego, se dirigieron a mí.
‒¿Está usted borracho? Ahí no hay nadie.
En esos momentos Pedro Kuri Manzur estaba operando a una paciente. Escuchó sonar su celular.
Jorge retiró el bisturí, mientras solicitaba una pinza hemostática a su instrumentista, le pedía a su enfermera circulante le mostrara el mensaje de su celular. En tanto sucedía, verificó la correcta ligadura de la arteria cística y del conducto cístico, y terminó de separar la vesícula de su lecho en el hígado. Colocó un paquete de tres gasas sobre dicho sitio y volteo a ver el mensaje que Ana, la circulante, le presentaba.
‒Tengo dos llamadas perdidas del Dr. Juárez, pero luego le llamo. Por favor, Ana, comuníquese a mi consultorio, dígale a mi secretaria que en 30 minutos llego‒. Ana salió del quirófano. Reaccionó al observar la aguda mirada de la instrumentista que movía la cabeza con gesto de desaprobación mientras Kuri seguía operando.
‒¡Ándale! Laura, separa bien, que tengo prisa, dos paciente me esperan‒, dijo a su esposa que lo ayudaba en la cirugía.
‒¿Qué quieres que separe? ¿Más? No puedo, ves perfectamente bien
‒No me rezongues, aquí el cirujano soy yo, tú separa, jala un poco más.
Minutos después concluía la cirugía y preguntaba a su anestesiólogo si estaba bien la paciente.
‒Sí, todo está bien ‒contestó‒ Si tienes prisa adelántate no hay problema
Presuroso se terminó de quitar la bata mientras Laura lo seguía con la mirada.
‒¡Olvidas tu celular!‒ dijo tomándolo del carro de anestesia. Pedro corrió y se lo arrebató al ver que aparentemente se disponía a ver los mensajes. Sorprendida Laura, sintió cómo casi le desprendía la mano.
‒¡Oye! – le gritó Laura,
‒Discúlpame, es la prisa; ya sabes los pacientes‒ Contestó mientras salía disparado al vestidor.
En el vestidor recibió un tercer mensaje recordándole su consulta.
En ese momento Laura entraba al vestidor, y molesta le dijo:
‒¿Otro mensaje?, ¡Qué apurado! Es otra de tus golfas.
El sarcasmo molestó a Jorge y la ignoró.
Su relación con Laura tenía ya más de ocho años, durante los cuales no habían procreado hijos. Laura y Jorge se conocieron en un hospital General de Poza Rica, donde ambos eran médicos especialistas. Pedro Kuri era hijo de un inmigrante libanés que en los años 20 llegó en barco a Tampico, Tamaulipas, puso un comercio de ropa y prosperó rápidamente por el espíritu de trabajo de esa raza
Pedro llegó a su consultorio y lo recibió la asistente médica. En plena consulta recibió un nuevo mensaje que le recordaba sus obligaciones fiscales.
‒Me lleva…, pura ¡bolsa saca! Hasta cuándo mejorará esta situación económica. De verdad que por más alternancia todo sigue igual‒, pensó para sus adentros, mientras su paciente se enfrascaba en un soliloquio de mil y una enfermedades.
‒Ya sea PRI, PAN, PRD, Convergencia, todos son la misma gata nada más que revolcada, ya no hay ideología; las izquierdas hermanadas con la derecha. Maquiavelo estaría feliz.
A ver cuando veo la mía, muchos títulos, diplomas, reconocimientos y por más que me parto el alma estoy hasta el cuello de deudas. ¿Y Hacienda? Bien gracias, exprimiéndonos.
Concluyó su consulta y se dirigió al estacionamiento cuando Juan Xolotl Amilpa llegaba en su taxi. La sirena de una ambulancia lo alertó. Juan pensó en alguna balacera o un apuñalado, y celebró no ser él. Escuchó lo que creyó un disparo y cabeceando volteó y vio a un muchacho lava autos que golpeaba con fuerza un tapete de plástico contra un muro. Ningún disparo, sólo era su imaginación y por supuesto su conciencia que le recordaba las veces que estuvo a punto de morir. Particularmente en aquella ocasión en que trató infructuosamente de detener a su compañero que iba hacia una muerte segura.
