Rabiosamente judío: Philip Roth

ANDREA AGUILAR

Es el último novelista vivo de una luminosa generación de escritores estadounidenses. Philip Roth tuvo como amigos y maestros a autores como Bernard Malamud y Saul Bellow, y junto a otros contemporáneos suyos como Thomas Pynchon, John Updike y Normal Mailer abrieron una nueva senda en busca de la gran novela norteamericana. En esta entrevista, en su casa de Nueva York, Roth habla de su último libro, Némesis, de lo que significa para él la escritura y la literatura, de la culpa y del paso del tiempo

Su fama, no solo literaria, le precede. Desde que en 1959 publicó Adiós Columbus, la polémica y el éxito han marcado la carrera de Philip Roth (Newark, 1933) como la de ningún otro escritor. La impúdica e hilarante diatriba de su personaje Alexander Portnoy con su psiquiatra, a finales de los años sesenta, fue el pistoletazo que le colocó a ojos de la crítica a la altura de Styron o de su coetáneo Updike. Roth, admirador y amigo de Malamud y Bellow, inauguraba una nueva senda en la novela americana.

Con El lamento de Portnoy también puso en pie de guerra a un grupo de rabinos que le acusaron de antisemita. Las feministas del momento no se quedaron atrás y le señalaron como un flagrante misógino. Los títulos que publicó en la siguiente década azuzaron los furibundos ataques. De la mano de Zuckerman, en nueve de sus novelas, tensó la frontera entre realidad y ficción. Su divorcio de la actriz británica Claire Bloom, y las nada elogiosas memorias que ella publicó poco después, alimentaron los cotilleos. Pero Roth no se arredró. Plantó cara a las sucesivas batallas con genio, a golpe de novela, probando una y otra vez que “la literatura no es un concurso de belleza en el plano moral”. En la farsa, la sátira o la tragedia, el escritor se ha declarado enemigo de lo simple, de la dicotomía entre blanco y negro, y trabaja como pocos la gama de grises que tiñen la conciencia.

A diferencia de John Updike, el prolífico cronista de la clase media americana y exquisito crítico, Roth, el chico malo sin pelos en la lengua, satírico, irreverente, crudo, sexual y rabiosamente judío ha concentrado toda su energía en la ficción. El acoso y las peleas públicas nunca le empujaron a la misteriosa reclusión del vanguardista Thomas Pynchon. El héroe de Newark construyó su leyenda con la apabullante fuerza de sus libros, demostrando que no tenía ningún camino prohibido, que su ficción podía crecer y abarcarlo todo. En su obra ha explorado la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial o el macartismo, ha buceado e investigado con ahínco. “Su chorro de creatividad es casi shakespeareano”, declaraba a finales de los noventa el crítico Harold Bloom. “Están DeLillo, Pynchon, Cormac McCarthy, pero en términos de diseño total y de inventiva y de originalidad, creo que Philip es lo que está más cerca de lo mejor”.

Treinta y tres títulos después de su debut, el autor de Pastoral americana o La mancha humana, es el único novelista vivo cuyo trabajo está siendo publicado por Library of America, un proyecto similar a La Pléiade que reúne la obra completa de los mejores escritores estadounidenses (quitar en ediciones anotadas). Además, Roth cuenta en su haber con una impresionante lista de galardones -en la que solo falta el Nobel- y millones de lectores en todo el mundo. A los más jóvenes les cuesta entender la controversia que despertaron sus primeras obras. Quizá haber forzado el estereotipo de inmigrante judío de segunda generación hasta derribar ese muro sea una de las mayores victorias de este escritor. Con Némesis, su último libro, cierra el ciclo de cuatro novelas cortas que arrancó con Elegía y regresa al escenario de su infancia, en el Newark de la década de los cuarenta durante la epidemia de polio.

El escritor se retiró al campo en Connecticut hace más de diez años, pero pasa los inviernos en la ciudad. Al oeste de Central Park, en el Upper West Side, se encuentra su apartamento neoyorquino. Un gran ventanal con una impresionante vista al sur domina un luminoso y amplio salón de suelos de madera clara y exento de librerías. A la derecha, un flexo ilumina el escritorio de cristal. Falta el ordenador, una pieza clave para Roth desde los noventa, que vino a sustituir una sólida máquina de escribir -“como un cañón, grande, negra, inamovible”-. Antes tuvo una Olivetti portátil -“maravillosa, podías empujarla por la mesa, escribir y empujar”- y, por insistencia de sus amigos, dejó el papel y la tinta y se pasó a la pantalla y el teclado -“lo mejor que le ha pasado a mi escritura”-, algo que le permite reescribir mientras avanza. El oficio de escritor para Roth tiene algo de combate físico. Trabaja cada día, todo el día y, durante muchos años, lo hacía siempre de pie. Ahora, solo la mitad del tiempo. “Empecé porque tenía problemas de espalda. Me encanta no estar metido en el hoyo. Si te atascas puedes caminar y quitártelo de encima”.

