GUSTAVO PEREDNIK
Sacudidos, los racistas humanitarios comprueban que no era cierto que los árabes no se merecían democracia, ni que estaban privados de ella en el marco de una respetable diversidad cultural, ni que nadie tiene derecho de juzgar desde afuera, ni que la democracia y la autocracia son sistemas paralelos e igualmente defendibles. No era cierto, descubren.
Mientras los árabes despiertan cibernéticamente al mundo moderno debido a la globalización, el Internet, y el Facebook, los Castro, Chávez y Erdogán (tres recipiendarios del prestigioso «Premio Muamar Gadafi a los Derechos Humanos») deben justificar cómo el veterano líder que los honró masacra a su pueblo inerme en las calles de Bengazi.
No sólo ellos. Los «progres» por doquier acaso reparen en que el problema del Oriente Medio no es el judío de los países, y en que el antisionismo, como venimos señalando, siempre fue un dique contra el progreso, para cuya construcción aquellos se asociaron a las fuerzas más retrógradas.
Una de éstas, tarde o temprano, iba a mostrarlo en el momento en que volviera a echar la culpa de todo al acusado de siempre. Le tocó hacerlo al presidente del Yemen, Alí Abdalá Saleh, quien un mes después de que estallaran los tumultos en su país declaró (1-3-11) que la agitación que se esparce «desde Túnez hasta el sultanato de Omán, es una tempestad orquestada desde Tel Aviv». Ahora faltaría confirmar que la democracia no es sino un ardid judío para dominar a los pueblos libres.
Cuando comenzó la agitación democratizadora, tres dictadores coincidieron al dirigir sus reacciones hacia Israel. Para Bashir Assad, Fidel Castro y el propio Muamar Gadafi (que aún era inconsciente de la proximidad de su turno) el dique volvió a funcionar como estilo explicativo.
Pero cada vez se nota más que la explicación miente. La tempestad a la que aludió Saleh ya no puede ser explicada con la habitual soltura de antaño, sino que resulta precisamente de que él y sus pares hayan oprimido a sus naciones durante más de tres décadas. Saleh aclaró que, curiosamente, tampoco él dejará por propia voluntad el poder ni las riquezas que lo aquejan porque, aclaró, «Yemen no es ni Túnez ni Egipto, y el pueblo yemenita es diferente”. Lo mismo decía Gadafi de los libios.
En qué serán diferentes, deberán preguntarse los «progres». ¿Serán pueblos inmaduros, que no merecen decidir sus destinos?
Prevemos cómo se expedirán dentro de poco tiempo: que ellos siempre habían anunciado la inminente caída de las dictaduras árabes, como en su momento anunciaron las del bloque soviético. Menos la de Siria, añadamos, a la que por ahora siguen reivindicando, y cuya caída pronosticarán con precisión sólo cuando se derrumbe el régimen alawita que se impuso en Damasco. Seguirán siendo especialistas en predecir el pasado.
También aquí en Israel se cuecen habas antisionistas. El parlamentario árabe-israelí Ahmed Tibi (25-2-11), quien hace un año visitó y elogió profusamente a Gadafi, ahora asegura haber sido siempre muy crítico de las dictaduras.
A los criptodrinos se les escapa la patológica enormidad de su embate contra Israel, y su delirante desconexión de la realidad, que abarca también a la izquierda israelí. Ésta representa a un pequeño porcentual del pueblo israelí, notablemente la parte más aceptada por Europa y por Vargas Llosa, y tiene como portavoz periodístico al diario «Ha’aretz».
Desde sus páginas, uno de sus editorialistas más conocidos, el periodista Aluf Benn, ha publicado (30-1-11) una frase digna de otro planeta: «No hay certeza de que las masas egipcias o tunecinas estarían dispuestas a continuar bajo opresión, aun si Israel congelara la construcción en la ciudad de Ariel». Apelo a algún lector sagaz que me ayude a entenderla.
Hasta que lo consiga, deduzco que, según Benn, aún en el caso en que Israel suspendiera la construcción de viviendas en los territorios que administra desde la guerra defensiva de 1967, aún en ese caso, puede ser que las masas árabes no quieran seguir siendo sojuzgadas. O, en otras palabras, aún en el caso en que no hubiera habido rumores contra Josef K., no podríamos estar seguros de que no vinieran a detenerlo esa mañana…
El redireccionamiento de la energía
Los Ministros de Exteriores europeos se reunieron en Bruselas (21-2-11) mientras centenares de ciudadanos libios desarmados eran acribillados por uno de los peores déspotas de la post-guerra. Discurseando entre vanas condenas y diversas promesas de enviar ayuda a África del Norte, el Secretario de la Unión Europea, William Hague, anunció que «ésta es una prueba histórica para la Unión Europea. Si tenemos éxito en traer democracia al Oriente Medio, será un gran logro».
Aunque su conclusión no peca solamente de tardía, cabe celebrar que un dirigente oficial de Europa llegue a ella inequívocamente. Pero «tener éxito en traer democracia» no es un laberinto. Por el contrario, se trata de un procedimiento bastante simple, que consiste en distanciarse de los dictadores que vienen sofocando a los árabes durante casi un siglo, y en no permitir que se culpe a ya se sabe quién de todas las desdichas de la región.
Ahora hay un distanciamiento, sí, pero sólo de los que pierden su batalla. No de los que se mantienen exitosamente aferrados a sus tronos ante los que Occidente se inclina, el presidente Obama de modo literal (1-4-09) cuando reverenció al rey saudí.
Del mentado cónclave en Bruselas trascendió que los detalles de «la nueva sociedad entre Europa y el mundo árabe serán revelados en los próximos meses», y cabe esperar que hasta entonces queden suficientes ciudadanos árabes para gozar del asesoramiento del Viejo Continente. Así parece haberlo entendido el canciller finés, Alexander Stubb, cuando admitió que «sería hipócrita por parte de los europeos que sancionaron el mes pasado a Belarús por abusos a los derechos humanos, no sancionar a Libia con 300 personas asesinadas».
Como ejemplo de esa hipocresía, paralelamente estaba deliberando el Consejo de Seguridad de la ONU, quien señaló el peligro de… los asentamientos israelíes. Durante estas deliberaciones Europa se unió para condenar al país hebreo. Aún no reparaban en el sismo del mundo árabe, y continuaban rutinariamente apegados a su ritual.
Hemos sostenido que las sociedades despóticas generan una energía social negativa que, ante la imposibilidad de volverse contra la dictadura que las oprime, se descarga eventualmente contra el afuera. Por ello están permanentemente en guerra o al borde de ella, y el judío de los países les sirve de enemigo externo perfecto.
Si el mundo árabe se democratiza, esa energía será redireccionada: ya no se dedicará a destruir lo ajeno, sino a construir lo propio. En ese sentido, fue un detalle revelador que los manifestantes árabes decidieran limpiar ellos mismos los desechos que quedaron de su accionar. La plaza cairota Tahrir pasaba a mostrar que en el albor de esta nueva era los pueblos árabes quieren asumir sus propias responsabilidades, dejar de culpar al exterior por sus lacras, y reconstruirse en relativa limpieza. Desde Egipto, el Senador John McCain vislumbró (27-2-11) que ello también llevará a la paz con Israel.
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