‒¡Espérate!
Recordó cómo desesperado le gritaba.
‒Me vale madre‒, su pareja le contestó.
Juan tenía 5 años en la PGR y escuchaba cómo el Tiger corría detrás de unos arbustos.
‒¡Pérate!‒. Le volvió a gritar.
Cuatro descargas de metralleta se escucharon en el sitio donde su pareja corrió tras los narcotraficantes que momentos antes tenía encañonados, pero que en un descuido se escaparon.
‒¡Tiger, Tiger! ¡Contéstame buey!
Sintió caliente y húmeda la pierna derecha, la apoyó y se desplomó. Se arrastró hacia los arbustos en la obscuridad para no ser visto por los 4 narcos, que portaban cuernos de chivo. Uno de ellos arrastraba del pelo al Tiger que, herido y sangrante apenas se movía. El que lo jalaba, lo soltó y le dio el tiro de gracia.
Juan escuchó cómo el que parecía su líder gritaba acelerado,
¡¿Dónde se metió el otro pendejo?! ¡Encuéntrenlo y mátenlo!
‒Chiquilín, ¿pues no que habías repartido el billete para que no nos molestaran?
‒No sé jefe, yo le di la lana al comandante de la Federal de Caminos y al jefe de grupo, ese que me dijo.
‒¿Al comandante Guarneros?
‒Pos sí.
‒Pues estos pendejos trabajaban por su cuenta, encuéntralo y mátalo…. pero ya cabrón, que tengo prisa.
Juan escuchó cómo pasaban cerca de los matorrales donde se escondía, las hormigas le mordían y de pronto el sonido de interferencia de su radio lo delató
¡En la madre.., ya me escucharon! ¡Maldito radio!
Uno de los narcos corrió al sitio del sonido y gritó
‒Acá está.
Juan cerró los ojos, se encomendó a la virgen de Guadalupe y al ver que le apuntaban con el cuerno de chivo esperó la descarga. De repente. el área se iluminó y distinguió las luces rojas y azules de patrullas.
El negro que le apuntaba lo miró, dudó un instante, levantó el arma y le espetó;
‒Te salvaste, perro.
El negro se retiró y Juan no se movió. Se percató que se había defecado y orinado. Mientras sollozaba, se quedó acostado en la hierba en posición fetal tembloroso hasta que los agentes de la policía de caminos se acercaron, mientras los narcos se despedían de mano de ellos y les entregaban una maleta deportiva llena de dinero.
Cuando logró comunicarse con su jefe de grupo éste lo reprendió con improperios:
‒Pendejo, te dije que el Tiger no era de confiar, parecía aspiradora con la coca. El sabía del “jale” y se adelantó, a pesar de que la coca tenía vía libre. Quiso madrugar y ya ves. Te salvaste, el desgraciado no te iba a dejar como testigo.
Los recuerdos de Juan se interrumpieron, ya que cuando bajaba del taxi, tuvo que quitarse de en medio de la rampa de acceso a urgencias porque casi lo atropella una ambulancia. Llegaba a recoger a su cuñada que terminaba su turno en el hospital.
Minutos antes, Pedro había salido de su consultorio hacia el estacionamiento por el servicio de urgencias. Notó mucho movimiento, sirenas de ambulancia alrededor de una camilla en el área de trauma y choque con un paciente intubado, catéteres y sueros colgando a los costados; enfermeras y médicos se movían con frenesí, cortando la ropa ensangrentada para desnudar al paciente.
Pedro, automáticamente sintió el impulso de seguir su camino, cuando una imagen casi irreal y fuera de lugar apareció ante su vista. Una figura obscura con sombrero y traje negros usando una camisa blanca se recortaba contra el fondo de la pared verde pistache del hospital. Pedro se detuvo abruptamente y observó con curiosidad al personaje, atraído a la vez por los gritos de los médicos de urgencias pidiendo a un cirujano.
Aunque estaba prácticamente fuera de turno se abocó de inmediato a la exploración del paciente.
‒Localicen al doctor Juárez, el cirujano de turno y que venga de inmediato‒, indicó en voz alta.
