MAY SAMRA
Se dice que Dios creó el universo por un exceso de bondad… 5,709 años después, creó Israel por un exceso de energía.
Me volví exiliada cuando la guerra civil de 1975 destruyó mi país, Líbano, donde los judíos vivíamos en paz. Mi primer viaje en avión me llevó, sola, a una Inglaterra sepultada bajo la nieve de diciembre, al cuidado de unos tíos que jamás había visto. Desterrada del calor de mi tierra y del cariño de mis padres, temblándome las piernas cada vez que escuchaba la música que anuncia las noticias, refugiada en el calor de las bibliotecas municipales, viví cinco meses de terror, torturada por mi propia imaginación, que fabricaba escenas trágicas de mis seres queridos. Mis parientes ingleses, preocupados por mi depresión, no sabían qué hacer conmigo. Y me enviaron a Israel. Allí, me recibieron mis padres y mis hermanos, quienes, en una decisión repentina y para salvar la vida, habían decidido dejarlo todo en Líbano y emigrar al único lugar que acoge e integra a cualquier judío “no importa de qué agujero sale”, como me lo dijo un oficial de la policía fronteriza israelí .
Éste fue el primer milagro. De un solo golpe recuperé a mi familia, el clima de mi tierra, mi orgullo de ser judía, mi identidad. Llegué a la festividad de Pésaj: los judíos celebrábamos la salida de la esclavitud y la llegada a la Tierra Prometida. Yo, que había conocido la guerra, el dolor del destierro y la soledad más absoluta, agradecía cada paso, cada despertar. Vivía en un kibutz y mi familia en Tel Aviv. Amanecía frente a la inmensidad de un campo de algodón; salía, despuntando el alba, al campo, en la parte trasera de una pick up; cortaba y comía manzanas hasta quedar exhausta y estudiaba el hebreo en las tardes. Iba a excursiones a conocer la Tierra, un deporte nacional israelí. Los viernes en la tarde, gracias al modesto “salario” proporcionado por el kibutz, compraba en la cooperativa una jalá de chocolate y cacahuates para tostar y me dirigía a ver a mi familia a Tel Aviv, cediendo los lugares del autobús a los jóvenes soldados de Tzahal, ángeles guardianes que veía con devoción derrumbarse en el asiento y quedar instantáneamente dormidos.
Caminaba las calles sintiéndome parte de cada hoja, de cada árbol, de cada piedra. Era una refugiada, sin dinero, sin futuro, que limpiaba, cantando, las casas de niños de kibutz. Estaba en paz, estaba en casa.
El Estado judío no estaba destinado a ser mi hogar, pero, cada vez, al llegar, me maravillo al leer, a la salida del avión Bienvenidos a Israel. Mi primer Retorno fue en 1997 y, desde entonces, el Estado judío ha sido una fuente de inspiración y energía. Crecimos juntos y maduramos: Israel siempre joven, siempre en peligro, siempre un milagro. Allí donde la libertad de expresión no es palabra vana, entendí la importancia del cuarto poder. Al escuchar, en una conferencia, a un grupo árabe israelí exigir a la única nación judía que eliminara la estrella de David de su bandera y borrara la palabra ‘Sión” de su himno, comprendí que puede haber excesos de democracia. Al conocer los decretos de su Corte Suprema, me percaté de la igualdad de derechos de todos sus ciudadanos ante la ley.
