JACINTO ANTÓN
Ser la sobrina nieta de Heinrich Himmler, el jefe de las SS y la Gestapo, marca. Hasta el punto de tener que hurgar en los secretos familiares y contarlo en un libro. Katrin Himmler lo ha hecho. Descubrió que su familia apoyó y se benefició de la posición del monstruo nazi.
“Todos podemos hacer el mal. Creer que lo llevas en la sangre es lo que hacían los nazis”
Me pregunto qué aspecto y carácter tendrá la sobrina nieta del reichsführer SS. Katrin Himmler (1967) es nieta de Ernst Himmler, Ernstie, el “peque”, el hermano menor de Heinrich. Tenían otro hermano, el mayor, Gebhard. Estaban muy unidos fraternalmente, pero también en las SS. Sobre los tres ha escrito Katrin Himmler, a partir de documentación inédita, oficial y privada, un libro apasionante y revelador, Los hermanos Himmler, biografía de una familia alemana, que acaba de aparecer en España (Libros del Silencio, 2011). Nada más lejos de la complacencia o la justificación que ese libro: la obra pasa cuentas, rompe tabúes y dinamita desde dentro el mito familiar de que los parientes ignoraban las actividades criminales de Heinrich.
Katrin Himmler, licenciada en Ciencias Políticas, está casada con un judío israelí descendiente de supervivientes del gueto de Varsovia, viaja frecuentemente a Israel -debe de ser cosa de verse cuando cruza el control de pasaportes- y su actitud ante el Holocausto y su célebre pariente, al contrario que la de algún otro miembro de la familia, no tiene la más mínima fisura. Ella no duda en calificar a su tío abuelo y padrino de su padre de “asesino del siglo”. La autora me ha citado por la mañana en un pequeño café cerca de su casa en el tranquilo y modesto barrio berlinés de Wedding, en Mitte. Es difícil conciliar la pacífica y amable imagen de esta Alemania con la que ofrece, por ejemplo, la visita al Memorial del asesinato de los judíos de Europa con sus 2.711 estelas de doloroso gris y su subterráneo vía crucis de recuerdos y atrocidades.
Cuando entro en el café Auszeit -intentando no hacer perversas asociaciones con la sonoridad del nombre-, Katrin Himmler ya ha llegado. Tiene un aspecto juvenil, cercano y definitivamente agradable. Posee hermosos ojos azul grisáceo. Sonríe. Tomamos asiento junto a la ventana en el local prácticamente vacío y los dos pedimos té. Paradójicamente, ya que es lo que me ha traído hasta aquí, me cuesta empezar a hablar de Himmler, como si no quisiera que esa negra alimaña del pasado se entrometiera en este bonito día entre esta interesante mujer y yo.
“Desde muy joven, mis padres me hicieron leer libros sobre los nazis y sus crímenes, así que me identificaba con las víctimas y me avergonzaba de mi apellido, sintiéndome culpable de una forma difusa”, dice Katrin Himmler. “Sin embargo, aunque me interesaba mucho la historia de Alemania, nunca me había puesto a intentar conocer la de mi propia familia”.
El impulso inicial de la investigación que condujo al libro se lo dio a la autora su padre -ahora piensa que de una manera mucho más premeditada de lo que ella creía- al pedirle en 1997 que investigara la existencia de unos expedientes sobre su abuelo en archivos abiertos tras la reunificación. Al examinar los documentos, descubrió que la información que contenían no correspondía en absoluto con la que circulaba en la familia. Según los relatos familiares, el único politizado de los hermanos era Heinrich, la oveja negra (!), lo que libraba de responsabilidad a los otros dos, enfrascados aparentemente durante el nazismo y la guerra en asuntos técnicos y académicos. Era como si la gran culpa del mediano los exonerara.
