Ecos de la Marcha de la Vida 2011

CECI BUZALI/LAPÁGINADEBETOBUZALI

LA NADA

Llegamos a Auschwitz, mi cuerpo se defiende y se prepara para no sentir dolor; duermo desde los dedos de mis pies hasta la punta de mi cabeza; mis párpados pesan y se cierran aunque lucho por mantener los ojos abiertos y ser testigo, pero mi cuerpo no reacciona. Se adormece mi corazón, mi alma, mis ideas. No tengo miedo, no cuestiono, no me sorprende nada.

Camino dormida por donde la multitud me lleva; mi peso cae sobre otros cuerpos en movimiento y es así como voy flotando por cada barraca. Salgo al patio y duermo profundamente. Ajena al lugar, anestesiada, vuelo a otros escenarios, escapando del presente, del pasado. No hay dolor, no hay enojo ni confusión, no siento nada.

MARCHANDO POR LA VIDA

El primer paso lo doy sola, miro hacia atrás con cierta desconfianza, pero se convierte en confianza al ver a todas las delegaciones esperando comenzar a marchar. Hoy soy testigo de que la vida ha triunfado sobre la muerte y el judaísmo sigue vivo. Hoy quiero honrar el nombre de todos los que no pudieron ver el desenlace final.

Los siguientes pasos los doy junto con mi grupo, Jaim, cada uno de los integrantes viene de diferentes lugares pero caminamos con un mismo objetivo. Caminamos con seguridad, dando cada paso con toda la fuerza que podemos para dejar huella detrás de nosotros y dejar claro que nunca olvidaremos.

Más pasos y nos unimos a los demás grupos, nos mezclamos y a momentos nos perdemos entre otras delegaciones; todos somos uno.

En nuestra mente tres palabras se presentan muy claras: AM ISRAEL JAI; éstas nos dan la fuerza que necesitamos para marchar con la frente en alto, orgullosos de quiénes somos y agradecidos por la vida.

Marché los caminos de la muerte con pasos llenos de vida; pronuncié oraciones llenas de fe y esperanza; miré al cielo y esta vez no cuestioné; no deseo borrar el pasado, pero sí darle vida al presente y gritar con todas mis fuerzas: ¡Aquí estoy, aquí estamos!

LOS ÁRBOLES SON TESTIGOS

El aire que se respira en el bosque de Lopuchowo, Tykocin, nos obliga de alguna manera a mantener silencio y caminar con todo el respeto y humildad posibles. Mis sentidos están completamente en alerta: percibo el olor del bosque; escucho el viento y los pájaros cantar; observo la gran altura de los árboles, hay miles de ellos altos y delgados. Todo está en una especie de pausa mientras nos vamos acercando al lugar en el que todo el grupo se reúne. No tengo idea de lo que es, pero mis sentidos me previenen y busco en el camino a alguien en quien pueda apoyarme. Tomo el brazo de Tammy y lo recibe de manera firme. Caminamos con cierta inseguridad hasta llegar a una gran fosa. 240 judíos de México logramos reunirnos en torno de este lúgubre espacio. Respirar se hace cada vez más difícil. Observo, antes de perderme en miles de pensamientos, los rostros de los compañeros que tengo cerca: Tammy, Paola, Fabian, Lital; la expresión de cada uno es distinta pero hay un común denominador: el miedo. Miedo, imagino, a lo inexplicable, al horror, a la pérdida al no poder hacer nada, nada, absolutamente nada, más que honrar el recuerdo de quienes cayeron en este bosque.

Mauri recita el Kadish, me encuentro tan sensible, que percibo el dolor que llena el ambiente. Me abrazo de quienes están a mi lado y no nos soltamos; el dolor a solas es más difícil de soportar.

Comienza la ceremonia, escuchamos palabras de cada uno de nuestros madrijim. Quiero seguir escuchando; es el turno de Alina y sólo con mencionar las palabras “muñeca rota”, es suficiente para que me abstraiga de lo que sucede para meterme dentro de mí, me voy. No quiero pensar en mis hijos, pero no tengo fuerza para luchar con mis pensamientos. Me conecto con el dolor de las madres, de los padres, abuelos, hijos; nada que hacer, sólo esperar la muerte, tal vez un segundo para despedirse y después caer, dejarse ir, no existe otra posibilidad. Los árboles no cobijan, sólo son testigos silenciosos del horror; querrían ser más anchos, más frondosos y poder cobijar a algunas almas, pero su condición no se los permite, sólo pueden mirar y callar.

Cantamos el himno de Israel, y es el momento en que estos testigos hacen el esfuerzo por acompañarnos y comienzan a moverse aprovechando quizás alguna brisa, pero después se hace evidente que el movimiento es consecuencia de su propia voluntad. Tanto años callados, hoy gritan y se unen a nuestros rezos y cantos. Es su manera de expresar el dolor que los ha acompañado, ellos lo vieron todo.

Termina la ceremonia y los árboles vuelven a la quietud, no se escucha nada, sólo el canto de los pájaros.

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