Israel es un país pequeño, casi una familia, donde los líderes no han dejado de ser servidores públicos: se cuenta que los ciudadanos comunes y corrientes tocaban a la puerta de la Primer Ministro Golda Meír para hacer llegar sus reclamos al gobierno. Allí conocí a algunas de las personas más queridas para mí, fuera de los míos. Entrevisté al jefe de la policía de Tel Aviv sin grabadora (me la quitó), recorriendo la playa, mientras él amonestaba a ciudadanos que celebraban un picnic sin permiso de las autoridades. En un avión que iba de Eilat a Tel Aviv, Benny Kashriel, alcalde de Maale Adumim (un enclave judío en Cisjordania, que es el hogar de 40,000 de los 250,000 colonos judíos de los llamados “territorios”) se mostró encantado de responder a mis preguntas. Shlomo Amar, el rabino principal sefaradí de Israel, interlocutor de grandes dignatarios a nivel mundial, me recibió afablemente y me permitió filmarlo; al llegar, creí haberme equivocado de lugar, tan humilde era su departamento. En los pasillos de los congresos, aprovechando el ambiente informal y de libertad, charlé con Yehuda Amijai, Amos Oz, Michael Oren, José María Aznar, Antoine Lahed y James Woolsey. Me reí con Ariel Sharon, cuando aun era Ministro de Defensa, conocí a Shimón Peres en un elevador, y escuché, en cada visita, a Benjamín Netanyahu, siempre heroico en su papel de opositor.
Vi cambiar, sin revolución, a un país del socialismo al capitalismo. Los kibutzim cerraron sus comedores colectivos y sus casa de niños, pero la agricultura siguió siendo una actividad básica entre la población. La economía logró una gran superación, no siempre en beneficio de los menos afortunados. Cuando conocí esa nación, un jabón era un buen regalo de bodas, y mi prima tenía una licuadora y una batidora guardados debajo de la cama, en espera de encontrar un novio y casarse. (Mucho) más adelante, otro de mis primos me invitó a su villa en Rishón Letzion, en un departamento de primera, donde comimos barbecue en el solarium.
Israel, nación judía por excelencia. Mi tía haciendo un taboule muy oriental con el perejil Gush Katif, mucho más caro, pero repleto de insecticida y por lo mismo garantizado sin “bichos” para cumplir con las especificaciones de la dieta ritual judía. La calle de los viernes a medio día, todo el mundo cargando flores y pasteles y deseándose Shabat Shalom; ni un local abierto a partir de las dos de la tarde. Los nombres de las calles escritos en hebreo ¡en hebreo!, pueblo mío que ha sabido darle un vocabulario mítico a una epopeya extraordinaria. En Yom Hazikarón, una sirena proclama el inicio de un minuto de silencio en memoria de los caídos en conflictos bélicos; el tráfico se detiene, los peatones suspenden su movimiento, absortos en luto; de pronto, ciudades enteras se paralizan, como si el tiempo se detuviera. Celebraciones judías en plena calle, Sifrei Torá liberados de su timidez diaspórica y calentados por el glorioso sol del Eretz, cargados por robustos brazos, morenos del sol del Medio Oriente.
Israel, país de árabes también. El palestino limpia ventanas del hotel quien, feliz de conocer a una judía árabe, llenó mi cuarto de flores porque lo saludé en la mañana con un “Mañana de luz” al cual me respondió “Mañana de abundancia”. El taxista que me explicó la diferencia entre sunnitas y chiítas mientras me llevaba de Jerusalén al Mar Muerto: “Los chiítas son herejes”. La joven novia árabe quien, en un autobús, saliendo del centro comercial Malka, me enseñó su ajuar – los camisones desplegados en los asientos, las arracadas de oro – y me invitó a su boda llamándome “hermana”. El presidente de los hoteleros de Jordania, palestino nacido en Jerusalén, con quien escribí el artículo “Los días felices”, en el que relatamos experiencias personales de armoniosa convivencia entre árabes y judíos…
Los peligros a los que se ha ido enfrentando Israel variaron con los años, desde las guerras con los países árabes vecinos, entre los cuales algunos eligieron la paz, hasta las amenazas de exterminio de Irán que, hace 30 años, con el Shah, era gran amigo de los judíos. Y una constante, el terrorismo islámico, para el cual Israel fungió como conejillo de indias (con funestas secuelas en otras partes), mientras el mundo, observador impasible, analizaba, desde la distancia, cuánto tiempo podría resistir una población ante el espectáculo de pedazos de su gente colgando de los árboles. Peligro de sobrevivencia, reto constante, a los cuales ha ido acostumbrándose el israelí promedio, quien vive como si no hubiera un mañana, rebosando sus playas, restaurantes y discotecas de juventud desenfrenada, de razas distintas. De vida.
