El ángel de los huérfanos

Un padre. 100 hijos. 20 años. Una historia de proporciones épicas.

MALKY WEINSTOCK

Cuando la Segunda Guerra Mundial estalló con toda su furia, los judíos europeos luchaban por seguridad, buscando desesperadamente un refugio que los protegiera de la locura de Adolf Hitler. En el medio de esta batalla por la supervivencia, el Reb Yona Tiefenbrunner abandonó sus posibilidades de conseguir refugio para salvar a cientos de huérfanos judíos de la máquina asesina nazi.

En 1942, el Orfanato Judío de Bruselas fue creado por el gobierno ocupacional nazi de Bélgica como una fachada temporaria para sus planes diabólicos de aniquilación judía, y Yona Tiefenbrunner, un joven de menos de 30 años, accedió a dirigir el precario orfanato. De la noche a la mañana, se convirtió en un padre para cientos de huérfanos traumatizados y torturados.

Yona fue directo al cuartel general de la Gestapo, exigiendo la liberación de un niño, sabiendo que podían haberle disparado ahí mismo por su insolencia.

Los niños se referían a él simplemente como “Monsieur”, ellos sabían que él arriesgaría su propia vida para salvarlos. Una y otra vez, vieron a Yona realizando actos inimaginables de auto-sacrificio y heroísmo, haciendo absolutamente todo lo posible cuando se trataba de salvar incluso a una sola persona.

Herbert Kessler recuerda esta historia de cómo Yona fue directo al cuartel general de la Gestapo, exigiendo la liberación de un niño, sabiendo que podían haberle disparado ahí mismo por su insolencia.

Una vez, una mañana de Shabat durante las plegarias matutinas, el Sr. Tiefenbrunner se acercó a mí y me dijo: ‘Herbert, quítate el Talit y ven conmigo’. Dejamos la casa, dirigiéndonos directamente hacia el tren. Yo estaba pasmado: ¡¿Viajar en Shabat?! Confundido, le pregunté al Sr. Tiefenbrunner qué estaba pasando. ¿Cómo puede ser que él estuviera viajando en Shabat? En el camino, me dijo que se acababa de enterar que en el cuartel general de la Gestapo había un niño que estaban dispuestos a liberar. No había tiempo para perder porque podían cambiar su opinión en cualquier momento.

“Yo quiero sacar a este niño de ahí. Les voy a decir que no me iré sin el niño. Pero quiero que vengas conmigo por si me pasa algo, para que informes en el hogar que no volveré”, me dijo Yona, dándome su reloj de oro. Cuando llegamos al cuartel general de la Gestapo en la avenida Louise, me dijo que esperara en la esquina, desde donde la entrada del cuartel general de la Gestapo era claramente visible.

“Mantente alerta para ver si nos sacan en un auto. Espera media hora exactamente. Si no vuelvo con el niño, vuelve tan pronto como puedas al hogar y diles que dispersen a todos los niños en menos de dos horas. Quizás yo vuelva después, por lo que alguien debería quedarse y cuidar el hogar. Envía a los niños a jugar a la plaza Margueritte, pero no les digas nada. Si no vuelvo, dile a Blum (un miembro mayor del personal en el hogar) que he sido arrestado y que todos deben correr y esconderse, ¡porque también vendrán por ellos!”.

Él entró en la Gestapo y yo estaba esperando en la esquina con su reloj en mi mano, con los ojos pegados en la entrada de la Gestapo. Esperé y esperé… ¡Creo que nunca en mi vida viví una media hora tan larga!

En el último minuto, salió con el niño, blanco como una sábana. Me dio la mano y volvimos al hogar. El rezo de la mañana ya había terminado, y él no mencionó una palabra sobre lo que había ocurrido. Pero en la noche del viernes siguiente, cuando fue mi turno de recibir su bendición semanal, su mano se posó un poquito más de tiempo que lo usual sobre mi cabeza, me dio la mano con más fuerza y me saludó con un ‘Gut Shabes’.

A pesar del peligro constante de la deportación y de los ojos vigilantes de la Gestapo, Yona se las ingenió para imbuir a su orfanato con Torá, amor y tranquilidad. Hubieron infinidad de Bar Mitzvot que Yona celebró para sus niños, y había Shabat, Iom Tov y también diversión simple para niños.

