14 de marzo 2011
JORGE MARIRRODRIGA
Una de las cosas que más sorprendió a este periodista cuando por primera vez tuvo que hacer una cobertura en Israel es que las víctimas de los atentados tenían un nombre y una historia que contar. Que detrás de esa media docena de palabras con las que los periodistas despachábamos (y despachamos hoy en día) el macabro resultado de un atentado –“con el resultado de X muertos y X heridos”– había un universo entero del que no estábamos informando. Me impresionó especialmente el caso de una chica cuya vida era la danza y un buen día subió a un autobús para ir a clase. Tuvieron que amputarle las piernas. El autor del blog se disculpa con los lectores de fuera de España por la obviedad, pero tuvo que viajar a Israel para saber que las víctimas israelíes del terrorismo tienen nombre y rostro.
Dotar de nombre y rostro al protagonista de una información es el punto fundamental para que el público se ponga en el lugar de esa persona. Nadie se identifica con los números, ni con las vagas alusiones. Podemos decir que en el terremoto de Japón han muerto 10.000, 100.000 o un millón de personas. Pero si describimos la angustia de una madre, con nombre y rostro, buscando desesperada a sus hijos haremos llegar al público con mucha mayor precisión la magnitud de la tragedia.
Claro que hay dos peligros.
Uno es el quedarnos sólo en las historias personales privando al público del panorama global. Elevar lo particular a categoría general.
El otro se produce cuando hay un conflicto y es la deshumanización de una de las partes, como se hace sistemáticamente con Israel. Mientras el público recibe una oleada de elementos de identificación con una de las partes, madres llorando, gestos de desesperación de padres, ambulancias, niños en brazos… De la otra no recibe más que unas pocas cifras trufadas de adjetivos que, sibilinamente, nos indican que los muertos se merecen lo que les ha ocurrido. En un lado, por tanto, hay seres humanos con sentimientos con los que cualquiera se identifica y en el otro seres sin rostro.
La familia Fogel ha hecho públicas la fotos de las cinco personas asesinadas a puñaladas el pasado viernes. Cinco rostros entre ellos los de dos niños y un bebé. Viéndolos uno no puede evitar preguntarse qué pasa por la cabeza la cabeza del asesino mientras acuchilla a esas criaturas. Pero esa pregunta, y otras muchas, sólo surgen automáticamente viendo las fotos. En caso contrario esos seres humanos son “una familia de colonos”. Cuatro palabras teñidas de un matiz justificatorio y despectivo. Es triste, pero así somos los humanos.
Cuando Spielberg se lanzó a la carrera a realizar el Proyecto de Memoria Visual de la Shoah quiso precisamente poner rostro y voz al Holocausto, porque el rostro y la voz trasmiten cosas que van mucho más allá de las palabras escritas, las estadísticas y las explicaciones académicas. Uno de los mayores aciertos de los padres de Gilad Shalit ha sido difundir por todo el mundo su rostro. A los ojos del mundo Hamas ya no tiene capturado a un soldado, sino que ha secuestrado a un hijo.
Israel no debería esconder a sus víctimas porque, aún entendiendo el tratamiento que tiene la muerte en el judaísmo –y el que a muchos israelíes les de igual lo que piensen los demás–, no puede volver a permitir la deshumanización a los ojos del mundo de su gente. Luego dejaremos de ser humanos los demás. Si una vida es un universo no puede ser enterrada bajo cuatro palabras.
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