MARCELO BIRMAJER
Mi amigo Lucio me llamó desesperado. En el cuaderno de comunicaciones de su hija de diez años había llegado la sentencia: para el acto escolar debía disfrazarla de sirena, y a tal fin se solicitaba un material que no se conseguía en la librería del barrio.
Las escamas se fraguarían con lentejuelas de un papel metalizado específico, cuya denominación exacta ahora he olvidado, y vendría a ser algo así como “seda poliédrica atomizada” o “ papel glacé punto siete en fusión”. Lo primero que los padres hacen es salir a buscar estos elementos quiméricos en los sitios donde habitualmente se compran las cosas para los niños: librerías, jugueterías, casas de disfraces. Pero los empleados leían la prescripción que Lucio les mostraba, y lo derivaban a farmacias, casas de chacinados, criaderos de erizos.
– Apelemos a la imaginación –propuse–. Mandala con su ropa habitual y un cartel que diga: “Soy una sirena”.
– Es mi hija, no un cuadro de Magritte– me reprendió Lucio.
– No –repliqué–. Magritte la enviaría disfrazada de sirena, con una cartel que dijera: “No soy una sirena”. Mi propuesta es mucho más sensata. Y no la cobro millones de dólares.
– Ustedes los artistas son todos iguales, inútiles, cobren o no cobren.
– Estamos los que logramos ser inútiles sin necesariamente ser artistas –apunté–. Pero te reitero mi consejo del cartel, es brechtiano, la cuarta pared, el método de la Venta de Humo, no puede fallar.
Lucio me cortó el teléfono enfadado, pero volvió a llamarme a la una de la mañana, sabiendo que soy la única persona a la que puede molestar a cualquier hora. Había pasado la tarde recorriendo los locales del Once, los cotillones más exóticos, incluso aquellos que todavía venden papel picado; llegó tan lejos como hasta Palermo, y acabó abarrancado en Almagro, revolviendo un contenedor de basura, persiguiendo a los cartoneros. Le sugerí salir a pescar juntos por la Costanera, atrapar un pescado gigante, eviscerarlo y meter a la niña dentro del cuerpo del pescado, asomando su cabeza por la boca. Pero Lucio replicó que nunca seríamos capaces de pescar un ejemplar de ese tamaño.
A las dos de la mañana, Lucio llamó a la sobrina de Rosa Zezeka, la heredera de sus poderes mágicos, para suplicarle que convirtiera a su hija en sirena por un día. Pero la esposa de Lucio cortó la comunicación antes de que le respondiera, aduciendo que no tenían ninguna seguridad de que luego pudiera devolverle su forma humana.
– “Yo no tengo ningún problema en criar una sirena por el resto de mi vida”, argumentó Lucio, en el siguiente llamado, a las tres de la mañana, queriendo terminar con el suplicio del disfraz. “Puede vivir en la bañadera, y seguramente ya no pondrá mala cara cuando le llegue la hora de bañarse”.
Cerca de las cinco de la mañana, recibieron el llamado de la madre de una compañerita de su hija: se había enterado de que un barco amarraría a las siete de la mañana en el puerto de Buenos Aires, trayendo el material solicitado un par de minutos antes de que se prohibiera su importación. ¿Estábamos dispuestos a formar parte de un grupo que trataría de comprarlo a los marineros normandos pagando un precio exorbitante? También debíamos disponer de un viático para el intérprete, porque los normandos no conocen el miedo, pero mucho menos el castellano.
– Pero… ¿por qué suponés que yo podría acompañarte en semejante empresa? –lo desafié.
-¿Qué otra cosa tenés que hacer? –inquirió.
Respondimos afirmativamente y a las seis y media de la mañana me hallaba en el puerto a la espera del carguero. Ningún otro padre ni madre se había hecho presente. Ni siquiera la madre de la niña. A las siete, Lucio llamó a su casa para informar que ni los padres ni el barco estaban en su sitio. La respuesta fue que una modista del barrio finalmente había encontrado en su depósito una tonelada del material en cuestión, almacenado allí desde la época de la Colonia, consecuencia de una partida de esas lentejuelas que habían traído los ingleses durante sus invasiones, a fin de utilizarlas como camouflage al desembarcar en nuestras costas. Entre todos los padres habían comprado la tonelada –porque no se vendía fraccionada– y la hija de Lucio marchaba muy oronda con sus disfraz de sirena rumbo a la escuela.
– ¿Qué nos enseña esta historia? –pregunté a Lucio, impostando un tono que no sé de dónde saqué.
Lucio, agotado, negó con la cabeza: no extraía moraleja alguna.
– Tu hija, tarde o temprano, conseguirá un disfraz –reflexioné–. Pero vos… como padre… ¿de qué te disfrazás?
CLARIN
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