FERNANDO DIAZ VILLANUEVA
A principios de los 60, la Armada israelí era pequeña y estaba algo anticuada. Contaba con pocos buques, todos de la época del protectorado británico, que habían servido para entrenar a las primeras promociones de marinos de guerra y poco más. Una década después, se planteó su profunda renovación, para adaptarla al peculiar teatro bélico con el que los israelíes tienen que lidiar.
Los enemigos de Israel son pueblos de tierra adentro. Ni los egipcios, ni los jordanos ni los sirios ni, naturalmente, los palestinos brillan por sus aptitudes marineras, de modo que el almirantazgo israelí consideró que lo que la Marina nacional necesitaba en primer lugar eran barcos ligeros y ágiles que pudiesen atacar tanto blancos en la costa como en alta mar. Naves lanzamisiles, pues.
Por aquel entonces, Israel carecía de la tecnología y los astilleros necesarios para construirlos, de manera que los encargó en la ciudad de Bremen. Los alemanes atendieron su solicitud y les aconsejaron unas lanchas torpederas de última generación que, curiosamente, tenían como base los Schnellboot con que la Marina de guerra nazi había hundido decenas de barcos mercantes aliados durante la guerra mundial.
Dejando las rencillas históricas a un lado, alemanes e israelíes se dieron la mano y cerraron el acuerdo. Pero sucedió que, cuando la compra se anunció públicamente, la Liga Árabe elevó una agria protesta ante el Gobierno de Bonn. Adenauer, que estaba ya al final de su último mandato, no quiso líos ni dejar a su sucesor, Ludwig Erhard, semejante patata caliente en las manos, así que canceló el contrato de construcción; pero no el diseño de las lanchas, que ya era propiedad de la Marina Israelí.
Los hebreos no se achicaron ante las dificultades y contactaron con un astillero de Cherburgo (Francia), que se comprometió a construir las naves sobre los planos alemanes. La Liga Árabe volvió a protestar, pero a París le trajo sin cuidado.
Se fueron construyendo las lanchas y hasta se desplazó personal militar desde Israel, para que fuese familiarizándose con aquéllas y practicase en aguas francesas.
Entonces pasó algo con lo que ni los israelíes ni los franceses contaban. La Guerra de los Seis Días, con la fulgurante victoria hebrea sobre sus enemigos árabes. París dejó de ver a los israelíes como unos jóvenes idealistas, especialmente tras la operación relámpago que sus fuerzas especiales llevaron a cabo contra la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en el aeropuerto de Beirut. De Gaulle consideraba que el Líbano, aunque independiente, seguía siendo un feudo de su entera propiedad, y no le gustaba nada que los incontrolables judíos se paseasen por allí haciendo lo que les venía en gana sin siquiera pedir permiso.
El general decretó en 1968 un embargo armamentístico contra Israel. Las cinco lanchas lanzamisiles ya construidas fueron confiscadas y se quedaron paradas en el puerto de Cherburgo. La situación empeoraba por semanas. De Gaulle no quería dar su brazo a torcer, a pesar de las gestiones diplomáticas, mientras en Egipto Naser presentaba las nuevas torpederas que acababa de comprar a la Unión Soviética. Lo que las tropas israelíes habían ganado por tierra y aire podía echarse a perder en el mar si el Gobierno no recuperaba las lanchas secuestradas en Cherburgo. Tras estudiar varias posibilidades, la entonces primer ministro, Golda Meir, ordenó que se procediese al rescate; pero no por la fuerza, lo que constituiría un suicidio, sino mediante el engaño.
El artífice de la operación fue el contraalmirante Mordejai Limon, apodado por los marinos Mokka. El plan consistía en hacer creer a los franceses que desistían y que lo mejor era vender las lanchas a una empresa privada. Si picaban el anzuelo, esa misma empresa se encargaría de sacarlas de Cherburgo y conducirlas hasta el puerto de Haifa.
Sobre el papel, parecía muy sencillo; el problema era que esta vez no se medían con ineptos integrales como los militares egipcios y sirios, sino con la inteligencia francesa… y en la misma Francia.