El sofá se encuentra en el otro extremo del salón. Roth, alto y delgado, camina sin zapatos por la casa. Viste un pantalón de pana y jersey de lana gruesa beis. Mientras habla, sentado en una butaca de cuero negro, juega con las gafas que le cuelgan del cuello y clava la mirada. Agudo y ágil conversador, intercala bromas y carcajadas, pero evalúa sin piedad a su interlocutor y no duda en recordar aquel tiempo en que no se mostraba tan cortés en las entrevistas -“me levantaba, me marchaba de un portazo, si me preguntaban si hacía lo mismo que mis protagonistas les gritaba que sí, exactamente, ¡al pie de la letra!”-. Esta tarde se muestra más sereno. Habla con admiración de la correspondencia de Bellow recientemente publicada y asegura que lo suyo, sin embargo, nunca fueron las cartas, ni los diarios: le cuesta encontrar el tono y siempre está tentado de reescribir, quitar -como todo lo demás-. Aunque hay un ejemplar de The Paris Review bajo su asiento, dice que no ha leído nada nuevo en ficción desde hace tiempo, ni Jonathan Franzen, ni Foster Wallace -“la última gran novela que leí fue Submundo de DeLillo”-.

AA. En Némesis habla del miedo, un asunto central en Estados Unidos después del 11-S.

PR. La polio atacó América en la primera mitad del siglo XX y las advertencias paternas sobre la enfermedad fueron el coro de fondo de mi infancia. Cuando se descubrió la vacuna en 1955, ya me había licenciado en la universidad. No necesitaba el 11-S para escribir este libro.

A.A. ¿Es la literatura una buena brújula para entender el presente desde el que se escribe?

P.R. ¿Pienso que la ficción refleja el momento en que ha sido escrito sin importar en qué época esté situada la acción del libro? No. Yo quería describir 1944 en Newark. Leí mucho y me entrevisté con un par de tipos de mi edad que tuvieron la polio. Cuando trabajo pongo mucho cuidado en recrear con fidelidad una época. Si el presente en el que escribo también queda reflejado no es un algo deliberado.

A.A. ¿Opina lo mismo como lector?

P.R. Si es sutil, a lo mejor, con el paso del tiempo puedes ver que algunas cuestiones históricas determinaron que los escritores estuvieran interesados en ciertos temas.

A.A.. ¿Cómo ha afectado el 11-S a la literatura norteamericana?

P.R. Algunos escritores lo han usado en sus libros. Pero, en general, la literatura no funciona así. Yo tardé 65 años en hablar de la polio y ese es más o menos el margen. El paso del tiempo deja espacio para la cavilación y llega una generación de escritores que pueden capturar el hecho, que no suele ser la misma que estaba en su madurez cuando ocurrió. ¿Cree algo de lo que digo?

A.A. En algunos de sus libros parece que hubiera una advertencia: cuidado con la bondad.

P.R. Sí, una buena frase. El teatro de Sabbath es el reverso: abraza la maldad.

A.A. Harold Bloom considera que ese es su mejor libro.

P.R. Es bueno. Estoy a punto de releerlo y yo nunca releo mis novelas.

A.A. ¿Por qué no?

P.R. A menudo es doloroso, ves lo que no conseguiste hacer y el lenguaje que usaste puede resultar un poco embarazoso. Uno no siempre está en buenos términos con sus libros del pasado.

A.A. ¿Por qué lo está releyendo?

P.R. Alguien me lo sugirió, mientras yo estaba criticando algo de mi obra. El impulso detrás de Sabbath fue fuerte y nuevo. El nivel de invención es muy alto. Cuando lo publiqué lo odiaron.

A.A. En un ensayo sobre Bellow habla de su transformación revolucionaria con Auggie March. ¿Piensa en su propia obra en estos términos?

P.R. Bueno, El lamento de Portnoy fue algo totalmente distinto de mi obra anterior. Vine a Nueva York en 1963 y daba clases en Princeton. Conocí a un grupo de tipos, todos judíos y un poco mayores que yo. Nos reuníamos y teníamos unas juergas hilarantes, enlazando un tema detrás de otro con historias extravagantes. Después de dos o tres años pensé que por qué no escribía eso, y decidí llevar a la página el comedor del restaurante. Aquello fue el comienzo de una explosión que duró unos doce años. Intenté empujar el elemento cómico tan lejos como pudiera.

A.A. ¿Para defenderse?

P.R. No, era una ofensiva en todos los sentidos. La idea era “si no te gusta el tipo que escribió Portnoy, vas a odiar al que escribió esto”. Me liberé de mi decorosa educación literaria. El siguiente gran cambio llegó con La contravida, a mediados de los ochenta, un nuevo acto de apertura. Me sentía expansivo cuando escribía y las palabras llegaron.

A.A. ¿Qué se propuso hacer en esta serie de Némesis?

P.R. En los noventa Bellow estaba escribiendo novelas cortas. Recuerdo que le pregunté cómo lo hacía y él, como siempre, se rió. En aquel momento en mis libros yo buscaba ampliar y seguir incluyendo cosas que nada impedía que metiera. Pensé, ¿puedo recortar todo y escribir a pequeña escala? ¿Cómo destilo y comprimo?

A.A. Y llegaron estas cuatro novelas.

