De chico, Theo Haser era un miembro leal de la Juventud Hitleriana. Décadas después, sin embargo, atormentado por los horrores del Holocausto, se convirtió al judaísmo.
En sus años de juventud, creciendo entre la fiebre nacionalista de la Alemania nazi, Theo Haser idolatraba a Hitler.
Cada vez que el fuehrervisitaba su ciudad natal de Munich, Theo y su padre se aseguraban de llegar hasta el frente de la multitud para intentar tocar la mano del líder.
“Sé que si hubiese logrado darle la mano, probablemente no me la hubiese lavado durante meses”, comenta.
Setenta años después, en un intento por enfrentar su pasado nazi, Theo se convirtió a la religión de aquellos que sufrieron durante ese período.
“Quería ser parte de una comunidad, esto era algo que nunca había sentido en toda mi vida”, afirma. “No estaba escapándome de nada, estaba vinculándome a algo completamente nuevo”.
Theo pasó una niñez feliz en Alemania. Al lado de su hermana, que fue una líder juvenil, era un leal y entusiasta miembro de la Juventud Hitleriana.
Su padre ocupaba un puesto bastante alto dentro del Partido Nazi. “Hitler, en su opinión, era la octava maravilla del mundo”, recuerda Theo.
De joven, era completamente inconsciente de que la sociedad a la que pertenecía era cómplice del asesinato de millones de judíos.
“No se mencionaba nada que tuviera que ver con el Holocausto”, señala. “Era como si nunca hubiese sucedido”.
El genocidio que estaba ocurriendo, dice, no tuvo un efecto significativo sobre su familia o dentro de la comunidad en que vivía.
Carga de culpa
No fue sino hasta unos años más tarde que empezó a sentir la carga colectiva de la culpa alemana que persiguió a tantos en los años de la posguerra.
En los años 50, abandonó a Alemania para radicarse en Gran Bretaña donde tuvo una exitosa compañía de banquetes y donde, luego, conoció y se casó con su segunda esposa, Patricia.
Aunque no era judía, Patricia se crió dentro de una comunidad judía y había decidido convertirse a esa religión.
Antes de conocer a Patricia, Theo no tenía ningún amigo judío y, de una manera un tanto franca, reconoce que probablemente no hubiera querido conocer judíos.
“Yo me crié en un entorno antisemita y probablemente yo mismo tenía opiniones antisemitas, pero eso jamás fue tema de discusión”, admite. “Así que nunca tuve nada que ver con judíos”.
Todo eso cambió cuando lo invitaron a viajar a Israel con su esposa y un grupo de amigos judíos.
Durante la primera noche en Jerusalem, Theo experimentó dificultades con el sueño y caminó hasta la ventana de su habitación en el hotel para mirar por entre la cortina.
“Fue como si me hubiera caído un rayo”, expresó.
En frente de él estaba el lugar más sagrado para los judíos en Jerusalén, el Muro de los Lamentos. El domo de la mezquita arriba, brillaba en la oscuridad de la noche.
Observó como salía el sol por encima de domo, sentado allí paralizado durante seis o siete horas, mientras lo inundaban la memorias de las bellas historias del Viejo Testamento que escuchaba de cuando era monaguillo en Munich.
Fue un efecto emocional profundo y cuando regresaron al Reino Unido, supo exactamente lo que tenía que hacer.
Cuando Theo se acercó al rabino local para comentarle que quería convertirse, el religioso simplemente le contestó: “¿Por qué esperó tanto?”
La conversión fue un proceso de cuatro años, durante los cuales Theo tuvo que aprender hebreo y estudiar en detalle el tora.
Durante ese período, empezó a reconocer el horror de lo que sus compatriotas habían perpetrado contra los judíos.
“Siempre tengo este intenso sentimiento que simplemente no puedo entender lo que mi pueblo le hizo a los judíos. De verdad que me molesta”.
Antes de que la ceremonia de conversión tuviera lugar, tuvo un pedido inusual -quería recibir un mikveho baño ritual.
“Casi que necesitaba ahogarme en ese sitio, sentía que había tanto dentro de mí que necesitaba limpiar”, dice Theo.
Aún así, ni ese evento extremo fue suficiente para aplacar su conciencia.
Después de la ceremonia, Theo sintió una deseo intenso de fortalecer su sentido de pertenencia a la comunidad judía.
Decidió tener un Bar Mitzvah, una ceremonia de entrada a la mayoría de edad que normalmente es celebrada por niños al entrar en la adolescencia. Theo tenía 62 años.
Parado al frente de la sinagoga para leer del libro sagrado, desde el podio declaró: “Ahora soy un judío”.
Estaba haciendo alusión a cuando el entonces presidente de EE.UU., John F. Kennedy, llegó a Berlín y colocó sus manos sobre el muro que dividía la ciudad y dijo: “Ich bin ein Berliner”: Soy un berlinés.
“Esa fue una época poderosa. Yo quería algo similar”.
Desde su conversión, Theo ha estado viajando de sinagoga en sinagoga enseñando a niños y adultos sobre el Holocausto.
Cuando se dirige a la congregación, les pregunta: “¿Soy o no soy un judío?”
Cada vez recibe la misma respuesta: “No te preocupes Theo, tú eres uno de nosotros”.
“Eso”, afirma, “es todo lo que quiero oír”.
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