“Las carcajadas resuenan en mis oídos. Entre otras cosas, porque eran frecuentes. Mi razonamiento matemático era pobre y los problemas en apariencia simples que nos planteabas eran acertijos para mí. Generalmente fallaba. Los problemas tampoco eran muy adecuados: En el cumpleaños de Pepe había cuatro invitados. Su mamá partió el pastel en octavos. ¿Cuántos octavos le tocaron a cada uno? ¿Cuántos octavos sobraron?
Este problema me suscitaba las siguientes preguntas: ¿cómo se partirá un pastel en octavos? En los cumpleaños nadie mencionaba las fracciones para repartir el pastel. Se cortaba en rebanadas y ya. Por otra parte yo no sabía si Pepe y su mamá también habían comido pastel, y no me explicaba por qué tendría que sobrar, pues generalmente si queda algo se lo comen los que acaban primero.
Como ves, el problema no era nada sencillo, además de estar mal planteado. Y cuando leías mi respuesta “Les tocaron una o dos rebanadas y no sobró ninguna”, brillaba en tus ojos una chispa que me infundía terror y dictabas tu sentencia: “Pues si ellos comieron una o dos rebanadas y eso te parece lógico, también te dará igual si yo te pongo cinco o diez; y he decidido añadir otro hermoso cinco a tu colección”.
Yo nunca podía distinguir claramente lo que decías. En el momento en que percibía la ironía de tus palabras apretaba las manos contra mi cuerpo y cerraba los puños para protegerme, con la esperanza de que la tierra se abriera y me tragara. El pánico me invadía y se me pintaba el rostro de rojo; de ahí proviene el apodo que me pusieron.
Puedes alegar que ésa no era tu intención. Estoy dispuesto a creerte si me dices cuál era tu verdadera intención, pues no logro reconocerla. Seguramente no eras tan tonto para creer que yo aprendería de esa manera, ni que yo reaccionaría a tus burlas intentando demostrarte de lo que era capaz. En todo caso, si ésa era tu hipótesis, tuviste tiempo de comprobar su falsedad. Si al entrar a sexto año yo era un “mal alumno” como acostumbran etiquetarnos, al salir de la primaria, además de tener las más bajas calificaciones, estaba convencido de que era un imbécil de nacimiento y de que todos mis esfuerzos por mejorar serían infructuosos. Mi meta de ahí en adelante sería el seis. El seis me garantizaba un lugar dentro de la sociedad, impedía que me señalaran como a los leprosos y a los reprobados. Tenía que poner todo mi empeño por mantenerme en el seis.
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