Cuando la guerra finalmente terminó y los demás intentaron poner el pasado detrás de ellos, Reb Yona y su esposa, a pesar de haber tenido su propia familia de tres hijas, hicieron una elección de vida que pocos de nosotros contemplaríamos alguna vez. Yona, ayudado por su esposa Rut, continuó nutriendo a los niños del orfanato por su cuenta, reconstruyendo sus espíritus destrozados y dándoles una oportunidad en la vida.

Por más de 20 años, Yona permaneció valientemente en su puesto, como padre de sus huérfanos, hasta que el último niño creció y se casó. Trágicamente, Yona Tiefenbrunner, la humilde joya de compasión y auto-sacrificio infinito, vivió solamente unos breves 48 años, muriendo repentinamente, poco después de que su orfanato cerrara en 1960. Dejó a sus tres hijas biológicas, todavía solteras, huérfanas.

Deja que se cuente la historia de este héroe.

Hoy en día, los ‘hijos’ de Yona viven desparramados por todo el mundo, con hijos y nietos propios. Pero el paso de los años no ha disminuido el profundo amor y gratitud que sienten hacia su “Monsieur”. En agosto de 2002, en la ocasión del yahrtzeit número 40 de Yona, los huérfanos se reunieron en un salón de Jerusalem para recordar a su amado “Monsieur”. En un emocional testimonio de uno de los niños de Reb Yona, Moniek Kerber habló por todos. “Nos dio la oportunidad de continuar con nuestras vidas. Restituyó el espíritu humano que hay en cada uno de nosotros después de la desolación del holocausto. Somos todos un monumento viviente de su bendita memoria”. Y realmente lo son.

En mayo de 2007, informada por un amiga que me dijo que había una historia legendaria de heroísmo en su familia esperando ser contada, volé a Israel, encontrándome cara a cara con las tres hijas de Yona, ahora abuelas.

Las tres hermanas me mostraron álbum tras álbum, con avejentadas fotos en blanco y negro de niños sonriendo – niños, niñas, desde bebés hasta adolescentes, junto con su padre Yona. Me pasaron un listado alfabético con más de 100 nombres, con direcciones y números de teléfono de antiguos niños del orfanato de su padre.

Y así, con evidencia escrita en mis manos, reuní los trozos de su historia. Desde todo el mundo – desde Boston a Arizona, desde Antwerp a Londres, y por todo Israel, las historias comenzaron a fluir. Todos compartieron su excitación de que la historia de su héroe sería finalmente contada. Y todos compartieron detalles individuales de cómo “Monsieur” había marcado una profunda diferencia personal, dadas las trágicas circunstancias de cada niño, alentando a cada uno a construir su propio hogar judío y a perpetuar sus respectivos legados de sus padres martirizados.

Sara, de Monsey, hoy en día la matriarca de una prominente familia, le atribuye a Yona el mérito no sólo de salvar su vida, sino también el judaísmo de ella y el de su amada familia.

Llegó al hogar de Yona en 1943, una pequeña niña petrificada, con los ojos hinchados por el miedo. Sus padres, que vivían en Antwerp, la habían escondido con la sirvienta gentil a cambio de pago. Cuando sus padres fueron deportados, el pago dejó de venir y la mujer gentil ya no quería tenerla bajo su cuidado. Un día, tomándola de la mano, sacó a Sara de su casa enérgicamente, y la llevó al hogar. Ella golpeó firmemente, y cuando se abrió la puerta, pidió ver al director inmediatamente. “¿Ve a esta niña?” le dijo a Yona Tiefenbrunner, “¡es judía! ¡O me la saca de las manos ahora, o la dejo en la Gestapo!”.

Yona la tomó, incluyéndola en su familia feliz y en su milagrosa isla de refugio, criándola fiel y amorosamente como a una verdadera hija judía, hasta que la acompañó a la jupá una década después. “¡Éramos niños muy felices!”, recuerda Sara. “Sólo después de que crecimos y nos adentramos en la vida real sentimos que éramos huérfanos – que no teníamos otra familia”.


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