GUSTAVO PEREDNIK
En clausuras de congresos, puede ocurrir que la última presentación eclipse a todas las demás. No es habitual empero, que el eclipse abarque a toda la filosofía que la precedió, o por lo menos que así se lo haya propuesto el disertante.
Así ocurrió el 21 de octubre de 1966, con la última disertación en el Coloquio Internacional sobre Lenguajes Críticos y las Ciencias del Hombre de la Universidad Johns Hopkins. La presentación de cierre cuestionó lo expresado en el coloquio en su conjunto… y a todo el pensamiento occidental. Con esa conferencia nacía el postestructuralismo como corriente y la deconstrucción como método.
Su título fue: Estructura, Signo y Juego en el Discurso de las Humanidades; su expositor: Jacques Derrida, quien desde allí se catapultaba a la celebridad como profundo pensador e iconoclasta. Sus tres libros publicados al año siguiente, en los que delinea su método, confirmaron dicha reputación: De la gramatología, La voz y el fenómeno, y La escritura y la diferencia.
El estilo de Derrida es reconocible, en forma y en fondo.
En la forma, sus textos son densos e indirectos. Por ese motivo recibió numerosas críticas, e incluso motivó la protesta de varios filósofos cuando la Universidad de Cambridge le otorgó un premio en 1992. Se le reprochaba «su inadecuación a los estándares de claridad y de rigor».
En cuanto a su temática, Derrida se ubica entre los intelectuales de los cafés parisinos que lo cuestionaron todo, hasta que en mayo de 1968 sintieron que se producía la anunciada revolución y a partir de entonces mudaron su atención hacia los juegos de palabras y la esencia del lenguaje.
El aporte más importante de su teoría es la noción de deconstrucción, un tipo de pensamiento que empieza por criticar minuciosamente las palabras y los conceptos que hay detrás de ellas, y termina por identificar la incapacidad de la filosofía para establecerse en bases estables.
La tesis de Derrida es que en todas las estructuras filosóficas, políticas y éticas, se confiere poder arbitrariamente a ciertos centros, que no son naturales sino construcciones sociales, ergo pueden ser socavados por el análisis.
Para él, todo el pensamiento occidental funciona así: se forman pares de opuestos binarios en los que uno es el privilegiado; luego se margina al otro componente. Marginado uno, el otro deviene en un centro, que es el que provee el significado. Un centro es una esencia, una Presencia que garantiza la significación de un discurso. Como los centros intentan excluir, marginan a los otros.
Derrida (1930-2004) había nacido en Argelia en el seno de una familia sefardita. En 1941, fue expulsado de la escuela debido a que rebasaba la cuota para los judíos establecida por el gobierno de Vichy, una experiencia que le enseñaba, en carne propia, la omnipresencia de la dicotomía central/marginal.
En una ponencia presentada en el Coloquio de Intelectuales Judíos de Lengua Francesa, celebrado en París en diciembre de 1998, Derrida relató cómo en su infancia debió enfrentar a los judeófobos y, por el otro lado, sentía cierto exclusivismo en la comunidad judía: «Mientras creía que empezaba a comprender lo que podía querer decir vivir juntos, el niño del que hablo tuvo que romper entonces, de forma tanto irreflexiva como reflexiva, por los dos lados, con esos dos modos de pertenencia exclusivos, y en consecuencia excluyentes».
El primer centro que Derrida analiza es el habla, que ha marginado a la palabra escrita. Su libro De la Gramatología traza la historia de cómo, en Occidente, el habla siempre fue central y natural y, en contrapartida, la escritura fue marginal y artificial. La tradición occidental, desde Platón, es logocéntrica: favorece el habla. Muy judaicamente, Derrida emprende el rescate de la palabra escrita.
Y aquí aporta una novedad en cuanto al contraste entre lo judaico y lo helénico. En efecto, el vaivén entre dos divergentes asedios a la palabra, puede verse como una forma más de aquel contraste, para el que se ha presentado una amplia gama de matices.
Así, en la colección de ensayos de Matthew Arnold Cultura y Anarquía (1867) se ubica al helenismo y al hebraísmo como las dos grandes columnas de la civilización occidental. El primero provee del lente para ver las cosas como son; el segundo facilita ver lo que debería ser, según el anuncio de los profetas hebreos, con el énfasis en lo ético.
Tres décadas después, el poemario del iluminista Saúl Tchernijovsky se inspira en el cruce entre esas dos culturas para redactar sus versos más recordados: Frente a la estatua de Apolo (1899).
Lev Chestov, existencialista judeorruso, trabajó veinte años en su libro Atenas y Jerusalén (1937), en el que la historia de la filosofía occidental consiste en una batalla monumental entre razón y fe, Atenas y Jerusalén. Varios pensadores posteriores se dedicaron a dirimir la diferencia cultural primordial que separó, en la antigüedad, a griegos de judíos.
El noruego Jostein Gaarder, en El mundo de Sofía (1991), atribuye a una civilización hacer prevalecer el sentido de la vista, y a la otra, el del oído. Estos dos son los sentidos superiores, los que dan origen a las artes: las visuales uno, las auditivas, el otro. El énfasis en el oído por parte del hebraísmo se anuncia en la oración central del Shemá Israel (Oye, Israel), que genera una creación eminentemente literaria. Por su parte, el mundo griego se ha distinguido por la perfección de su obra escultórica y escénica.