“Los documentos que encontré probaban, sin embargo, que mi abuelo y Gebhard fueron también miembros tempranos del partido ¡y de las SS!, nazis entusiastas y cómplices de Heinrich Himmler -incluso parece que en algún proyecto científico secreto de cariz tecnológico-, que los recompensó largamente por sus servicios”.
Enterarte de que tu abuelo fue de las SS debe de ser un trance, aventuro. “¡En casa jamás se había dicho nada de eso, imagínate!”. Ernst Himmler alcanzó el rango desturmbannführer SS, comandante, y Gebhard, el de standartenführer SS, coronel. Heinrich se reservaba el modesto rango único de reichsführer SS, jefe supremo. Como para dejarte caer por la sobremesa familiar cuando estaban los tres hermanos reunidos y hacer una broma sobre el Mein kampf.
Posteriormente, la investigadora halló otros perturbadores testimonios conservados en casa de sus padres. Sus abuelos, por ejemplo, dispusieron de una casa bonita requisada a unos polacos y de una muchacha ucrania trabajadora forzada. En el más puro estilo SS, el abuelo Ernst le dio a su mujer al final de la guerra cápsulas de veneno por si ella y los niños caían en manos de los rusos.
En su libro, Katrin Himmler muestra ampliamente y sin ambages que toda la familia simpatizó con el régimen, que padres y hermanos estaban muy orgullosos del éxito de Heinrich y que se aprovecharon de los privilegios del notable pariente. Ernst, que era ingeniero, se colocó en la Radiodifusión del Reich -bastión de la propaganda nazi- por puro nepotismo. Para los padres, el ascenso social a lomos del temido hijo jefe de las SS significó una manera de sentir que volvían a estar entre la élite alemana, de la que habían sido descabalgados traumáticamente tras la I Guerra Mundial. Inicialmente, el progenitor había visto con cierta inquietud las andanzas de su vástago Heinrich en los grupos derechistas de Baviera, pero siempre compartieron padre e hijo la oposición y el desprecio por la República de Weimar y la democracia, que une mucho. En la familia pasó a ser una estampa heroica la imagen de Heinrich sosteniendo el estandarte de la Reichskriegsflagge, la bandera de guerra del Reich, durante el fracasado putsch de 1923, un suceso en el que estuvo también presente el arribista Gebhard, el mayor de los hermanos, que sobrevivió a la guerra y, dice Katrin, siguió siendo un pedazo de nazi y antisemita.
¿Cuánto sabían los familiares de la verdadera dimensión de la labor criminal del jefe de las SS? “Sabían de los campos de concentración, sin duda alguna, hay muchas cartas de gente que les pedía ayuda para que intercedieran por internados. El padre, mi bisabuelo, murió en 1936, pero entonces ya funcionaba Dachau, y la política de Hitler con respecto a la oposición y los judíos no era ningún secreto. Desde luego, nadie de la familia consideró nunca que lo que hacía Himmler fuese malo”.
¿Supieron del Holocausto? “No tengo pruebas. Debían de saberlo, al menos los hermanos, que tenían muy buen contacto con Heinrich. Además, el cuñado de Gebhard, Richard Webdler, era gobernador de Cracovia cuando se deportó a los judíos de la ciudad. Si no lo supieron fue porque no quisieron. Como tantos en Alemania. Los judíos desaparecieron muy pronto de la vida del país, era fácil olvidar dónde estaban. Las leyes racistas se impusieron a la vista de todos. La eliminación física fue solo un último paso. En mi fuero interno creo que sí, que lo sabían. Había mucha confianza entre los tres hermanos”.
Todo parece tan tranquilo aquí. Y sin embargo, algo parece espesarse irremediablemente a nuestro alrededor. Hay aquel episodio de su abuelo, aquella carta… Ernst Himmler informaba a su hermano reichführer de la fiabilidad política de sus colegas y realizaba también para él labores de inteligencia. “El caso de Schmidt, sí. Era judío, pero se había pasado eso por alto a causa de su utilidad técnica. Mi abuelo cuestionó en un escrito dicha utilidad, a sabiendas de lo que iba a significar, probablemente una sentencia de muerte. Fue algo muy cruel”.
