Juntos venceremos
viernes 22 de noviembre de 2024

El peso del Padre nazi

ALFONSO DANIELS

Hijo del “carnicero de Polonia”, uno de los más grandes criminales nazis, Niklas Frank lleva toda su vida expiando la culpa de su padre a través de libros y charlas para evitar que la historia se repita.

Me masturbaba cada año la noche del 16 de octubre porque ese día en 1946 ejecutaron a mi padre [Hans Frank] en los juicios de Núremberg. Imaginaba sus últimas horas en la celda, la llegada de los guardas, el trayecto hacia la horca y su muerte; justo entonces alcanzaba el orgasmo”, comenta Niklas Frank, de 71 años, hijo del gobernador nazi de Polonia responsable de la muerte de millones de personas en campos de exterminio. Y único descendiente directo de líderes nazis -aparte del hijo del secretario de Hitler, Martin Bormann- que denunció los crímenes de su progenitor. Lo hizo a través de un libro que publicó en 1987 provocando una tormenta en Alemania. No satisfecho, desde entonces recorre cada rincón dando charlas en colegios y universidades para prevenir que los jóvenes se unan a grupos neonazis, combinando esto con su labor periodística en la revista Stern hasta jubilarse hace unos años.

“Me sorprende que me pregunten si el libro me ayudó a liberarme. Les digo: ‘¿Os habéis libera-do vosotros del nazismo?”

“La noche anterior a una charla no duermo bien. No es fácil matar una y otra vez a tu familia”

“Somos 80 millones de alemanes: de esos, 10 millones son realmente demócratas; del resto sigo sin fiarme”

Junto a él nos acercamos al pintoresco pueblo de Nagold, en el suroeste de Alemania, antiguo reducto nazi cerca de un campo de concentración. Son las siete de la mañana y el día es gris y gélido, con densa neblina. Solo se oyen nuestros pasos avanzando entre lápidas cubiertas de nieve. Enfrente se alza una hermosa iglesia del año 700, abarrotada por un centenar de adolescentes, expectantes ante la llegada del visitante.

Niklas, con barba blanca, botas de trekking y expresión amable, cuenta mientras caminamos cómo, en los años noventa, muchos se iban horrorizados cuando empezaba las charlas con la ejecución de su padre y él masturbándose (“el lenguaje que uso es muy fuerte”), pero añade que esto ha cambiado. “Los estudiantes ahora escuchan y solemos tener una buena discusión después sobre cómo enfrentar los crímenes del Tercer Reich. Siempre me sorprende, eso sí, que me pregunten si el libro ha ayudado a liberarme. Yo digo: ‘Por qué yo?, ¿acaso os habéis liberado vosotros del pasado nazi?’. Parece que fuera solo mi problema”, ríe con ganas. Mirando alrededor recuerda cuando jugaba de niño entre las tumbas de reyes polacos. Y cómo poco después de la ejecución de su padre, cuando contaba apenas siete años, un día vio una foto de cuerpos apilados en un diario y la palabra “Polonia” escrita abajo. ¿No era que Polonia había pertenecido a su familia? ¿De dónde salen entonces tantos cadáveres? “Pregunté a mi madre qué había ocurrido, pero no me dio ninguna respuesta, este shock me ha durado hasta hoy día”.

Otros descendientes no tan directos de líderes nazis también se han enfrentado a su pasado. Bettina Goering, sobrina-nieta del mariscal y mano derecha de Hitler, llegó a ligarse las trompas de Falopio a los 30 para no tener descendencia. Y Katrin Himmler, sobrina-nieta de Heinrich Himmler, líder de las SS, se casó con un israelí hijo de supervivientes del Holocausto y escribió un libro contra su familia que acaba de ser publicado en España (Los hermanos Himmler, biografía de una familia alemana). Pero ninguno provocó tanto revuelo como Niklas por la dureza de sus palabras y el odio contra su padre, atrayendo cartas de todo tipo: algunas le dicen que a quien deberían colgar es a él.

El rumor de los estudiantes crece a medida que nos acercamos a la iglesia. Dentro, la nave del templo está a rebosar y algunos profesores se acercan a saludar mientras los niños observan curiosos. “Estoy nervioso, la noche antes de una charla no duermo bien. No es fácil matar una y otra vez a tu familia”, dice Niklas en voz baja mientras se dirige hacia una mesa dispuesta junto al púlpito, donde se instalará. Los niños hablan animadamente y ríen entre ellos, pero callan en cuanto Niklas empieza a relatar la ejecución de su padre, un abogado exitoso quien, traumatizado por la humillación de Alemania en la Primera Guerra Mundial, fue pionero en unirse al partido nazi al poco de terminar la contienda. Se convirtió en asesor jurídico personal de Hitler y escaló puestos hasta ser nombrado ministro de Justicia de Bavaria tras la subida de los nazis al poder y de ahí a gobernador de la Polonia ocupada.

Niklas rememora su infancia. El día en que visitó un campo de trabajo esclavo cerca de Auschwitz acompañado de su niñera y los guardas nazis obligaron a internos judíos escuálidos a subirse a un burro que brincaba al ser atizado, provocando su caída. Los presos debían subirse de nuevo, entre las carcajadas del niño. Pero ellos no reían. Y cuando acompañó a su madre al gueto de Cracovia en un Mercedes para comprar pieles a sastres judíos por el precio que ella quisiera, y sacó la lengua a un niño judío de su edad que pasaba por allí entre policías con látigos y cómo este se alejó en silencio (“me sentía victorioso, me regodeaba en mi victoria”). Sin olvidar que le encantaba lanzarse contra la gente montado en un cochecito de juguete y nadie podía decirle nada porque era hijo del rey nazi de Polonia.

