VUELVE PERENGANA/ Mi amiga halebi

PERENGANA/CDI

Recuerdo mis años en el colegio, cuando no tenía mucha información acerca de que hay otros judíos que no llegaron de Europa sino de países árabes, no me explicaba que esto fuera posible cuando Israel se encontraba siempre en guerra con ellos. Hasta que conocí a mi amiga halebi1. Sus abuelos habían nacido en Siria, dejaron en ella un legado cultural e idiosincrático igual de poderoso que el que mis abuelos me habían dejado, pero con una diferencia clara: Los míos llegaron de muchos países a México, incluso entre ellos mismos existían diferencias. No era lo mismo, el que venía de Moscú, comunista estalinista, que el que venía de Kiev; ni mi abuela religiosa de Polonia, que la que se escapó de los bolcheviques desde muy pequeña para llegar a Francia y alcanzar a ser una gran intelectual enciclopedista. Unos hablaban yidish2, otros ruso, y otros francés, y a veces para entenderse entre ellos quizás usaban el inglés. Una prendía velas de Shabat3 y la otra era agnóstica. Uno se ponía Tefilim4 y el otro trabajaba en la embajada rusa. Pero eso no sucedía con mi amiga halebi. En su hogar se respiraba un ambiente muy distinto, tanto que llegar a su casa era para mí una liberación, porque no se sentía ese extraño aroma de sufrimiento que existía en mi casa, con tantos muertos cercanos en tiempo y en sangre. Las dos muy probablemente con experiencias de persecución, esa línea directa del inconsciente colectivo, con nuestras frecuentes discusiones de hace cuánto nos mataron, como si presumir de la muerte fuera mejor que la vida, o como si se tratara de hechos ocurridos hacía algunos siglos o tan sólo unas décadas, para el caso era lo mismo.

Lo que yo sí creía, era que su familia lo había superado mucho mejor que la mía, que siempre se lamentaba de las desgracias personales e históricas. Pero todo se me olvidaba cuando llegaba ahí, desde la Condesa hasta esa casona de Polanco, estrictamente en las calles de Anatole France, ese inmenso castillo con un sótano lleno de congeladores de kipe, galletas de almendra, pistaches, garbanzo, pan y salchicha árabe, y tantos otros nombres raros que a pesar del tiempo no logré memorizar, que tienen en mí ese sabor travieso de la infancia, peleando ambas por descubrir nuestra propia identidad para sabernos hermanas.

Mi familia no necesitaba tantas sillas para el Shabat o el Pesaj, y mucho menos para Rosh Hashana. Mi padre tenía una hermana escritora, pero no tenía mucho interés de asistir a las cenas, mi madre no tenía hermanos, y mis abuelos menos, a todos los habían asesinado los nazis en los campos. Ellos estaban aquí por decisiones tomadas en pocos segundos, o quizás por milagro, salir de esos lugares para llegar a México en el preciso momento en el que uno se salva por azares del destino. No era como con mi amiga halebi.

A veces me invitaba a sus reuniones, que eran enormes fiestas con muchos meseros para atender a más de setenta personas, porque Esther, mi amiga, tenía seis hermanas casadas y ya era tía a los trece años. A sus hermanas no las obligaron a estudiar como a mí, se habían casado desde los dieciséis, quizás estoy exagerando con la edad, pero yo no sabía ni lo que significaba estar casado cuando mi amiga cargaba a decenas de sobrinos. Eso no sucedìa en mi casa.

Las dos pasábamos por largos momentos de soledad, mientras mi madre tenía que apoyar las deficiencias económicas de mi padre, la mamá de Esther la dejaba horas para atender sus múltiples actividades familiares con tantos nietos. Esa gran soledad nos unió en miles de horas de juego y sabiduría infantil acerca del mundo que nos rodeaba. Los amores y fantasías de adolescente, el descubrir las emociones y la condición de mujer, mi libertad y su control social, porque ella tenía que conseguir pronto un novio halebi, ni siquiera shami5, mientras que para la franja izquierda de mis abuelos, hasta quizás podría ser un no judío. Entonces también empezaban las cálidas e intensas discusiones con Esther acerca de mi dudosa ascendencia judía.

Además existían diferencias en la forma de ganarse la vida, el comercio y los grandes negocios de la familia de mi amiga halebi me permitieron conocer un mundo algo lejano a la vida de quienes vivían de profesiones como mis padres ashkenazis, académicos, esos enciclopedistas franceses que abogaron por otros estilos de vida. Entonces, yo no tenía casas en otros lugares del mundo o de la provincia, pero mi amiga halebi sí, y me permitía vacacionar con ella en esos majestuosos lugares en los que uno verdaderamente se siente el rey del mundo sin serlo, y siempre me asaltaba la idea de la gran equivocación de mis padres, pensando que los libros y la alta cultura permiten poseerlo todo.

Pasaron los años, ella continúa cerca de la religión, tiene quizás un canal más abierto con Di-s, memorizó mejor los rezos de la escuela, los frecuenta más que yo, pero ella siempre reza por mí con Él. Y cuando me siente extraña, me lleva y yo me dejo ir con ella. Sigue cuidándome de la misma forma como lo hacía hace algunos años, cuando sabía lo mucho que yo también sé disfrutar de la vida.

Hoy, a la distancia, su esposo en Shabat me avienta el pan y lo tengo que cachar riéndome de esa extraña costumbre que no tenían en mi casa, pero mientras ella comía tortillas y arroz en Pesaj y yo guefilte fish, nos queríamos con nuestras grandes diferencias, con nuestras claras similitudes, pero sobre todo con esa vivencia que nos permitieron la escuela y el Deportivo, y de no ser por eso, nunca nos hubiéramos conocido. Este escrito es un tributo a ella y a esos espacios que me permitieron disfrutar y conocer, de tan de cerca, lo que es tener a una gran amiga halebi.

1 Se llama halebi, al sector de la Comunidad Judía

originaria de Alepo (Halab, en árabe), Siria.

2 Idioma hablado por los judíos de Europa oriental.

3 Sábado.

4 Envolturas de cuero que guardan pasajes de la Biblia , que los hombres se colocan en los rezos.

5 Descendientes de inmigrantes judíos originarios de Damasco (Sham, en árabe), Siria.

6 Judíos de Europa. Ahskenazí, alemán.

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