‒Este muchacho tiene una hemorragia grave por estallamiento del bazo o del hígado. Está en choque. Pasa directo a quirófano que se nos muere.
Mientras iniciaban la movilización del paciente al quirófano, Pedro reparó nuevamente en el personaje barbado que prudentemente se mantenía sin estorbar. Reconoció la figura inconfundible de un Rabino.
‒¡Ah, caramba!‒, se sorprendió.
No era nada común en Veracruz encontrarse con alguien así. De hecho no existía una comunidad judía, ni sinagoga. Sabía de un grupo de veracruzanos que se habían convertido al judaísmo y que pagaban por los servicios de un rabino ¿sería éste el caso?
Pedro se dirigió al Rabino y le planteó la urgencia de operar y el peligro de muerte.
El rabino miraba con profunda atención a Pedro y le preguntó‒
‒¿Usted lo va operar?
‒Sí, el cirujano del turno no llegó. Seré yo quien opere‒, contestó Pedro un poco impaciente.
‒David es uno de mis alumnos. Vienen de Israel a mi curso que ha concluido satisfactoriamente. Como premio los traje a la playa. Felices manejaban “cuatrimotos” sobre las dunas. La que manejaba David se volteó y le cayó encima. Parecía un incidente sin consecuencia. Se veía pálido y pensamos que era el susto. Pero no fue así, minutos después se puso frío, sudó mucho y perdió el conocimiento. No sabíamos si llevarlo a la ciudad de México.
El Rabino respiró profundo.
‒¿Dígame doctor, esto se opera o no se opera?
‒Claro que sí, no hay otra opción‒. Pedro le contestó.
‒Siempre hay dos caminos y uno elige.
‒Yo quiero elegir bien–, contestó el rabino
‒Pues en este momento sólo hay uno,‒ replicó Pedro.
‒ Sí, por el momento. Sólo el Eterno lo sabe. ¿Cuál es su nombre doctor?
‒Soy Pedro, Pedro Kuri.
‒Yo soy Shaúl Abraham.
‒Muy bien, mucho gusto, terminando la cirugía platicamos‒. Dijo Pedro mientras corría junto a la camilla del agonizante David Steinman.
Pedro observó a su paciente sobre la mesa de quirófano mientras realizaba con urgencia la asepsia de la piel del abdomen y el tórax. Era un joven fuerte y muy velludo por lo que la enfermera iniciaba su rasurado. Pedro la quitó con un leve empujón.
‒No hay tiempo que perder.
El anestesiólogo asintió con la cabeza.
‒Necesitamos sangre‒, urgió el anestesiólogo.
‒Ya le cruzaron desde que llegó, pero no hay. Su tipo es AB Rh negativo.
‒Pues hagan pruebas en todos sus compañeros, alguno debe coincidir‒, dijo Julio Lobar mientras colocaba otro catéter en la vena subclavia, para infundir más líquidos.
‒¡Necesito sangre ya! Y tú Pedro, cierra la llave, que no lo alcanzo.
‒El hígado está floreado, necesito tiempo‒. Murmuró Pedro
‒Eso es lo que no tenemos‒, contestó desde el otro lado de los campos estériles el anestesiólogo.
‒Apúrate o te quedas a terminar la autopsia‒, le dijo.
Pedro gritó:
‒¿Dónde diablos está la sangre?
La enfermera circulante comentó:
–Oiga doctor, pregunte si le pueden poner sangre, porque ellos son testigos de Jehová.
Pedro masculló para sí mismo, moviendo la cabeza negativamente
–Ah, si serás…, si serás, mejor cállate y traigan la sangre; los testigos de Jehová son otra cosa.
La adrenalina corría por su cuerpo. Le invadía esa sensación de impotencia, pequeñez y miedo de perder en sus manos la vida de un ser humano. Ahí se acordaba de Dios. No era religioso. Creía en Dios. A pesar de ser católico, no era practicante y el conocimiento de la historia le permitía ver las contradicciones dogmáticas de su religión con los hechos históricos. Ahí en esos momentos de fragilidad humana Pedro no se sentía nadie y sólo que era una pequeña partícula de polvo, parte de una grandeza incomprensible, que le hacía sentir temor, y así derrumbado imploraba, Dios mío ayúdame, que no se me muera.
