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jueves 21 de noviembre de 2024

Mahler vive

JESÚS RUIZ MANTILLA

Cuando se van a cumplir 100 años de la muerte de Mahler, su música está más vigente que nunca. Su profunda verdad ha calado hondo. “Mi tiempo llegará”, decía ante el desprecio de críticos y directores de orquesta.

Hace poco superó a Beethoven como el músico más interpretado en auditorios. Desde Abbado o Boulez hasta Rattle o Chailly, las batutas más importantes se han examinado con su obra.

El de las ideologías medio fanatizadas, la revolución industrial, la incipiente luz eléctrica, los tranvías, la claque en el gallinero, los nubarrones nacionalistas que desquebrajaron imperios y dinastías como la austrohúngara no fue el tiempo en que podía entenderse en toda su dimensión a Gustav Mahler.

La época en que Freud sentaba las bases del psicoanálisis en las tardes frías de su diván mientras Stefan Zweig se bebía la vida en los cafés de Viena sin que se le pasara por la cabeza el suicidio y Klimt anunciaba la secesión, no eligió como opción preferida de banda sonora sus sinfonías. Más bien se decantó por los títulos que el músico programaba como director en la Ópera de Viena y que no eran creaciones suyas.

El tiempo de Mahler tiene más que ver con el pánico al Apocalipsis climático y la esperanza en la ecología, con el desafío natural a la ley de Dios por la grandeza de los hombres, la posmodernidad imbricada sutilmente en una sofisticación más alejada de la austeridad de lo moderno, con la flexibilidad del ciberespacio, la multiculturalidad apátrida -él lo fue tres veces-, la libertad y el terreno para ciertas pasiones desatadas, el frío, la soledad, la intemperie del alma sin certezas, con necesidad de consuelos espirituales de fondo.

El tiempo de Mahler es más este que el siglo anterior, donde fue admirado por los rupturistas y un público fiel mayoritariamente compuesto por judíos, pero no se alcanzó con plenitud a adivinar su trascendencia, su profunda verdad. Hoy, cuando se van a cumplir 100 años de su muerte -el 18 de mayo de 1911 en Viena-, la música de Mahler está más viva y vigente que nunca.

Hace poco desbancó a Beethoven como el músico más interpretado en los auditorios. No hay director serio dedicado al repertorio sinfónico que no pase el examen de sus contraposiciones armónicas, de sus paseos por el cielo y el abismo, de su universo sonoro, sutil y lleno de matices. Todo eso y más ha conducido al crítico británico Norman Lebrecht a escribir un vibrante y brillante ensayo sobre el músico: ¿Por qué Mahler?

Pues porque turba a estadistas, gobernantes y poetas con su verdad alejada de los eufemismos, porque ha cambiado la vida de mucha gente, porque es irónico en su sensibilidad y su juego de sonoridades, porque describe el desorden del mundo, porque ha influido de manera absoluta y directa en todo el concepto contemporáneo de espectacularidad y ha abierto caminos en el jazz, el rock y las bandas sonoras -del John Williams de La guerra de las galaxias a los juegos sinfónicos de Pink Floyd y los brillantes experimentos de Uri Caine-, porque en su música se puede leer a Freud -que lo trató en vida-, a Nietzsche, a Schopenhauer, trazar paralelismos con las estelas de los narradores más revolucionarios de su época y escrutar la teoría de la relatividad, porque es subversivo y esperanzador, corpóreo, epidérmico y trascendental en un mismo compás…

“Mi tiempo llegará”, solía clamar cuando se sentía despreciado por críticos y directores de orquesta. Su tiempo era el futuro. Fue visto y anunciado por los radicales, a los que apoyó sin dudarlo. Arnold Schoenberg, precursor de la rompedora Escuela de Viena, decía que se aprendía más de música observando a Mahler vestirse que acudiendo a clase en cualquier conservatorio.

