JUAN VILLORO/EL PAÍS/ LAPÁGINADEBETOBUZALI
Bob Dylan nació siendo Shabtai Zisel ben Avraham.
Dylan soportó la soledad en Minnesota gracias a los trenes que prometían el futuro y la nostalgia: “Se necesita mucho para reír, se necesita un tren para llorar”.
A los 20 años llegó a Nueva York en un vagón de carga para grabar en la compañía Columbia. Medio siglo después, el viaje continúa.
De manera lógica, el disco que celebra su conversión al catolicismo se llama Slow train coming. El desplazamiento ha sido su oración.
La primera persona que le recomendó la vida nómada fue su abuela, que trabajó en barcos mercantes y fumaba en pipa.
Hijo de un electricista, Dylan provocó cortocircuitos. En el Festival de Newport, catedral del folk, practicó la apostasía: se presentó ahí con guitarra eléctrica. Robbie Robertson dijo después: “Nos abucheaban en todas partes. Era una extraña idea del entretenimiento”.
Su ídolo absoluto, Woody Guthrie, escribió en el estuche de su guitarra: “Esta es una herramienta para matar fascistas”. Dylan lo visitó en el hospital y juró continuar su legado, pero su protesta ha sido más abstracta. No es el reportero sonoro que cubre una huelga, sino el visionario que anuncia desde lo alto de una torre: “El Banco Nacional vende mapas de las carreteras del alma”… “Se excomulga a los vagabundos”… “El dinero no habla, solo blasfema”.
La gripe no es una enfermedad sino una condición del alma. La voz nasal de Dylan expresó la emoción de los acatarrados y autorizó las salidas de tono de miles de cantantes a condición de que tengan personalidad.
Pocos compositores han sido tan interpretados como él. La proliferación de versiones regresa al mismo punto de partida, que Columbia convirtió en eslogan: “Nadie canta a Dylan como Bob Dylan”. Es la excepción, la corriente artística de un malabarista que trabaja con cuchillos y permite que algunos se le encajen. Sus heridas son más importantes que sus trucos: “No pasa nada, Ma’: solo estoy sangrando”.
El cronista del paseo de la Desolación canta de manera única, pero no siempre del mismo modo. A veces no hay forma de reconocer lo que interpreta. En 1991, cuando recibió el Grammy por trayectoria, la primera guerra del Golfo estaba en curso y tocó Masters of war. Greil Marcus, su máximo historiador, reconoció el tema cuando terminaba: “La canción estaba escondida en su propia música”. Dylan detesta que el público coree sus éxitos.
El más icónico de los profetas vuelve irreconocibles sus mensajes: saca iguanas de su chistera.
En sus canciones amorosas (Just like a woman, It ain’t me, Baby blue), Dylan confirma la enseñanza de los trovadores cátaros del siglo XII: la pasión no correspondida inspira música.
Antes de cumplir los 30, recibió un doctorado honoris causa en Princeton y fue descrito como la conciencia moral de una generación. Harto de la popularidad, se aisló en Woodstock. Pero no hay ermitaños en la sociedad del espectáculo: los feligreses acamparon fuera de su casa. Se mudó a Nueva York y hubo motines frente a su puerta.
Dylan quiso ser oído y se transformó en mesías accidental.
Poco a poco, la época desconfió de los músicos como redentores y los vio como multimillonarios que no siempre controlan sus adicciones. Dylan fue dejado en paz y volvió al camino. Las obras maestras han sido su rutina.
Si hubiera que escoger el Momento Dylan habría que regresar a 1965: Like a Rolling Stone no se parecía a nada y duraba seis minutos, el tiempo ideal para subir a un tren. “No direction home”, decía la letra. Martin Scorsese usaría la frase para el documental que narra sus años formativos.
La Odisea se narra de distintos modos: Ulises vivió para regresar a Ítaca, Dylan para no volver a Duluth.
A los 70 años, la mejor habitación del peregrino es un autobús.
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