ESTHER CHARABATI
¿Es posible cambiar el mundo?
¿Es posible cambiar mis deseos?
¿Es posible conocerlos?
Durante siglos los seres humanos se dedicaron a conservar lo que habían heredado de las generaciones anteriores. Cada cambio en las técnicas o en las costumbres requería grandes esfuerzos de adaptación. Si el mundo había funcionado bien así, ¿por qué alterarlo? Era función de cada hombre y cada mujer vigilar y mantener el patrimonio.
Y de pronto irrumpe la era moderna enarbolando la bandera del cambio. Todo es mejorable. Y de ahí la avalancha del cambio que perdura hasta nuestros días. El dinamismo se convierte en el símbolo de una época que cree que todo cambio es bueno y que nos encaminamos hacia el happy end.
Creímos que el progreso sería la salvación de la humanidad y, aunque no negamos los beneficios recibidos, hoy se necesita mucha ingenuidad para alabar el progreso compulsivo que estamos viviendo en todos los campos: las relaciones de pareja tienen que modernizarse, los maestros son obsoletos pues pueden ser sustituidos por computadoras; los políticos han sido desbancados por los tecnócratas y los libros, esas piezas de museo, por el hipertexto; hoy los objetos no se heredan, se desechan. El peor insulto que se le puede dirigir a alguien es el de ser anticuado, pasado de moda o conservador.
El dinamismo es el signo del éxito, entre otras cosas, porque está basado en la razón. Ésta es el antibiótico para todos los males del pasado. Tomemos un ejemplo: “En esa comunidad la autoridad de los padres es tan fuerte que los hijos están maniatados. Hay que liberarlos, mostrarles sus derechos y animarlos a que se subleven o abandonen la comunidad”. Es la razón del individualismo y es difícil oponerse a ella, ¿pero cuál es el costo? ¿Qué pasa con el respeto a los padres, con la solidaridad, con el sentimiento de pertenencia? ¿Quién nos garantiza que el que huye no se convierte, por ejemplo, en un marginado, en un extraviado? El cambio sin reflexión y sin control difícilmente es sinónimo de mejoría.
Por otro lado, la idea de que todo puede ser cambiado, de que es provisional, nos remite a la certeza de que nada es valioso. Esto es bueno mientras aparece algo mejor. Y ese sentimiento de contingencia acaba con todos nuestros principios, pues los vuelve relativos. Ya no tengo referentes para mi comportamiento, pues tal vez eso que antes se consideraba inadecuado, hoy ya sea correcto.
Claro, es difícil hoy defender la inmovilidad y la inercia pero, como afirma atinadamente Finkielkraut, antes los hombres tenían miedo de la naturaleza, mientras que hoy tienen miedo de sí mismos, de los daños que ellos puedan infligir a la naturaleza. Hoy en todos los países se hace hincapié en la educación, porque hay que enseñar a los hombres a defenderse de sus propias tendencias. No podemos comulgar con los conservadores y tradicionalistas, que aman demasiado a su mundo como para permitir el cambio, pero tampoco nos regocija encontrarnos en un mundo eternamente inconforme consigo mismo, sin autoestima, que considera cualquier modificación como un avance.
Hemos pagado un precio muy alto por creer en esa falacia.
La máxima que hace cuatro siglos se planteaba Descartes: “Cambiar mis deseos antes que cambiar el orden del mundo” será el tema del Café Filosófico del lunes 28 de marzo, conducido por una gran amiga de Enlace Judío, Esther Charabati.
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