JOSÉ SÁNCHEZ TORTOSA
El cinematógrafo, en el siglo pasado, ha consumado la supresión de ese papel del coro y ha convertido lo obsceno en imagen filmada.
En 1985 se estrena una película que encierra esta paradoja: ¿cómo dejar paso a la verdad por medio de la imagen, necesariamente mentirosa? Se trata de esa anomalía titulada Shoah, de Claude Lanzmann, monumental desafío que pretende mostrar en pantalla el horror del exterminio sistemático de los judíos europeos a base de primeros planos sostenidos y largos travellings en los que se abre la escena a la palabra, incluso a pesar de los protagonistas. Sin documentos de archivo ni apoyo musical alguno, este documental que no lo es recorre los lugares del exterminio, y el vacío que éstos muestran ahora, casi 70 años después, es acompañado por el esfuerzo monstruoso de los supervivientes haciendo aflorar el recuerdo (la anámnesis platónica, condición del conocimiento). Sus palabras articulan un dolor al que no se puede renunciar impunemente.
La máxima exigencia del superviviente es narrar. Pero dar testimonio tiene un alto precio. Sobrevivir, para el que ha pasado por los campos de la muerte, supone soportar lo insoportable. Sólo el testimonio justifica la traición y la complicidad que el superviviente sabe condición del que queda. Dar voz a los que han sido silenciados, exterminados. Es la participación en el horror sin la que no hubiera habido testimonio del horror:
–Filip Müller [Sonderkommando en Auschwitz)]: Esto les estaba pasando a mis compatriotas… Y me di cuenta de que mi vida ya no tenía valor alguno. ¿Para qué vivir? ¿Por qué? Entonces entré con ellos en el interior de la cámara de gas, y decidí morir. Con ellos. De repente vinieron hacia mí unos que me habían reconocido. Porque en varias ocasiones, con mis amigos cerrajeros, habíamos ido al campo de las familias. Un pequeño grupo de mujeres se acercó a mí. Me miraron y me dijeron.
–Claude Lanzmann: ¿Ya dentro de la cámara de gas? ¿Ya estabas dentro?
–F. M.: Sí. Una de ellas me dijo: “Así que quieres morir. Pero no tiene ningún sentido. Tu muerte no nos devolverá la vida. Esto no es un acto. Tienes que salir de aquí, debes ofrecer un testimonio de nuestro sufrimiento, y de la injusticia que nos han hecho”.
Sería un error fatal, pero acaso comprensible y hasta inevitable, categorizar como documental esta obra. Toda palabra es metáfora, todo vocablo pone en fuga lo que designa. Toda imagen miente. Shoah no es un documental sobre el Holocausto ni una película sobra la historia del episodio capital, en muchos sentidos, del s. XX. Se trata de una obra de ficción, esa estrategia con la que el hombre se aproxima a la verdad mintiéndose (según la fórmula de Pessoa). Una ficción en la que se recrea el acto de recordar, y de recordar lo más crudo, lo más duro. Es la puesta en escena del testimonio de los supervivientes, pero también del papel de los ejecutores del exterminio y de los que lo presenciaron, lo padecieron indirectamente o se beneficiaron directamente.
Lanzmann filma la palabra, y los lugares del Acontecimiento tal como hoy quedan son desmentidos plano a plano por los protagonistas, cuyo relato de los hechos destruye esa placidez inocente, ese olvido inexorable, esa belleza inerte y cruel. No hay resquicio para el pasado en el escrupuloso trato de la imagen. El pasado no se toca. Está en la memoria de los que lo vivieron, en sus palabras ahora. La narración, ese temblor continuado, esa agonía incontenible, esa vergüenza por seguir vivo, es toda la presencia que se precisa, y procede, con timidez y sin retórica, al desmentido de cuanto la imagen puede contener. Las palabras de Müller, por ejemplo, nos remiten a los confines del horror, al destino trágico de ser humano, al interior de la cámara de gas. La secuencia, sin embargo, nos muestra unas ruinas en mitad de una abundante vegetación, otra falacia de los sentidos, otra artimaña del tiempo.