Katrin Himmler aparece ella misma en su libro, llevando a cabo su investigación, derribando tabúes, expresando sus reflexiones, su dolor. “Era la única forma de hacerlo, de manera muy personal. Siempre me pareció muy importante estar dentro. No soy una historiadora profesional, así que tenía que ser una historia de familia. Escribir ese libro cambió mi vida”. Del valor histórico de la obra da prueba que lo cita el mismísimo Peter Longerich como fuente en su monumental biografía Himmler (RBA, 2009).
Katrin no conoció, desde luego, a su tío abuelo Heinrich, que se suicidó mucho antes de que ella naciera, cuando lo apresaron los aliados al acabar la II Guerra Mundial. Tampoco a su abuelo. “Luchó, cuando movilizaron a la Radiodifusión, en las filas de la Volkssturm, la desesperada milicia nacional, durante la batalla de Berlín y desapareció en abril del 45”. Como su hermano Heinrich, Ernst llevaba una cápsula de veneno disimulada en la boca para que no lo cogieran vivo. La mordió, accidentalmente, según dijeron los testigos, al tropezar durante la huida por la ciudad en escombros. “Suena raro, ¿verdad?”. Eufemístico.
Luego, la sobrina nieta de Himmler continúa: “Mi abuelo era muy ambicioso, en las SS y en el partido no se relacionaba solo con Heinrich, sino con toda la jerarquía, toda la red. Entre sus buenos amigos estaba su vecino el siniestro general Hermann Behrends, de la SD, hombre de confianza de Heydrich y colaborador de Eichmann ejecutado tras la guerra…”.
A quien sí conoció bien personalmente Katrin Himmler fue a su abuela Paula. Una vez le preguntó por el hombre vestido de uniforme negro que hacía de testigo en la foto de su boda. Ella se puso a llorar de tristeza por Heini, como lo llamaba familiarmente. “Mi abuela recordaba siempre con sumo cariño a Heinrich Himmler”.
Uno de los momentos más terribles de la investigación de Katrin fue descubrir la relación de intensa amistad de su abuela no solo con la familia Behrends, sino con elobergruppenführer SS -general- Oswald Pohl, metido hasta las cachas en el Holocausto. “Sí, me causó una gran impresión que mi querida abuela simpatizara con ese criminal y lo apoyara como lo hizo cuando lo condenaron a muerte en 1947. Es cierto que muchos alemanes, incluso gente de la alta política de posguerra, tuvieron la misma actitud. Es algo repulsivo. Luego fui más comprensiva con ella porque se fue distanciando, modificó algo sus opiniones, se separó de Marga, la viuda de Heinrich Himmler, y de la hija de este, Gudrun. Incluso veía con una vecina la serie Holocausto en la televisión y lloraba”.
Una especie de redención. “Sí, mi abuela fue quizá naif en su relación con Pohl, lo consideraba una víctima, y a sí misma, también. Tras la guerra, a una mujer como ella, con su apellido, le resultaba difícil -como al resto de la familia- sobrevivir sin el contacto y apoyo de otros nazis. Acercarse a ellos la ayudó asimismo psicológicamente, para evitar su propia responsabilidad. Fue marginada, pasó por la desnazificación, no pudo trabajar durante mucho tiempo. Pero lo que más le dolió fue la reacción de la sociedad, la forma en que muchos alemanes proyectaron sobre ella y la familia el sentimiento de haber sido traicionados por Hitler, que les prometió todo a los alemanes y solo trajo la destrucción: de las ciudades, pero también de las esperanzas y de los sueños”.