P.R. No sabía que serían cuatro. Empecé con Elegía. Quería contar la vida de un hombre a partir de sus enfermedades. Me divirtió especialmente imaginar ese discurso acusatorio y furioso de la mujer contra el adúltero. Fue divertido asumir ese papel, porque no he tenido muchas oportunidades.

A.A. Después vino Indignación.

P.R. Quise escribir sobre lo que era ir a una universidad en el tiempo en que yo fui, a principios de los cincuenta. Esos campus convencionales eran sofocantes y detrás de esa asfixia estaba la maldita guerra y la represión sexual. Todo era tan reprimido que ni siquiera sabíamos lo reprimidos que estábamos.

A.A. Le ha dedicado bastante atención a la explosión de aquello.

P.R. Si el bang de 1963, 1964, 1965… Yo estaba en la treintena y ver aquello fue vertiginoso, daba mareo. Fue increíble.

A.A. ¿Ha habido una regresión desde entonces?

P.R. No. Lo que pasó en los años sesenta fue tímido y templado si lo comparamos con cómo viven ahora los jóvenes. Aquello fue la primera salida de la cárcel sexual y fue emocionante.

A.A. El nuevo libro transcurre durante un verano muy caluroso en Newark, como Adiós Colombus, su primera historia publicada.

P.R. Aquello lo escribió un chico que no había oído hablar de la muerte. El escritor de Némesis sí ha oído de ella.

A.A. El doctor, uno de los personajes, advierte al protagonista de lo que debilita un sentido erróneo de responsabilidad.

P.R. Bucky se siente responsable de cosas que no le corresponden. Y este sentimiento de responsabilidad es insaciable.

A.A. ¿Asumir la responsabilidad es una forma de eludir el caos y el azar, de crear la ilusión de control del destino?

P.R. Exactamente, y la polio es un ejemplo perfecto: es caos y azar, aunque él se sienta responsable. La culpa da sentido a muchas cosas.

A.A. ¿Da por terminada esta serie?

P.R. Sí. Quería tratar en breve una cierta preocupación fatalista. Chéjov en uno de sus cuentos dice que detrás de la puerta en la casa de cada hombre rico debería haber alguien con un martillo que espera para darles en la cabeza y recordarles que la gente sufre. En cada uno de estos cuatro libros la Némesis espera, un cataclismo.

A.A. ¿Trata siempre los mismos asuntos desde distintos ángulos?

P.R. ¿Eso piensas tú? Creo que cada uno tiene un cubo lleno de temas, que son tuyos porque excitan tu energía verbal. Vas sacándolos y usándolos. Llegas al final del cubo y no quedan muchos. Esto es lo que les pasa a los escritores mayores. Tienes un número limitado de temas, diez, seis o veinte, y ese es tu número. Yo no sé cuántos tengo, pero supongo que uno vuelve a trabajar sobre algunas ideas. Mi autorreflexión sobre mi trabajo también tiene un límite.

A.A. Mientras escribe, ¿lee sobre el tema del libro en el que trabaja?

P.R. Sí, y cuando no tengo más leo otras cosas, mucha historia y biografías. Leí hasta hace unos años ficción, pero todo cambia. Hace diez años empecé a releer y fue maravilloso. Pasé entre seis meses y un año con cada escritor, por ejemplo, Dostoevski y Conrad.

A.A. ¿Y la literatura actual?

P.R. Pareces mi doctor. No leo novela actual desde hace unos veinte años, solo cosas de amigos. No estoy al día de lo que ocurre.

A.A. Hace poco aseguraba que leer novelas se acabará convirtiendo en una actividad casi de culto. ¿No hay una interminable necesidad de historias?

P.R. Sí, y el cine la satisface. Las películas no requieren el mismo nivel de concentración y sutileza de mente que una novela seria.

A.A. En todos los campos, incluso en la política, se habla de la fuerza de la narrativa de un determinado partido o candidato, hasta de un jugador de fútbol.

P.R. ¿No es extraordinario? ¿Cuándo empezó? Lo oigo todo el tiempo en la radio. Me doy la vuelta un momento y ocurre esto… No pasaba en los viejos tiempos.

A.A. En Los hechos dice que ocupa el punto medio entre el exhibicionismo de Mailer y la reclusión de Salinger. La eterna cuestión sobre autobiografía y novela, sobre Roth y Zuckerman, ¿no es un éxito para un novelista tener un personaje que el público cree que existe y no es ficción?

P.R. No. Esto solo ha sido una gigantesca distracción. La gente encuentra una manera de hablar de los libros sin hablar de ellos, es cotilleo. Fue una gran pérdida de tiempo, como la cuestión judía, pero estas cosas componen la vida de uno. No puedes escapar.

Roth da por terminada la entrevista y se dirige hacia la puerta. La despedida recuerda al precioso ensayo sobre Malamud y su último encuentro, en el que le enseñó las pocas páginas que había escrito y él fue incapaz de ofrecerle el aliento que reclamaba. “Desearía que lo que le dije hubiese sido más”, escribe Roth, “y que si lo hubiera dicho, él me hubiese creído”.

BABELIA/EL PAÍS

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