Elegante y magnético, nervioso y entregado, Mahler no necesitaba mucho tiempo para engalanarse. Adornaba con discreción su metro sesenta de estatura, pero cuando entraba en un café a tomarse una cerveza por la noche -uno de sus placeres-, las cabezas se tornaban. Y en las tertulias sorprendía su tono de voz: barítono cuando estaba relajado y tenor si se encontraba inquieto.

Llamaba la atención y a la vez era un misterio. ¿Era Mahler bueno?, se pregunta el autor en el libro. “Un santo”, dijo Schoenberg. “Un genio y un demonio”, le calificaba el director Bruno Walter. “Encontrar al verdadero Mahler es una batalla expedicionaria a través de sus contradicciones”, cree Lebrecht.

¿Estaba loco? Era una pregunta muy frecuente. A menudo se lo podía encontrar uno hablando y gesticulando solo por la calle. Muchas veces se mostraba irascible y sus estados de ánimo oscilaban entre la euforia y la depresión. Freud lo llegó a tratar en una sola sesión de cuatro horas y lo consideró “un hombre genial” de quien le fascinaba, dijo, “el misterioso edificio de su personalidad”. Pero amaba la vida y cuando se sentía realmente hundido, encontraba esperanza en la mera melancolía. “La tristeza es mi único consuelo”, llegó a escribir. Lo demostró de manera explícita y grandiosa en su Segunda y Tercera sinfonías, en el Adagietto de la Quinta y sobre todo en la Novena y la inacabada Décima, escritas con anotaciones de desesperación vital y amorosa al margen por una profunda crisis en su relación con su esposa, Alma. Aun así, pese a su intensidad y junto a las demás, Toscanini las consideraba tediosas.

En todas ellas está Mahler, como en sus cantatas, su música de cámara o sus ciclos de canciones, desde las de los niños muertos a la de la Tierra. Ese ser desarraigado, el nómada interior y quien desde niño tuvo que enfrentarse tantas veces a la muerte y a su indiferencia, se consideraba tres veces ápatrida: “ Como bohemio en Austria , como austriaco entre los alemanes y como judío en todo el mundo” , decía. “Anticipa los principios de la multiculturalidad. Observa su entorno como un judío en los márgenes de un imperio católico en decadencia y anticipa su desintegración”, comenta Lebrecht.

Nació el 7 de julio de 1860 en Kalischt, aunque ese mismo año sus padres se trasladan a Iglau, hoy Jihlava, perteneciente a Bohemia. Hijo de unos taberneros, pasó la infancia traumatizado por la muerte de muchos de sus hermanos. Es un tema presente en su Primera sinfonía, ‘Titán’, en la que incorpora una marcha fúnebre irónica por medio de la que trata de expresar lo que siente al ver salir hacia el cementerio los cadáveres de los niños ante la indiferencia de los borrachos.

Pero su hábitat vital más intenso será Viena. Allí se convirtió en una celebridad. Allí estudió y sufrió el desprecio por su condición de judío -se sintió sucio y asqueado de sí mismo al verse obligado a convertirse al catolicismo para prosperar en su carrera- y la admiración del público por su obsesión perfeccionista como director de orquesta, una manera de trabajar que marcó época por el rigor y la entrega sin tapujos al arte.

En la Viena de la década de los setenta, adoptó como padrino a Anton Bruckner, a quien pasaba por alto sus comentarios antisemitas por el gusto de disfrutarle como mentor. En aquellos tiempos, la actitud contra los judíos era tan natural como inconscientemente poco amenazante. Así que Mahler llegó a idolatrar a Wagner al tiempo que se hacía vegetariano. Se obsesiona con el ejercicio físico y en el poco tiempo libre que le resta se dedica a componer encerrado en una cabaña junto a un lago o en sus casas de campo, a menudo acompañado de las mujeres que más amó: primero la violinista Natalie Bauer-Lechner y después Alma Maria Schindler, con quien se casó en 1902 y mantuvo una relación que ha inspirado novelas, películas y tratados amorosos.