Le pregunto a Katrin si ella ha padecido también por el apellido. En su libro explica el silencio en el aula del colegio cuando un alumno le preguntó en medio de la clase si era pariente de “ese Himmler”, y cómo la maestra disimuló y lanzó balones fuera. “En realidad no lo he sufrido demasiado, por mi generación, ya distante de todo eso. Mis padres, sí, mucho. Fueron maldecidos y atacados. Mi padre vivió la hostilidad de la gente y, lo que era a veces peor, la admiración de los que le decían: ‘Tu padre era un gran hombre, y tu tío, también’. En la familia nunca se hablaba de eso”.
Otros hijos de nazis han tenido graves problemas de identidad. “A muchos, su herencia les ha dejado huellas terribles, los ha vuelto psicológicamente enfermos”. Niklas Frank, el hijo de Hans Frank, el criminal gobernador de Polonia procesado en Núremberg y ahorcado, manifestó públicamente que se masturbaba cada 16 de octubre, la fecha de la ejecución, frente a una foto de su padre, al que detestaba. Otro hijo, Michael, se suicidó bebiendo leche hasta reventar. Y otro más, Norman, decidió no tener hijos para borrar el apellido Frank de la faz de la tierra. “De la generación de mi padre son pocos los que tuvieron hijos, no sabían cómo lidiar con ello”.
El pasado enero, Martin Bormann júnior, que había tratado de conjurar su herencia -de pequeño le enseñaron mobiliario hecho con restos humanos- haciéndose sacerdote, misionero en el Congo y predicador contra el Holocausto, fue acusado de violencia y abusos sexuales durante su época como maestro en la escuela de los Corazones de Jesús de Salzburgo en los años sesenta. El nieto de Rudolf Hess Wolf Andreas fue multado en 2002 por negar la existencia de las cámaras de gas en la página web que ha consagrado a su abuelo.
¿Tiene Katrin Himmler relación con otros descendientes de líderes del III Reich? “Tuve bastante cuando apareció el libro en la edición original en alemán. Ahora no son en general contactos regulares, pero me veo con algunos. Conocí a Bettina Goering, la sobrina nieta del mariscal; ella y su hermano decidieron esterilizarse para no pasar a otra generación la sangre del adlátere de Hitler. No lo entiendo, es tan parecido a lo de los propios nazis, la idea de la mala sangre, la teoría de la herencia racial. Me aterra”. Katrin Himmler se abraza a sí misma.
Hace un par de años, le explico, entrevisté a la hija del conde Von Stauffenberg, el autor del atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944. Me mira con renovado interés. Constance von Stauffenberg recordaba lo duro que había sido ser hija de su padre en la Alemania de posguerra. ¿Más o menos que de Himmler? “No sé, creo que fue más fácil para los hijos de los resistentes, sus padres demostraron que también había otros alemanes, alemanes buenos”.
Volviendo a los hijos de los nazis, ¿qué hay de su tía Gudrun (1929), la hija delreichführer y que, a diferencia de Katrin, ha consagrado su vida a reivindicar el nombre de su padre, incluso a costa de mezclarse con los neonazis? “Aún vive, la he visto en alguna reunión familiar, tiene opiniones muy chocantes; como sabes, traté de contactarla para el libro, pero no me contestó. Se que no le gustó nada. Piensa que soy una traidora”. ¿Y el resto de la familia? “Hay algunos que han decidido no hablar más conmigo porque he arrojado sombras, en su opinión, sobre los ancestros. No me importa”.
Le señalo a Katrin Himmler, por animarla, que es muy valiente y que tiene un apreciable sentido del humor. “Eso espero. Esta es una historia muy oscura. Soy una persona muy optimista, no se por qué, pero lo soy. Solo así puedes lidiar con este pasado. Lo que sucede al sumergirte en los documentos de la época es que o te deprimes y te hundes en la parte tenebrosa y no sales ya en años, o tratas de entender el pasado de forma que te ayude a entender el hoy”. La escucho en silencio. “Sacar eso ha sido bueno, ya no está ahí. Ya no sigues siendo una especie de cómplice que transmite mentiras de generación en generación. Mi padre tenía tanto miedo… Él estaba horrorizado de lo que podía haber hecho su padre. Saber lo que hizo de verdad ha sido catártico. Lo que hizo mi abuelo fue muy malo, pero mi padre temía algo incluso peor. El sentimiento de culpabilidad imprecisa es aplastante”.
