¿Qué significa esta palabra? Es el nombre de un pequeño pueblito en la zona oriental de Holanda. Ahí es donde el río Rin entra al país después de nacer entre los glaciares de Suiza y pasar por tantas ciudades y pueblitos de Alemania. En la Segunda Guerra Mundial, recuerdo que Wolfheze fue conocido por albergar un asilo del mismo nombre, donde se atendían discapacitados mentales.
Estalló el 17 de septiembre de 1944 una batalla feroz por el puente de Arnhem En esa ciudad nací en 1933 y pasé mi juventud feliz como una lombriz, perdiz o codorniz pero todo tuvo un desenlace atroz. ¿Qué pasó? Se le ocurrió al famoso mariscal de campo británico Bernard Montgomery, el héroe de El Alamein, conquistar el puente de Arnhem por sorpresa. En esa fecha, gloriosa por un lado y fatídica por otro debido al resultado trágico, a las tres de la tarde, desde un cielo azul y despejado, caían cientos de soldados aliados: ingleses, estadounidenses, canadienses, polacos, franceses – puros muchachos de 20 años – en paracaídas y también en gliders o sea, planeadores. Estos eran grandes receptáculos voladores, sin motor, hechos de tablas de madera y jalados por Dacotas poderosas, que llevaban a los guerreros armados hasta los dientes para abandonarlos al legar al punto de destino, justamente en el pueblito de Wolfheze.
El ejército principal de los aliados liberadores, que había desembarcado en Normandía, Francia, cuatro meses antes, o sea el 6 de junio de 1944, es decir, el inolvidable D-Day (el Día de la Desembarco), avanzaba demasiado lento, en opinión del mariscal británico, quien dijo: Vamos a lanzar nuestra operación Market Garden, literalmente Jardín del Mercado – nombre romántico, que recuerda un poco los campos de flores de Holanda, país que sigue siendo el mayor exportador de flores del mundo – ya que así nuestras tropas principales que todavía están en Francia, Bélgica y el Sur de Holanda, llegarán a Arnhem en unos cuantos días. Tomaremos el puente que nuestras tropas aéreas avanzadas habrán conquistado y luego, con tambores batientes, entramos en territorio enemigo para poner fin a la más sangrienta conflagración bélica de todos los tiempos. Aplauso.
Cada día, a las cuatro de la tarde (parece un poema de Federico García Lorca sobre una corrida de toros) fueron vomitados desde los aviones soldados y armas. El espectáculo caleidoscópico cortaba la respiración de la población que gritaban de euforia y expenctación. Los paracaídas tenían varios colores para distinguir entre militares, amuniciones, armas ligeras, medicinas, etc. Todo este teatro se desarrollaba contra un cielo azul. La gente ya había sacado las banderas nacionales. La algarabía era desbordante.
La idea fue grandiosa, bien intencionada, pero el departamento de logística e inteligencia de los ingleses falló en algunos detalles. El general norteamericano Patton que regenteaba las tropas principales, se encontraba a sólo trescientos kilómetros al sur. Confiaba en su amigo británico y envió sus pesados tanques y artillería mortífera rumbo al puente. A “Bridge too far” – un puente demasiado lejos – fue el nombre de uno de tantos libros dedicados al mayor fracaso de los aliados. No sólo quedaron los tanques trabados en los arcillosos caminos holandeses sino que, al tercer día, el 19 de septiembre de aquel año, los alemanes habían desplazado al lugar de conflicto el 44 Panzergruppe Hohenstaufen: el 44 Grupo de Tanques Hohenstaufen, que tranquilamente habían vacacionado en el Oeste del país. Tenía yo 11 años. Una vez más, ese fatal tercer día, varias docenas de tremendos tanques escupían sus mortíferos proyectiles que explotaban en el aire. Una esquirla de metal candente era suficiente para desgarrar la tela sedosa de un paracaídas de cuya vida dependía la vida de un hombre. Era como tirar a figuras de palomas en la feria. Los habitantes de la Ciudad de Arnhem se desmayaban de horror y lloraban a gritos ante el espectáculo. Casi todos los soldados que bajan del cielo ese día, perdieron la vida sin ni siquiera poder usar sus rifles.
Entretanto, los soldados restantes, a tierra, luchaban de casa en casa, metro por metro para sobrevivir. Día tras día, noche tras noche. Las familias que vivían en la parte baja de la ciudad, junto a las riberas del Río Rin fueron obligados a salir de sus casas o por pura necesidad de salvarse el pellejo – ¡qué buen término! – huían a como daba lugar a las partes más altas. Mi padre, madre y yo, dormíamos con una familia que había pedido alojamiento, muertos de hambre y miedo, durante las noches, en el sótano de nuestra casa. Cada casa tenía – y todavía tiene – un subterráneo para guardar los alimentos conservados en botellas para tener algo que comer durante lo crudos inviernos.
En muchas regiones de Holanda hay cementerios, recuerdos tristes de la guerra, que cuidan ciudadanos con gran esmero y aún en invierno, cada tumba luce un ramo de flores, como imborrable recuerdo de los liberadores.
Después de una semana de haber conquistado el puente y aguantado sin esperanzas la llegada de las tropas principales, los paracaidistas restantes por abandono total, tuvieron que huir, pero ¿adónde? El río Rin era demasiado profundo y toda la región era todavía territorio enemigo. El fin fue fatal. Dispersado, cada grupo de soldados buscaba una salida imposible.
En este momento el lector cierra el libro cuestionando: ¿Qué tiene que ver todo esto con tu libro llamado “Homo Ridens”, Cuentos cortos para leer bajo la regadera”, ante un recuerdo tan triste y trágica de la Segunda Guerra Mundial?
Tal vez sirvan los siguientes párrafos finales como “media explicación”.
Muchos soldados de los aliados se alojaron en las zonas boscosas de la región, enfrentándose, sobre todo, en las noches, a los enemigos alemanes que los buscaban. Hasta se oía, durante una noche, un combate de tanques, entre alemanes y aliados. Horas y horas de rugidos y disparos. Recuerde el lector que la vida de un tanquista en horas de combate, en aquellas épocas, no era más de tres minutos, según los datos “estadísticos”.
En los bosques alrededor del asilo de Wolfheze, durante varias noches, pelearon los ingleses contra los alemanes entre árboles humeantes, arbustos recortados, ruinas de vehículos encendidos, cañones que escupían sus proyectiles, guerreros heridos, cadáveres, gritos, y luego las figuras fantasmagóricas de pacientes, que por la ausencia de personal de atención, habían escapado de sus recámaras, vagando por la oscuridad, en sus largos trajes blancos de noche, gritando, llorando con desenfreno o riéndose enloquecidos, con largas carcajadas y bailando frenéticamente con los brazos extendidos al cielo.
Este escenario dantesco, de vez en cuando, ha sido el fondo de las reflexiones que me quieren invadir de noche. En mi fantasía, el recuerdo ha estado acompañado por una música incomprensible: el sonido chirriante de mi sonrisa de idiota.
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