Es posible plantear el supuesto dilema moral acerca de lo despiadado que el director llega a ser en determinados momentos del rodaje. De cómo fuerza a los supervivientes, sin compasión y sin retirar la cámara, aguantando la tensión de esos silencios y de esa espera desesperante, cómo los obliga a que revivan y verbalicen lo que no puede ser dicho, lo que no puede ser olvidado. Sobresale, en particular, el caso de Abraham Bomba, filmado mientras lleva a cabo su rutinaria tarea de cortar el pelo en una peluquería de Tel Aviv. Bomba narra sin mirar a la cámara, sin mirar casi al director, al que llega a implorar que no le obligue a continuar. Cuenta, como para sí mismo, el único que le puede comprender, su trabajo de peluquero como integrante del Sonderkommando en Treblinka. Lanzmann no cede. La verdad ha de ser emitida. El horror ha de ser puesto en palabras. La moral se desplaza. No es cosa del individuo. Es cosa del testimonio, de la verdad:
–C. Lanzmann: ¿Puede describirlo con precisión?
–Abraham Bomba: Describir con precisión… Esperábamos… De repente el transporte… Mujeres y niños, una riada… Nosotros, los barberos, empezábamos a cortar los cabellos y algunas, yo diría que todas, ya sabían lo que les ocurriría. Intentábamos hacerlo lo mejor posible… Ser tan humanos como fuera posible.
–C. L.: ¡Perdón! ¿Cuando entrabais en la cámara de gas, vosotros ya estabais allí o entrabais detrás de ellas?
–A. B.: Ya lo he dicho: nosotros estábamos primero. Las esperábamos.
–C. L.: ¿Dentro?
–A. B.: Sí, dentro de la cámara de gas.
–C. L.: ¿Y de repente llegaban ellas?
–A. B.: Sí, entraban.
–C. L.: ¿Cómo eran?
–A. B.: Estaban desnudas, sin ropa, totalmente desnudas.
–C .L.: ¿Totalmente desnudas?
–A. B.: Totalmente desnudas. Todas las mujeres y niños.
–C. L.: ¿Los niños también?
–A. B.: Los niños también, porque salían de los barracones después de desnudarse, y debían sacarse la ropa antes de ir a la cámara de gas.
–C. L.: ¿Qué sentisteis la primera vez que las visteis desnudas?
(…)
–C. L.: Os he preguntado qué sentisteis la primera vez que visteis a esas mujeres desnudas y a los niños. No me habéis contestado.
–A. B.: Sabéis, allí no “sentíamos” nada… Era muy duro tener sentimientos: imagínese, trabajar día y noche entre los muertos y los cadáveres. Tus sentimientos desaparecen. Eres como muerto al sentimiento, muerto a todo. Os explicaré una cosa: durante el período que fui barbero en la cámara de gas, llegaron unas mujeres en un transporte procedente de mi ciudad, Czestochowa. Yo conocía a muchas de ellas.
–C. L.: ¿Las conocíais?
–A. B.: Sí, las conocía, vivía en la misma ciudad, en la misma calle. Algunas eran amigas cercanas. Cuando me vieron, todas se aferraron a mí. ¿Abe, qué haces aquí? ¿Qué nos harán? ¿Qué podía decirles? ¿Qué podía decir? Uno de mis amigos estaba conmigo, también era un buen barbero de mi ciudad. Cuando su mujer y su hermana entraron en la cámara de gas…
Aquí, Bomba se detiene. Enmudece. El olvido está a punto de vencer. Lanzmann insiste:
–C. L.: Continúe, Abe. Tiene que hacerlo. Es preciso que lo haga.
–A. B.: Demasiado horroroso…
–C. L.: Os lo ruego, tenemos que hacerlo. Ya lo sabéis.
–A. B.: No podré.
–C. L.: Hay que hacerlo. Ya sé que es muy duro, lo sé, perdóneme.
–A. B.: No lo prolonguéis. (…) Lo metían todo en sacos y lo enviaban a Alemania.
La película no busca explicar. Ofrece el testimonio. Y junto a él los rostros, los parajes, el vacío. El silencio. Enseña lo que no puede ser visto, cómo toda prueba ha desaparecido, cómo las huellas del exterminio fueron borradas. No nos lega la constancia de lo que sucedió, sino del intento por olvidarlo. Y al espectador, a pesar del monumental trabajo y de la fuerza que las palabras de las víctimas contienen, apenas le llega un eco mitigado de la verdad desnuda de ese horror.
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