Cruza mi mente ese versículo de Deuteronomio: “ He aquí que he puesto ante ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida”.
Recuerdo una bella mañana de domingo en Jerusalén, donde había acudido en el marco de un Congreso de Turismo. Estaba escogiendo el vestido que llevaría esa noche, en una cena con el Primer Ministro y pensando en cómo me quedaría el peinado para el cual había hecho cita en el salón, cuando escuché una enorme deflagración. Tomé mi abrigo y mi cámara, rezando para que fuera un avión que había superado la velocidad del sonido.
No lo era. Un suicida se había hecho explotar en un autobús, llevándose con él a niños y a ancianos, entre otros. Un ser humano hecho de odio inoculado desde la infancia, odio transmitido por los programas de televisión “educativos” palestinos a los infantes (con Mickey Mouse como protagonista), odio en la suma y la resta, odio en la geografía, odio en los huesos. Dicho espectáculo, como sacrificio sobre la piedra blanca de la Ciudad Sagrada (la imagen de un brazo tirado en el pavimento me seguirá por siempre), me hizo volver al hotel cegada por las lágrimas, vomitar mi desayuno y maldecir mi vanidad y la futilidad de mi vida.
Acudí al salón a cancelar mi cita. La estilista me preguntó por qué lo hacía y le respondí que acaso no sabía lo sucedido en la esquina de su local. “Claro que sé, dijo, pero no reaccionamos así en Israel. Vaya a la farmacia, compre unos ansiolíticos, descanse un poco y vuelva conmigo”. Ante mi sorpresa, explicó: “Nosotros, los israelíes, no podemos dejarnos derrotar ni desmoralizar. Eso es lo que “ellos” quieren. Debemos seguir viviendo como si nada hubiera pasado”. Ese día, una peinadora me dio una lección de resistencia que recuerdo a menudo.
Quienes no atacan frontalmente al Estado judío se cuestionan si nosotros, los judíos, nos merecemos una patria. Se vuelve a poner en duda la legitimidad de la única nación que puede presumir de bases morales. Y no se trata solamente de la necesidad de un hogar tras los horrores del Holocausto, sino de un territorio propio expoliado por siglos, documentado en uno de los libros fundamentales de la civilización occidental. Ningún pueblo que haya nacido en su tierra, la haya trabajado ( “La tierra es de quien la trabaja”, decía Zapata) y la haya pagado con dinero y con sangre, tiene más derecho a habitarla como el pueblo judío a Israel. Reconocido por la ONU, Israel existe, se defiende, y no tiene intención de cometer un suicidio colectivo, a pesar de ser medido “con una vara distinta” por el mundo.
Es por ello que, a veces, me preocupa el porvenir del centro nacional y espiritual judío. Miro con angustia sus playas, sus vergeles, sus ciudades. Sesenta y tres años de lucha. Cinco y medio millones de mujeres, hombres y niños que no caben en el Medio Oriente, no porque no haya espacio, sino porque los judíos, desde el inicio de los tiempos- y a pesar de sus logros- no han encontrado aceptación en la hermandad de las naciones.
Alguna vez, en respuesta a mi inquietud, un oficial del ejército norteamericano me dijo que Israel era un país diseñado para cuidarse a sí mismo. Le respondí que Israel no era sólo un país: “Es un anhelo nacional de siglos, un sueño de milenios, una idea”.
Y las ideas nunca mueren.
Del libro “Sesenta Voces por Israel desde México” / KKL.
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