La divergencia podría tener una raíz más profunda: mientras la vista capta en el espacio, la audición reside en el tiempo. Las dos mentadas culturas contrastarían ergo porque, mientras una construye el espacio, la otra es una especie de arquitectura en el tiempo. Así lo explica Moisés Hess en un apéndice de Roma y Jerusalén (1860): las civilizaciones indoeuropea y semítica se dedican respectivamente una al espacio y otra al tiempo, una al Ser y otra al Devenir.
El encuentro entre los dos mundos está representado por un texto: la Septuaginta, y epitomizado por un hombre: Filón de Alejandría, frecuentemente considerado el primer filósofo judío, sobre todo por quienes ven en la filosofía judía un fruto del helenismo, o más precisamente el corolario del primer gran contacto entre filosofía y judaísmo. Y este cruzamiento nos devuelve a Derrida.
Derrida analiza a Hermann Cohen
Nos hemos extendido en otro artículo. Su ensayo de 1915 Deutschtum und Judentum (Germanidad y judeidad) plantea que la simbiosis judeo-helenística ha nutrido a la germanidad, y por lo tanto, el judío resultaría ser alter ego del alemán, y dotaría a éste de raíces culturales. El mundo en camino a la perfección es el ideal del mesianismo judío, que Hermann Cohen veía consumarse a la sazón en Alemania, que constituiría a sus ojos la patria espiritual de todos los judíos.
En efecto, el texto de Cohen tuvo como objeto más práctico enarbolar la causa germana durante la Gran Guerra. Fue acabadamente refutado por grandes pensadores, principalmente Jacob Klatzkin y Guershom Scholem, a los que se agregó Martín Buber en la reivindicación del sionismo.
Jacques Derrida se sumó a la nómina de judíos modernos que cuestionaron el texto de Hermann Cohen, setenta años después, cuando en 1988 lo analizó en un coloquio en Jerusalén, limitándose al mentado ensayo germanófilo y obviando su creación posterior, más judaica.
Partiendo de la raíz helénica del cristianismo, Derrida se centra en concepto de logos. En éste ve el sello de la mancomunidad judeohelénica, ésta en la que Hermann Cohen reconoció el linaje alemán. Según Cohen, el cristianismo, y su descendiente más prístino, el protestantismo alemán, son derivados del judaísmo.
Derrida es uno de las interpretaciones ulteriores de Cohen, que aspiró a reemplazar a la filosofía occidental en su conjunto. En otra página nos hemos referido a quien estableció el puente entre Derrida y el posmodernismo: Jean-François Lyotard, quien escribió abundantemente sobre el rol del judío en la cultura occidental, al que considera «el Otro radical».
En general, muchas reacciones contra la filosofía durante el siglo XX se focalizaron en un desafío al lenguaje. Los conceptos en los que nos expresamos no alcanzan para reflejar la realidad, o no la reflejan fielmente. Dos de los primeros en personificar esas reacciones fueron judíos coetáneos, ambos influyentes en Derrida: el alemán Edmund Husserl (1859-1938) y el francés Henri Bergson (1859-1941).
El primero fundó la fenomenología, que describe las estructuras de la experiencia tal y como se presentan en la conciencia. Para explicar la experiencia no ha de recurrirse a otras disciplinas, como las ciencias naturales, ni tomar de ellas teorías, deducciones o suposiciones. Hay que analizar la experiencia como un fenómeno completo. La fenomenología fue el linaje filosófico de Derrida, quien halló en el tratado de Husserl El origen de la geometría un abordaje similar a otro tipo de realidad, la idealidad de la ciencia. (La traducción de ese libro al francés (1964) le valió a Derrida el premio Jean-Cavanillès de epistemología). Así como Husserl ubicó en el lenguaje las condiciones que hacen posibles los objetos ideales, Derrida hurgó en el lenguaje las condiciones que hacen posible la literatura.
La corriente de Bergson, por su parte, fue el irracionalismo. También él fue perseguido por judío en la Francia de Vichy, y en su sistema también puso el acento en el flujo vivaz de las experiencias; no en la razón y las formas rígidas que ésta impone a la imagen del mundo.
Para Bergson, la lógica misma es una influencia nefasta que debe superarse. Aun los cambios evolutivos de la naturaleza no deben ser entendidos de acuerdo con Darwin y su lenta y gris evolución cientificista, sino como una evolución «artística» llevada a cabo por impulsos creadores, a la manera de un artista que quiere fabricar características nuevas inexistentes. Así lo explica en su obra La evolución creadora (1907). La desgracia es que el hombre ha llegado a una etapa en la que el intelecto ha sobrepasado al instinto. Al eliminar el instinto del hombre, plantea Bergson, se elimina su libertad vital. La forma más elevada de instinto es la intuición, una especie de actividad mental que proporciona una verdad directamente acorde con el mundo. Mientras la intuición captaría la experiencia tal y como es, el intelecto deformaría la realidad.
Bergson influyó en pensadores judíos posteriores como Gilles Deleuze, quien en su libro Bergsonismo (1966) marcó el retorno del interés por el primero, y como Emanuel Levinas y, por vía de éste, en Jacques Derrida.
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