Niklas termina relatando los últimos días de su padre antes de ser capturado por los americanos, escondido en un palacio en Silesia junto a sus secuaces, reordenando cuadros de Rembrandt y Leonardo da Vinci y bebiendo champán hasta emborracharse. Y cómo después huyó a una casa en Bavaria acompañado de su amante, donde se pasaba horas observando una pistola dorada que tenía sobre la mesa.

“Siento tanto placer que podría masturbarme”, comenta Niklas, “solo con imaginármelo sentado con la pistola esperando la llegada de los americanos y su mente dando saltos preguntándose: ‘¿hay alguna salida?, ¿debería apretar el gatillo? Pero fui rey de Polonia; no lo hagas, Hans, seguro que te perdonarán’. Qué error tan maravilloso que cometió”. Años después, Niklas preguntó a la mujer si su padre había considerado en serio suicidarse y ella respondió que para eso era demasiado cobarde.

Al final, los aplausos retumban en la iglesia, los estudiantes visiblemente contentos de haber venido e impactados por lo escuchado. Niklas está exhausto aunque aliviado. De allí vamos a dos colegios más junto a Gabriel Stängle, un profesor de historia de 39 años quien organizó la visita, donde el recibimiento y la reacción de los estudiantes es similar. En el coche, Niklas habla sobre la vergüenza que siente, ya que tras la guerra en Alemania nadie quería hablar sobre el Holocausto, algo que solo empezó a cambiar gracias a la generación del 68, cuando los jóvenes empezaron a preguntar a sus padres y abuelos qué había ocurrido en realidad. “Somos 80 millones de alemanes: de esos, unos 10 millones hoy día son realmente demócratas, del resto sigo sin fiarme en absoluto”, nos comenta. En eso Stängle, nuestro guía, interrumpe y señala que en este hermoso pueblo y antiguo reducto nazi las heridas del pasado aún no se han cerrado. Los judíos del lugar, la mayoría ganaderos, fueron deportados a Letonia en 1941 y la mayoría murió nada más llegar, mientras que los alemanes, sus antiguos vecinos, se dedicaron a ocupar sus casas, robar sus pertenencias y guardaron silencio. Un silencio -añade- que solo empezó a quebrarse en junio pasado, cuando, tras una fuerte polémica, se inauguró un memorial en un campo de concentración a pocos kilómetros. Cientos de judíos de Auschwitz murieron allá trabajando como esclavos en la construcción de una pista de aterrizaje para cazas nazis que intentaban evitar los bombardeos aliados de Stuttgart.

“Hay campos similares dispersos por todo el país”, afirmó. “En los años noventa y 2000 comenzaron a construirse memoriales en ellos, nosotros llegamos tarde comparado con el resto. Al principio, la gente se preguntaba para qué remover el pasado, los soldados franceses que ocuparon la zona forzaron a los habitantes a ver con sus propios ojos los cadáveres amontonados y la gente quedó traumatizada”. “Pero poco a poco la actitud está cambiando. Cuatro supervivientes del campo vinieron hace meses con sus familias y el encuentro fue muy emotivo, la gente apoya cada vez más el proyecto, aunque aún falta mucho por hacer. Por eso es tan importante traer a gente como Niklas”, sentencia Stängle mientras el citado asiente.

Había sido un día largo. De vuelta en Nagold, entre mujeres con bolsas que salían de las tiendas de ropa en la elegante calle peatonal recién remodelada que atraviesa el pueblo y grupos de jóvenes riendo, pregunto a Niklas qué ha sido de sus hermanos. Su hermana Kitty -responde- se suicidó al cumplir los 46 porque prometió no superar la edad en que murió su padre, y su otra hermana emigró a Sudáfrica, ya que allí, al menos, existía el apartheid.

La última vez que habló con ella fue hace casi 20 años, poco antes de que falleciera, cuando la llamó y ella le dijo que en ese momento estaban calculando con unos amigos cuánto tiempo lleva quemar un cuerpo y que, según sus datos, era imposible que seis millones de judíos murieran en el Holocausto. Niklas colgó el teléfono y nunca más telefoneó de vuelta.

Mientras, su hermano mayor, Norman, el único que le apoyó tras editar el libro sobre su padre, se fue a vivir a Argentina tras la guerra y fue recibido como héroe por la comunidad nazi allí emigrada. El hijo del “carnicero de Polonia”, injustamente ejecutado en Núremberg, está aquí, el mismo que se sentó en las rodillas de Hitler, solían decir. Fue tal la adoración que despertó, que no pudo más y se fue de Buenos Aires para vivir en la jungla y luego a los Andes hasta que su madre le rogó que volviera a casa.

Ya es tarde y comienza a nevar de nuevo. Antes de despedirme pregunto a Niklas si tras estos años sigue odiando a su padre. “Ya no, más bien lo desprecio. Me dolerá el resto de mi vida lo que hizo, sobre todo ahora que tengo tres nietos maravillosos de tres, cinco y siete años, y pienso cómo no les importaban nada los niños, los asesinaron, fue terrible, siempre que lo pienso me enfurezco con mi padre”.

EL PAÍS

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