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jueves 14 de noviembre de 2024

¿Quién manda en el mundo?

MARIANO GRONDONA

Corría el año 1931, un año negro para el mundo que ya estaba sufriendo la inmensa crisis económica de los años treinta y que padecía la ofensiva ideológica antidemocrática del comunismo en Rusia, el fascismo en Italia y el en Alemania, mientras los golpes militares se multiplicaban en América Latina.

Fue en 1931, precisamente, cuando el filósofo español José Ortega y Gasset publicó la primera edición de uno de sus libros más importantes, “La rebelión de las masas”, uno de cuyos capítulos principales llevaba por título esta acuciante pregunta: “¿Quién manda en el mundo?” La economía capitalista zozobraba, las democracias occidentales retrocedían y los extremismos de izquierda y de derecha avanzaban. El mundo atravesaba un peligroso vacío de poder. Pero la cuestión del poder es decisiva, señalaba Ortega, porque si no se sabe quién manda, “todo lo demás marcha impura y torpemente”.

Ya sabemos lo que vino después: la trágica guerra civil española, la Segunda Guerra Mundial, el derrumbe de Hitler y Mussolini, Hiroshima, Nagasaki y el triunfo de los Estados Unidos y la Unión Soviética que desembocaría en el mundo “bipolar” de la Guerra Fría hasta que el propio comunismo, el último de los imperios totalitarios que estaban en su apogeo hacia los años treinta, sucumbió en 1989 con la caída del Muro de Berlín.

Después de una traumática secuencia de sesenta años, ¿había triunfado al fin la democracia? Cundió, por lo pronto, el optimismo. Fue al comenzar los años noventa que el norteamericano Francis Fukuyama publicó su famosa obra “El fin de la historia”. Si por “historia” se entiende la lucha sin cuartel entre opuestas concepciones del mundo, sostenía Fukuyama, entonces la historia ha culminado con la victoria final de la democracia sobre todos sus agresores.

¿Había nacido en verdad un nuevo orden mundial, bajo el signo de la democracia? Hoy, a veinte años de la tesis de Fukuyama, es lícito dudarlo. Si bien no hemos padecido lo que muchos pronosticaban, una tercera guerra mundial “caliente” en vez de fría, une serie incesante de guerras locales en Corea, Vietnam, Irak y Afganistán nos ha acompañado desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial hasta hoy, a la cual se han sumado primero las explosiones terroristas de las Torres Gemelas al comenzar los años dos mil y, ya últimamente, los levantamientos populares contra los regímenes árabes autoritarios, desde Túnez y Egipto hasta la agonía que el pueblo libio está sufriendo por haber cometido la osadía de reclamar la libertad contra el dictador Muamar Gadafi, quien no ha vacilado en ametrallarlo desde el aire.

¿Es éste el nuevo “orden mundial” que había presentido Fukuyama? ¿O estamos, más bien, ante un nuevo “desorden mundial”? El triunfo de la democracia que anunciaba Fukuyama parecía coincidir con el advenimiento de un mundo ya no “bipolar” sino “unipolar”, a cargo de los Estados Unidos. Después de las Torres Gemelas, sin embargo, el presidente Bush declaró la guerra total al terrorismo. Hoy está claro que su error fue creer que, porque gozaba de un monopolio militar incontrastable, su país podría manejarse cual si fuera un imperio. El error de Bush consistió en una simplificación porque, “unipolar” en lo militar -en realidad, sólo en lo nuclear- el mundo que rodeaba a los Estados Unidos era “multipolar” en lo económico y en lo político, ya que otras potencias emergentes como Brasil, Rusia, India y China -las célebres “Bric”- multiplicaban su influencia al lado de la vasta Unión Europea y del ahora trágico Japón.

Se llama habitualmente “hard power” al “poder duro” que proviene de las armas, en tanto que recibe el nombre de “soft power”, “poder suave”, al que proviene de la economía y la diplomacia. Aleccionado por la cortedad de miras de su antecesor, que apostó obsesivamente al “hard power”, el presidente Obama ha ensayado, frente a la terrible crisis libia un despliegue de “soft power”, cimentando una alianza con otras potencias más decididas que él contra Khadafy, Francia y el Reino Unido, bajo el “paraguas” de las Naciones Unidas. Pero el “poder suave” de Obama, ¿no corre el riesgo de aparecer, a su vez, como una muestra de debilidad similar a la de otro de sus antecesores, el bondadoso pero irresoluto James Carter? En definitiva, ¿quién manda en el mundo? La pregunta crucial que Ortega formuló hace ochenta años, nos sigue acosando.
EL PAÍS

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