Una justicia dura con el poder

MARCOS AGUINIS

Resulta excepcional que al presidente de un país se le condene a siete años de cárcel más otros adicionales de libertad condicional por dos casos de violación y uno de acoso sexual. Las penas, cuando se aplican por estos delitos, suelen ser mucho menores, incluso en Israel, donde ha tenido lugar la sentencia. Pero ocurre que allí no todos los ciudadanos son iguales, porque las penas más duras se aplican a quienes ejercen responsabilidades públicas. La altura de un cargo es la altura de su responsabilidad. Mientras más elevado, más severo es el castigo. Por más que el ex presidente Moshé Katsav haya llorado e insistiera en su inocencia; por más que muchas personalidades comentasen que era un día de luto para la nación, no se cuestiona que se le haya juzgado y condenado de forma ejemplar.

En Israel, la justicia es una instancia sagrada, con una tradición de treinta siglos, por lo menos, desde la legendaria entrega de la Tablas de la Ley. La dispersión del pueblo judío no disminuyó la fuerza de ese apego a la ley, sino que fue reconstruida mediante tribunales rabínicos o los tribunales que se formaban con las personas más dignas de cada comunidad, por pequeña que fuese. La independencia del Estado de Israel reactivó el apego a esa llama del orden social, y desde el comienzo se puso la justicia por encima de los demás poderes republicanos. La nueva sede de la Corte Suprema en Jerusalén fue levantada sobre una colina más alta que la del Parlamento y todos los ministerios, para que esa sola referencia simbolice la fortaleza de su poder.

En ese país, no todos son santos, desde luego. Pero cuando alguno cruza la raya de la legalidad o comete un delito, no escapa al juicio ni a la correspondiente pena. Mucho más estricta -insisto- si esa persona tiene relieve en la sociedad u ocupa un cargo público. Por eso, digo que allí la justicia no es igual para todos: quienes más alto llegan, más alto precio tienen que pagar por su falta.

La condena al ex presidente Katsav no es la primera que se aplica a un funcionario de elevado nivel, sino que es más dura que con cualquier otro ciudadano, debido a la jerarquía que ostentó en el esquema institucional del país. Las instituciones deben respetarse a rajatabla.

La lista de personalidades castigadas con intransigencia por delitos que en otras partes del mundo sólo harían sonreír, no es muy larga, pero sí notable. Incluye nada menos que al primer ministro Itzhak Rabin. Fue obligado a renunciar a su primer mandato cuando se descubrió que su esposa Lea había violado la ley, al no declarar que había abierto una cuenta bancaria en los Estados Unidos para depositar sus ahorros cuando su marido era embajador. Los ahorros apenas rozaban los 20.000 dólares. Pero no fue perdonada ella ni lo fue su esposo. Cumplida la pena, Rabin pudo regresar a la política, avanzar con su vocación pacifista y, finalmente, cayó como un mártir por la locura de un fanático.

Más adelante, el hijo del primer ministro Ariel Sharon fue condenado a la cárcel por nueve meses debido a las irregularidades que se detectaron en el financiamiento de la campaña electoral de su padre, con la que estaba involucrado. No hubo intentos de presionar en su favor, porque eso hubiera agravado el caso. Allí, las presiones a la justicia, vengan de donde vengan, son excepcionales y terminan mal.
Otro ejemplo histórico fue el del ex presidente Ezer Weizman. Era una personalidad carismática y muy respetada. Pero le exigieron renunciar cuando salió a la luz que varios años antes, cuando se desempeñaba como ministro, había aceptado donaciones no declaradas de empresarios que, a su vez, fueron sancionados por sus respectivas infracciones. Estos ejemplos revelan que, en Israel, con la justicia no se juega. Se le podrían criticar varias cosas a sus gobiernos, pero no desconocer que el régimen legal es un ejemplo admirable.

El ex primer ministro Ehud Olmert, que había logrado significativos acercamientos con Abu Mazen, presidente de la Autoridad Nacional Palestina, se había desempeñado antes como alcalde de Jerusalén. Mientras se desempeñaba como exitoso primer ministro, llegó a la prensa el caso Holyland, un enorme proyecto inmobiliario de sus tiempos de alcalde, en el que trataron de filtrarse falsificaciones, abuso de confianza, comercio de influencias y otras yerbas. También se acusó a Olmert de haber favorecido a ciertos amigos cuando había sido ministro de Finanzas y privatizó el Bank Leumí. Olmert fue inculpado y al partido centrista Kadima, al que pertenece, se le produjo una significativa pérdida.

Al ex ministro de Transportes y viceprimer ministro Itzhak Mordejai también se le arruinó la carrera política. Sin demoras, fue obligado a dimitir por haber cometido acoso sexual a dos mujeres. En marzo de 2001, se le aplicó una sentencia de 18 meses de cárcel.

Otro ministro, el de Salud, también fue condenado a 18 meses de prisión y una multa de 80.000 shekels por aceptar sobornos y haber participado de un gravísimo crimen: intentar obstruir un proceso judicial. Shlomó Benizri ha quedado marcado para siempre por semejante transgresión.

El ex ministro de Finanzas Abraham Hirchson recibió una condena más intensa aún: cinco años de cárcel por maniobras que significaron el robo a un sindicato. No hubo protestas de ningún sindicalista ni de ningún trabajador, sino gratitud y unánimes elogios al rigor de la justicia.

Podrían señalarse otros pocos y relevantes casos, pero no son tan numerosos como los que se encuentran en la mayor parte del mundo. Allí se ha consolidado la certeza de que, tarde o temprano, los delincuentes -que los hay- pagan su infracción. Y si ocupan un cargo público, el castigo será mayor, sin duda ni lástima. Esto aceita el funcionamiento de la sociedad en su conjunto. Tiene un poderoso efecto disuasivo para quienes andan tentados de saltar la valla.

Tuve la ocasión de conocer a la presidente de la Corte Suprema de Justicia de Israel. Me refirió anécdotas sobre la judicatura en países latinoamericanos y europeos, de fuerte colorido. Había sido compañera de estudios primarios y secundarios de Daniel Barenboim, lo cual le suscitaba sincera curiosidad por la Argentina. En mis respuestas, me limité a los aspectos nobles y bellos de mi país, sin mezclar la política ni describir la situación de nuestra justicia. Además, seguro que no necesitaba de mi información para enterarse. Pero confieso que me tensionó dialogar con un emblema de la Justicia con mayúscula.

La Corte Suprema de Israel, como ya dije, ocupa uno de los lugares más altos de la ciudad, en un renovado monte Sinaí. A ella se dirigen todas las instancias que necesitan su final veredicto. Se sabe que los árabes, beduinos y drusos apelan a la Corte con gran confianza, pues han sido muchos los casos en que los judíos perdieron frente a los palestinos. Incluso uno de los miembros de ese tribunal superior es árabe: se trata del doctor Salim Joubran.

El ex presidente Moshé Katzav quiere llevar su caso a la Corte Suprema. Seguro que lo hará. Pero también es seguro que esa instancia no se apartará de la ecuanimidad que le ha dado tanto prestigio y funciona como el insomne guardián del correcto imperio de la ley.

LA NACION

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