Pidió unas compresas, empaquetó el hígado y el sangrado cesó. Mantuvo presión con las manos durante 15 minutos.
‒Ya consiguieron dos unidades de sangre de un familiar de una asistente médica de urgencias–, gritó una enfermera.
Pedro comenzó a cerrar la herida quirúrgica, dejando empaquetado el hígado. En una segunda operación, con el paciente más estable, se retirarían las compresas para realizar lo necesario en mejores condiciones.
Al salir, Pedro se topó con el Rabino.
‒¿Cómo está David, doctor?
Pedro, agotado y tenso le contestó.
‒Mal, muy mal. Ha tardado mucho en llegar la sangre.
‒La hemos conseguido gracias a estos señores‒, dijo el Rabino señalando a un tipo moreno, mal encarado y de mirada turbia. El otro era un individuo delgado y pálido, con ojos asustados como si estuviera viendo al mismo diablo. Su pantalón color caqui, estaba manchado de sangre, pero no tenía ninguna herida.
‒El destino no permitió a David tener parientes cercanos, pero lo más fundamental es preservar la vida, dijo el rabino
‒Vamos a necesitar más sangre‒, pensó Pedro
El individuo flaco y asustado miró a Pedro fijamente y le inquirió.
‒¿No me reconoces Pedro?
Pedro interrumpió su plática con el rabino y miró a su interlocutor pero no encontró algún rasgo conocido.
‒Soy Sergio, Sergio Fernández, estudié medicina contigo hasta el tercer año.
Pedro intentó centrar la imagen de esta persona en el recuerdo de aquel amigo y apenas coincidía. Le llamó la atención la pistola de juguete que sostenía en sus manos.
‒¿Pero qué te pasó?
Le dijo Pedro sorprendido. Tú eras gerente de Banamex, estabas muy bien…
Sergio tomó aire y con inmenso dolor le contó cómo su esposa lo había dejado por el esposo de su mejor amiga. Un hijo murió de leucemia y el otro era drogadicto. Ël intentaba dejar el alcoholismo en un grupo de Alcohólicos Anónimos con constantes recaídas.
‒Lo que le pasó a su amigo me recuerda el libro de Job‒, le dijo el rabino a Pedro.
Estos hombres que han donado su sangre serán parte del milagro que Dios ha hecho para el pueblo de Israel.
‒No cantemos victoria Shaúl, aún no se salva David, está muy grave y necesitará más sangre‒. Pedro miró al otro desconocido que era Juan y se sorprendió que alguien tan insignificante y desagradable tuviera un tipo de sangre tan poco común.
‒Ya vienen con la sangre necesaria en camino, doctor, pero tenemos otro problema‒. Comentó el rabino entre satisfecho y preocupado
‒Me dicen que la urgencia está atendida, pero que ya no puede pasar a la terapia intensiva por no ser derechohabiente.
‒Le pregunto, doctor‒. Dijo Shaúl a Pedro ‒¿Se puede trasladar o no?
‒El paciente necesita estabilizarse y entonces se trasladará a una unidad de cuidados intensivos aquí en la ciudad –comentó Pedro‒. No sé si logre salvarse.
Horas después se tomó una decisión y el paciente fue traslado al Hospital Español de esta ciudad. Durante 48 horas se debatió entre la vida y la muerte. Pedro Kuri recibió llamadas de cirujanos de la comunidad judía, jefes de cirugía de trauma de los principales hospitales del mundo. Después de explicarles sobre el estado y terapéutica del paciente, le contestaban aprobatoriamente sobre el tratamiento otorgado a David.
‒Yo hubiese hecho exactamente lo mismo‒. Le contestaban en inglés al otro lado de la línea.
Un grupo de médicos, encabezado por un cirujano mexicano de la comunidad judía llegó a apoyar en las decisiones por venir. Jacobo Samuel no era religioso pero entendía la fuerza y el impacto que este incidente tenía. Pedro y Jacobo Samuel platicaron largamente. Ante la dificultad de obtener la sangre específica y que David no coagulaba bien por el sangrado masivo decidieron trasladarlo a la ciudad de México.