Entre la pasión desatada -“cuando te acercas a él, te quemas”, confesaba Alma en sus diarios-, la traición -le engañó con el arquitecto y diseñador prusiano Walter Gropius, entre otros, con quien acabaría casándose-, la muerte de una hija y los problemas de salud, Gustav y Alma han pasado a la historia como dos protagonistas amantes a quien su experiencia nutrió y devastó a partes iguales.

Tanto que cambió la historia de la música. Ella fue musa e inspiración para crear una Décima sinfonía que se construye sobre una disonancia de nueve notas, no regida por ninguna ley armónica anterior. Schoenberg y Alban Berg lo incorporan a su ideario de catarsis como una religión.

Su huella como director de orquesta es fundamental. Crea escuela allá donde va: en Leipzig -como segundo de Arthur Nikisch-, en Hamburgo, en Budapest y en Nueva York, donde dirigió en el Metropolitan, adonde llegó como un profeta -eso sí, muy bien pagado, “cinco veces más que en Viena”, especifica Lebrecht- y acabó realmente enfermo por los disgustos que mermaban su libertad creativa.

Pero sobre todo, su carrera como director despunta en la capital del imperio. No así cuando dirige sus propias obras, que son contestadas, controvertidas, despreciadas aunque aclamadas por minorías que luego serán crecientes. “Mahler, en esa doble vertiente, define el papel del director como un recompositor.

Por eso es posible entender la enorme diferencia que existe entre las versiones de Abbado o Dudamel, por ejemplo”, dice Lebrecht. Tanta también que un Adagietto de la Quinta puede durar entre 7 y 14 minutos, dependiendo de quién coja la batuta.

Son los directores, una vez muerto, quienes le encumbran a su dimensión crucial en la historia de todas las artes. Le cuesta ser reconocido y lo logrará en vida, pero no con la trascendencia que lo es hoy. Su legado crece a partir de la Segunda Guerra Mundial. Sobre todo gracias a Bruno Walter, Leonard Bernstein, Bernard Haitink y después Claudio Abbado, Pierre Boulez, Simon Rattle o Ricardo Chailly, entre otros. Hoy, la prueba Mahler es el certificado por el cual debe pasar cualquier gran orquesta o director. El examen final, un digno termómetro de la más pura sensibilidad del público contemporáneo.

La forma sinfónica acaba y empieza de nuevo en él. “Muere como forma clásica en los inicios de su Primera sinfonía. Era un outsider y un subversivo.  A los 27 años ya plantea que pueden tener más de cuatro movimientos y comenzar sin un tema definido. Le dijo a Sibelius: “La sinfonía es como el mundo. Debe abarcarlo todo”, cuenta el crítico británico. Justo como trataban de hacer en ese mismo tiempo Marcel Proust, Thomas Mann, Tolstói o Joyce con la novela.

Como todos ellos, fue difícil entenderlo en su tiempo y este, en vida, fue relativamente corto. Apenas cumplió 51 años. Su enfermedad coronaria, una endocarditis irreversible, se manifestó en Estados Unidos. La misma Alma culpó a las tensiones que sufrió en la Filarmónica de Nueva York. “En Viena era todo poderoso, allí tenía a 10 señoras diciéndole lo que tenía que hacer”.

El mal era intratable. Quiso morir en Viena. Alma permaneció a su lado, lo mismo que por los jardines del sanatorio le aguardaban Alban Berg, Schoenberg -“¿qué será de él si yo me muero? No tendrá a nadie”, le confesó preocupado a su esposa en los últimos días-, también Gustav Klimt, Arthur Schnitzler…

Inmerso en su agonía, Alma le escuchó decir: “Mozart”. Había dejado instrucciones de que en su lápida del cementerio de Grinzing solo se leyera: Mahler. “El que venga a verme sabrá quien fui. El resto no necesita enterarse”.

¿Por qué Mahler? Cómo un hombre y diez sinfonías cambiaron el mundo. Norman Lebrecht.

Traducción de Barbara Ellen Zitman Ross.

Alianza Música. Madrid, 2011.

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