JULIAN SCHVILDERMAN
El Vaticano del siglo XIX era enemigo del nacionalismo y de los judíos. Así, no es sorprendente que Roma se opusiera al nacionalismo judío; la combinación de ambos. Para cuando surge el sionismo político en la segunda mitad del siglo XIX, la Iglesia Católica se encontraba en una verdadera lucha por su propia supervivencia. La Revolución francesa de 1789 había dado lugar a movimientos liberales, anticlericales, socialistas, republicanos y nacionalistas que sacudirían al continente durante todo el siglo siguiente. Hubo fuertes estallidos revolucionarios en 1820, 1831, 1848 y 1870. Una contienda gigantesca estaba en curso entre el orden católico de Europa central y los ideales gestados en el París de 1789. La península italiana fue sacudida por las tendencias modernistas de los nacionalismos que fueron minando la influencia social, política y legal de la Iglesia Católica. El poder temporal del Papa, es decir, su soberanía territorial sobre los estados papales del centro y norte de Italia, fue severamente dañado. A finales de 1860, el año del nacimiento de Theodor Herzl, al Papa le quedaba en su poder sólo un tercio de sus estados.
Los judíos se encontraron en el medio de esta fiera lucha que el Vaticano libraba contra la modernidad. Por surgir (inevitablemente) en el contexto de emergentes nacionalismos y en una atmósfera de creciente secularismo, liberalismo, y modernismo, y por beneficiarse de todas esas mismas corrientes cuestionadoras del orden clerical establecido, el sionismo estaba destinado a irritar al Papado.
El periódico Civiltà Cattolica, fundando con apoyo del Papa Pío IX, brindó una de las primeras reacciones al nacionalismo judío. Unos meses antes de la realización del Primer Congreso Sionista en 1897, invocó la teoría del desplazamiento y la prédica de la dispersión para sustentar su repudio a las aspiraciones nacionales de los judíos. “En cuanto a una Jerusalem reconstruida, que podría convertirse en el centro de un estado de Israel reconstituido, debemos agregar que esto es contrario a la predicción del propio Cristo”, aseguró el periódico. De manera similar, durante la primera audiencia dada por un Pontífice a un líder sionista unos años después, en 1904, Pío X apeló a la doctrina católica para lidiar con la propuesta liberadora de los judíos. El Papa dio una respuesta teológica a un planteo político, cerrando así toda posibilidad de acuerdo. Los judíos no habían reconocido a Jesucristo, indicó el Papa a Herzl, ergo la Iglesia no podía reconocer a los judíos. En las palabras del Sumo Pontífice: “Los judíos no han reconocido a nuestro Señor, por consiguiente no podemos nosotros reconocer al pueblo judío.”
El Papado también se opuso al sionismo por razones extras a las dogmáticas. Veía a los sionistas ya sea como bolcheviques anti-religiosos ya sea como complotadores desalmados. Ello quedó expresado en las páginas de L´Osservatore romano, el órgano oficial vaticano, que en 1922 convocó a la cristiandad a unirse “en contra del bolchevismo judío en Palestina”, y que el año previo había denunciado a los judíos por su supuesta “hostilidad hacia el cristianismo, guiada por el odio racial y por la sed de dominación”. El Vaticano, además, miraba con preocupación el secularismo de los sionistas y temía que su modo de vida resultara en la profanación de la Tierra Santa. Tenía aprehensiones respecto de su modernismo y liberalismo, y tenía un fuerte temor derivado de la incertidumbre de un posible gobierno hebreo sobre los sitios sagrados de los cristianos, lo que quedó encapsulado en esta aseveración del Monseñor Luigi Barlassina, Patriarca Latino de Jerusalem: “Que Palestina sea internacionalizada antes que algún día ser la sirviente del Sionismo”.
Con la consolidación del sionismo y su creciente aceptación internacional por parte de las grandes potencias, la Santa Sede centró su preocupación en el destino de los lugares santos y en la presencia cristiana en la Tierra Santa. El Vaticano vio desfavorablemente a la Declaración Balfour y a la creación del Mandato Británico sobre Palestina y desarrolló esfuerzos diplomáticos contrarios a los intereses de los sionistas.
El Papado mantuvo su rechazo al nacionalismo judío aún durante la Segunda Guerra Mundial. Con el trasfondo del genocidio de los judíos europeos en curso y con los países del mundo libre renuentes a recibir refugiados judíos, oficiales de alto rango de la Santa Sede se manifestaron contrarios a la idea de crear en Palestina un estado judío. Así, el secretario de estado, cardenal Luigi Maglione, aseveró que “los sentimientos religiosos de los católicos serían heridos y ellos con justicia sentirían por sus derechos si Palestina perteneciera exclusivamente a los judíos”. Monseñor Doménico Tardini, asesor papal, subrayó que “la Santa Sede nunca ha aprobado el proyecto de hacer de Palestina un hogar judío”. Por su parte, Monseñor Thomas McMahon, secretario nacional de la Asociación de Beneficencia Americana Católica para el Medio Oriente (CNEWA en inglés), institución creada por decisión papal, afirmó que los judíos intentarían “expulsar a Jesús de Palestina”. Estas declaraciones fueron hechas entre 1943 y 1944, cuando el Papado tenía pleno conocimiento de la existencia del Holocausto.
El proyecto sionista materializó exitosamente su sueño de fundar una república hebrea en la Tierra de Israel, en 1948. La política antisionista de Roma había sido derrotada.
Revista de los Amigos de la Universidad de Tel-Aviv en la Argentina – Abril 2011
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