Pedro miraba al Rabino que mientras pudo no se había separado ni un minuto de su alumno. Recordó sus interesantes pláticas de pasillo sobre el judaísmo y las enseñanzas a sus alumnos. El Rabino Shaúl se asombró de la curiosidad que Pedro tenía sobre el judaísmo. Por su parte, Pedro se había asombrado de la metodología práctica que el Rabino enseñaba para tomar decisiones en la vida y acercarse de esta forma a Dios. Le recordaba a un querido y gran maestro de ascendencia judía durante su internado de posgrado previo a su especialidad quirúrgica. Este gran maestro casi lo convence de especializarse en medicina interna.
‒Tengo corazón de internista y manos de cirujano; espero que sea una buena combinación‒, decía Pedro con frecuencia.
‒Si la sangre es vida, ¿es entonces pura?‒. Le preguntó Pedro al Rabino
‒¿Se transfiere por transfusión a un hombre puro las impurezas de un hombre lleno de maldad?
Ésta y muchas otras amenas discusiones fueron interrumpidas por la interacción de enfermeras, médicos, telefonemas de México, de Israel, etc. Esas dudas ahí quedaron.
David fue operado exitosamente en la ciudad de México. El trabajo de Pedro en condiciones tan adversas fue excelente, las ligaduras y suturas en grandes vasos que realizó, funcionaron. Jacobo simplemente retiró las compresas, corroboró que no sangrara más y cerró.
David Steinman se casó en Israel, tiene una hija y nunca regresó a Veracruz donde casi murió y volvió a nacer. Quizás algún día lo haga.
El Rabino Abraham proclamó un nuevo milagro para el pueblo de Israel, celebraron con una gran fiesta por la vida ¡Lehaim! Meses después produjo un gran documental que dio testimonio del milagro. No sé si suspendió su afamado curso ya que Pedro perdió contacto con él después de algunos meses.
De las charlas amenas sobre la vida y la sangre portadora del alma, solo quedan recuerdos. No sé si Pedro o el Rabino se pregunten cómo trascendieron dos seres extraviados, uno en la maldad Cainita como lo fue Juan, y el otro en el alcoholismo, al donar parte de su alma en una porción de vida de 500 mililitros de sangre. Un acto sublime sin lugar a dudas.
De Juan, el donador de sangre de oscuro pasado, poco se supo desde el incidente que protagonizó cuando escuchó al Rabino decirle a Pedro que la sangre se llevaba el alma. Juan se puso como energúmeno pidiéndoles que le regresaran su sangre para recuperar su alma. Su cuñada tuvo que llamar a un sacerdote de una iglesia cercana para calmarlo. Cuando el sacerdote lo convenció, miró con aire triunfal al rabino y con una mirada de indiferencia se retiró. Dos años después su cuñada le dijo a Pedro que Juan había muerto en un pleito de cantina por un partido de Futbol ya que era el único seguidor del América en ese antro.
A Sergio, el otro donador, a veces me lo encuentro por las calles como una sombra escuálida y sucia que aparece y desaparece como un fantasma. Mi alma se acongoja y se llena de tristeza al imaginar a Sergio, otrora un hombre exitoso, entre la basura y la inmundicia alucinando con el diablo.
Pedro Kuri ya se jubiló de la institución en la que trabajaba. Siempre recordaba los comentarios de Shaúl Abraham sobre la vida y la sangre cada vez que un testigo de Jehová no aceptaba una transfusión aun en peligro inminente de morir. Recordó que la sangre es vida y que no tiene fronteras ¡Lehaim!
Entendió que cuando Jesús en la última cena dijo que al compartir el vino, compartía su sangre. Simbólicamente compartía su vida y su templo ¡Lehaim!
Y en cuanto a mí, el Dr. Juárez…el narrador. Solo soy un invento del autor para poder comenzar y terminar este cuento:
¡Por la vida! ¡Fi sahitak!
Del libro Medicina basada en cuentos de Editorial Palabras y plumas.
Editora: Herlinda Dabbah
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