ZUMA PRESS
El viaje del presidente Barack Obama a Brasil, Chile y El Salvador esta semana, mientras la guerra se intensifica en Libia, ha sido duramente criticado como prueba de un peligroso desinterés por un mundo que necesita del liderazgo estadounidense.
Sin embargo, hay razones para ir al menos a Brasil. Posiblemente, las escalas en Santiago y San Salvador se podrían haber postergado. Chile ya es un aliado estable y la parada en El Salvador para decir obviedades sobre la seguridad hemisférica mientras América Central se incendia en las llamas del narcotráfico sólo sirve para poner de manifiesto la esterilidad de la guerra de Estados Unidos contra las drogas.
Por otro lado, ir a Brasilia el sábado para reunirse con la presidente Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores, fue importante.
Por desgracia, Obama desacreditó su viaje incluso antes de subirse al avión al presentarlo como una misión comercial para crear empleos e impulsar la economía estadounidense. Si eso es lo que buscaba, habría sido mejor que se quedara en casa y presionara al Congreso para que deje sin efecto el arancel de 54 centavos por galón que se aplica al etanol brasileño de caña de azúcar y para que ponga fin a todos los subsidios estadounidenses al algodón, que fueron declarados ilegales por la Organización Mundial del Comercio tras una acusación presentada por Brasil. También podría haber enviado los acuerdos de libre comercio con Colombia y Panamá al otro extremo de la avenida Pensilvana, donde habrían sido fácilmente ratificados.
Digamos las cosas como son: la reputación de Obama como un proteccionista lo precede. Si él cree que no es así, entonces nuestro presidente, que es un excelente orador, no tiene un buen oído.
En cuanto a las buenas razones para hacer este viaje, considere los intereses geopolíticos compartidos entre Estados Unidos y la mayor democracia de América Latina. Aunque el ex presidente Lula da Silva, también del Partido de los Trabajadores, no hizo durante sus ocho años de gestión prácticamente nada para liberalizar una economía que, en su mayor parte no es libre, se las ingenió para respetar las reformas al funcionamiento del banco central de su predecesor, Fernando Henrique Cardoso. Como resultado, luego de décadas de caos inflacionario causado por el financiamiento del banco central a los déficit del gobierno, Brasil ha mejorado ampliamente la estabilidad de los precios durante más de una década. Terminar el ciclo de repetidas devaluaciones ha permitido la formación de una clase media sustancial y ha dado forma a una nación que crecientemente quiere ser parte de una economía moderna y globalizada.
Millones de brasileños que salen de la pobreza es algo para celebrar. Pero lo que es más problemático es cuando el liderazgo de un ex gigante dormido aislado anuncia que busca alianzas con tiranos. Eso fue lo que ocurrió mientras Lula estuvo en el gobierno.
Lula tenía una debilidad por los matones. Dadas sus raíces en el movimiento sindical de izquierda, su debilidad por el dictador cubano Fidel Castro era comprensible. Pero su decisión de servir como relacionador público del presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad en el escenario mundial no lo fue. Afortunadamente, no sirvió de mucho. Por otro lado, su apoyo a Hugo Chávez, que es antidemocrático en el frente interno y apoya a los terroristas colombianos más allá de sus fronteras, perjudicó los esfuerzos multilaterales para contener la amenaza venezolana.
Ahora, Rousseff quiere dar forma a una nueva política exterior que, aunque lejos de alinearse con Estados Unidos, sería menos propensa a buscar activamente alianzas con dictadores y líderes autoritarios. Estados Unidos debe apoyar tal esfuerzo. En la lucha por la estabilidad hemisférica, Brasil es un actor crucial.
Como presidente se esperaba que Rousseff, que fue alguna integró un grupo guerrillero marxista, se inclinara más por la izquierda ideológica que su predecesor y que fuera igual de peligrosamente populista. Pero hasta ahora ha optado por el pragmatismo. Mientras que al carismático Lula le gustaba ser el centro de la atención, ella mantiene un perfil bajo. Cuando habla, es seria y comedida. Lula se quejaba en voz alta de las críticas y quiso reducir la libertad de prensa. Rousseff rechazó la idea.
Hay una vieja tradición brasileña de reservar el ministerio de Relaciones Exteriores a la izquierda más excéntrica. Eso y la vieja ambición brasileña de derrotar la hegemonía estadounidense en la región es una manera de explicar el respaldo a los déspotas bajo el gobierno de Lula. Brasil también tiene valiosos contratos comerciales con Venezuela. Rousseff parece haber decidido que la estrategia de Lula era contraproducente, especialmente para el objetivo brasileño de obtener un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas.
Poco después de ganar la segunda vuelta de las elecciones el pasado 31 de octubre, Rousseff comenzó a criticar la situación de los derechos humanos en Irán y Cuba, algo que Lula nunca tuvo el coraje de hacer. Otra señal importante, aunque sutil, es la forma en que la presidenta parece estar distanciándose de Chávez y sus secuaces.
Si Brasil busca un acercamiento con Estados Unidos, es un acontecimiento positivo para todo el hemisferio. Como aliado en asuntos fundamentales, como la oposición a la tortura en las cárceles cubanas, Brasil podría ser parte de una largamente esperada ofensiva regional para denunciar los abusos a los derechos humanos. También podría ser útil el próximo año cuando Venezuela realice sus elecciones presidenciales. Chávez ha dicho que incluso si pierde, no abandonará su cargo y el comandante del ejército lo apoyó.
Esto podría generar una situación no diferente a la que atraviesa Libia hoy. Sería útil si Estados Unidos y Brasil están enviando el mismo mensaje.
Es lamentable que el comandante en jefe que estaba comenzando una guerra, no haya tenido el buen criterio de volver a casa luego de la reunión en Brasilia.
O’Grady@wsj.com
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