Mokkase trasladó a Francia y allí, a la vista de todos, fingió que llevaba a cabo unas duras negociaciones con una compañía noruega llamada Starboat para colocarles el material. La empresa, montada por el Mossad, estaba inscrita, efectivamente, en el registro de Oslo, y supuestamente se dedicaba a prospecciones petrolíferas en el Mar del Norte. Nada de lo que sospechar. Una lancha lanzamisiles desartillada y adaptada puede servir para la exploración petrolera.
Consumado el primer engaño, se remató la venta en París con la autorización del ministro de Defensa. Starboat puso las lanchas bajo pabellón panameño y comenzó a sacarlas, de una en una, a realizar pequeños viajes por el Mar del Norte. La idea era hacer creer a las autoridades francesas que, aunque Starboat todavía no había adaptado las lanchas, estaba probando el material en alta mar para conocer las posibilidades que ofrecía.
Quedaba la parte más difícil: sacar los barcos de Cherburgo y llevarlos hasta Israel sin que los franceses lo advirtiesen. Tal vez salir fuese relativamente sencillo, pero hasta alcanzar la costa israelí había que recorrer 5.800 kilómetros por el Atlántico y el Mediterráneo sin más puertos de escala que el de Gibraltar y el de Malta, controlados por los británicos… que harían la vista gorda, aunque sólo fuese por fastidiar a los franceses. En esos dos puntos se tendrían que reabastecer los buques con cargueros reconvertidos en buques cisterna, que tendrían que navegar como lo primero, no como lo segundo, exponiéndose a que la operación se fuera al garete por una simple e inoportuna inspección.
La orden de partir se dio para la noche del 24 de diciembre de 1969 a las dos de la mañana. En plena Nochebuena, los servicios de inteligencia galos estarían bajo mínimos. La flota ganaría un tiempo muy valioso, que emplearía en alejarse de la costa y acercarse lo más posible a Gibraltar. Y así sucedió: los franceses no se enteraron de que se habían marchado las lanchas hasta doce horas después; y no precisamente por los agentes destacados en Cherburgo, sino porque lo dio la BBC en su noticiero de las dos de la tarde.
El ministro de Defensa, Michel Debré, montó en cólera y ordenó un ataque aéreo sobre la flotilla israelí. El jefe del Estado Mayor se negó en redondo y puso su cargo a disposición del Elíseo. Se trataba de barcos noruegos con bandera panameña y tripulación civil israelí navegando por aguas internacionales. Atacarlos sería como pisotear las normas más elementales del derecho internacional y, además, una inasumible masacre de civiles en alta mar. El primer ministro, Jacques Chaban-Delmas, revocó la orden de muy mala gana y se puso a buscar al culpable del estropicio. No paraba muy lejos de su despacho: se llamaba Mokka Limon y residía en París como agregado militar de la embajada israelí. Hechas las oportunas comprobaciones, el Gobierno ordenó su deportación inmediata por ser persona non grata para la República. Cuando, al día siguiente, la prensa preguntó a Chaban-Delmas por qué había deportado al militar hebreo, se limitó a responder con sorna: “No me gustan el té con limón ni el café de moka”.
La flotilla repostó en Gibraltar y cerca de la isla italiana de Lampedusa. Después de una semana de navegación, llegó al puerto de Haifa el 31 de diciembre, entre vítores de la multitud congregada en los muelles. Los cinco barcos fueron bautizados como Tormenta, Volcán, Espada, Lanza y Flecha, y pasaron en acto a formar parte de la Armada Israelí.
El llamado Proyecto Cherburgo marcó algo más que un leve repunte en el orgullo nacional judío. Supuso el fin de las relaciones militares entre Francia e Israel, muy fluidas hasta ese momento, y el inicio de la alianza Israel- Estados Unidos. A partir de ese momento, Washington se erigió en socio preferente de Jerusalén en materia de armamento. Y lo sigue siendo. Todo por un embargo y cinco barcos que, con ingenio y grandes dosis de coraje, los israelíes arrebataron a Francia en sus mismas narices.
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