Como hemos hecho buenas migas, me atrevo a preguntarle a Katrin si no percibe el parecido físico que guarda con su tío abuelo. Para mi sorpresa, no solo no se molesta, sino que reconoce que sí. Matiza que Heinrich Himmler no tenía los ojos del mismo color, aunque uno cree recordarlo con una mirada azul glacial. “No, no, él los tenía marrones”. Ella, dice, es más como su padre. ¿Qué siente al verse en el espejo, le asalta algún pensamiento extraño? “Hay cosas oscuras, claro. Pero pensar que el mal o ser nazi es algo genético, hereditario, es estúpido. Todos podemos hacer el mal, para eso no hace falta apellidarte Himmler. Creer lo contrario, que lo llevas en la sangre, insisto, es lo que hacían los nazis. A veces, como decía, me observo, pero no hay nada atemorizante, ningún espíritu negro”.
Le digo a Katrin que es curioso cómo en todas las familias siempre hay alguien que se ocupa de pasarle cuentas a la memoria colectiva. “Es cierto, un miembro de la familia suele husmear en los secretos, conjurar fantasmas. Es alguien que siente de una manera especial el peso de esa herencia. En alemán tenemos la palabra symptomträger, el que carga las enfermedades, en este caso los enigmas, las faltas, los pecados de la familia. En cierta manera yo lo soy, por supuesto. Mi padre intentó lidiar con ello muchos años antes, pero acabó poniéndome a mí sobre la pista. Me iba dando detalles para que encontrara cosas. A mí me era más fácil tomar distancia de los hechos, aunque no dejaban de hacerme daño hallazgos como la carta de mi abuela a Pohl. Identificar a mi querida abuela con la abuela nazi no era fácil. Era horrible”.
¿Casarse con un judío fue una decisión consciente? Quiero decir, ¿pensaba en su tío abuelo, en su apellido, en una reparación? “No, por supuesto que no. Solo pasó. Fue antes de que empezara todo, ya nos conocíamos antes”. Katrin tiene un hijo de 11 años de su matrimonio. ¿Qué sabe él de las circunstancias de su familia? “Me pregunta cosas ahora, me ha visto en entrevistas de televisión, por el libro. No le explico mucho, lo justo. Tengo experiencia del peso de disponer de demasiada información demasiado pronto, cuando no puedes asumirla. Un día, mi hijo deberá lidiar con el hecho de que una de las partes de su familia intentó exterminar a la otra. En todo caso, me alegra que él no tenga que hacer el mismo proceso que yo, porque yo ya lo he hecho antes por él, he limpiado para él. Podré responder a sus preguntas y explicarle con exactitud y sin miedo la culpa de mis antepasados”.
Katrin y su marido -Daniel: un nombre apropiado para un judío que se mete en el foso de la familia Himmler- viajaron a Cracovia durante su noviazgo. ¿Visitaron Auschwitz? “No, ¡cielos!, era un viaje romántico”. ¿Y luego? “He visitado otros campos, sin embargo, nunca he estado en Auschwitz”. Aprovecho, pues, para explicarle cosas del campo, como la desusada altura de la hierba, la fecundidad del terreno, por el abono de tanta ceniza, claro. Me escucha mirándome fijamente. Auschwitz era la niña de los ojos del universo concentracionario de Himmler. No hay lugar tan asociado a su nombre como ese infierno. Katrin se ha puesto pálida. Pero se repone. Y dice como para sí misma, con firmeza: “Iré”.
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