El mito y el silencio

SILVIA CHEREM PUBLICÓ EN “EL ÁNGEL”, REFORMA: EL MITO Y EL SILENCIO. SU DESPEDIDA A LEONORA CARRINGTON

SILVIA CHEREM

Leonora Carrington, de cuna aristocrática, se burlaba de los sepelios porque en ellos, decía, proliferan las avinagradas urracas emperifolladas que lloran al muerto glorificando proezas brumosas, aquellas hipócritas que se sirven de los reflectores para subsanar el vacío de sus almas. Con mordaz ironía, dibujó a estas damas de sociedad en un sepelio –quizá el suyo– y, para reconfortarse, ofreció salidas al muertito: puertas mágicas para mirar la zumbona falsedad del mundo que abandona, ventanas para resguardarse en su propia fantasía.

Conociendo sus fobias, sus hijos, Pablo y Gabriel, protegieron a su madre de someterse a una situación similiar en su último adiós. Sólo permitieron que una veintena de personas acompañara a Leonora en la Casa del Pedregal, donde fue velada el jueves, y luego en su entierro en el Panteón Británico. Como ella hubiera elegido, no había cámaras ni medios, ningún mirón ajeno.

Además de sus nueras, Patty y Wendy, y de su sirvienta Yolanda, la veintena privilegiada incluía a sus amigos de décadas como Max y Rosita Shein, Natalia Zajarías, Nora Horna, Alan Glass, Elena Poniatowska e Isaac y July Masri. También Raquel Chamlati, José y Silvia Sacal, Sofía y Elizabeth Guindi, Ercilia Gómez, Lía Rueda y Emilia Cohen. Consuelo Sáizar figuró en nombre de México. Faltaron sus nietos.

No tuvo guardias de honor, actos pomposos ni velorios de cuerpo presente. Pero antes de partir al entierro –porque se negó a ser incinerada–, los asistentes rodeamos la caja de nogal para hablar de su congruencia ética y de su gozosa libertad. De su lucha contra el nazismo, el antisemitismo y cualquier tipo de dogma. De su defensa de las mujeres. De su amoroso rol como madre –el único en el que se sentía cómoda–, de su modestia y sencillez, de su genio creativo y su incomensurable legado a México.

Fue una despedida ajena a los reflectores del mundo en los que resonaba la grandeza de la Carrington y se multiplicaban las loas ante el deceso de “la última surrealista”, leyenda del arte.

Leonora, erizo frente a quienes deseaban inmortalizarla, detestaba la fama; nunca se sintió a gusto en la piel de gran artista. Le enfadaba la etiqueta de surrealista y prefería ser recordada como feminista. Cuando después de mil ruegos aceptaba una entrevista –sin fotos ni grabadoras– respondía con monosílabos y su único objetivo era ensalzar a sus hijos: Pablo, médico y pintor; y Gabriel, escritor y catedrático.

Desarticulada de su mito, se sentía chiquita, endeble y extranjera. En 1968, por ser cercana a intelectuales, huyó por meses de México al ver su nombre en una lista de quienes “conspiraron” contra Díaz Ordaz, y por ese trauma vivía con pánico tremendo que cualquier paso en falso pudiera ser motivo de su expulsión con base en el Artículo 33. Su obsesión circular la refrenaba de expresarse, peor aún si se trataba de política. Cuando tras las elecciones en 2006, López Obrador instaló un plantón en Paseo de la Reforma, a unas cuadras de su casa, ella permaneció escondida varias semanas sin poder dormir. Le había dado a Masri un cuadro para apoyar la candidatura de AMLO y, tras el conflicto electoral, se justificaba confundida: “Me lo pidió para un López, yo no sabía quién era. Creí que era un López Mateos”.

Era tal su miedo e inseguridad que, cuando en una afamada subasta internacional vio un cuadro falso suyo, temió denunciar la obra apócrifa por pánico a llegar a los juzgados. Frente a mí tachó el catálogo: “False, false”, pero luego, ya más en sus cabales, me hizo jurar una y mil veces que no denunciaría el suceso. “¿Quién me va a creer?”, se preguntaba. “Acabaré tras las rejas; ellos son gigantes, yo no soy nadie”. Ante mi insistencia, iracunda de pánico, me amenazó: “Si lo escribes, me retracto”.

A pesar de haber vivido más de siete décadas en México y de ser ésta su patria adoptiva, se sentía británica de pura cepa: irlandesa, celta y cristiana por vía materna; inglesa por su agnóstico padre textilero. A media tarde tomaba té Twinings con leche, whisky en sus buenos tiempos, hablaba inglés y era partidaria de la monarquía y la realeza, especialmente de Jorge VI, a quien amó desde su adolescencia. En su “galería de arte”, como ella llamaba a las postales de gatos, búhos y figuras egipcias que decoraban las puertas de la alacena de su cocina, destacaba Lady D.

Su hogar era una buhardilla oscura, casa-garage frío y tenebroso que jamás decoró porque siempre creyó que México sería circunstancia pasajera. Sin embargo, ni ella ni Chiki –el fotógrafo húngaro Emerico Weisz, sobreviviente del Holocausto con quien vivió más de seis décadas y procreó a sus dos hijos, un hombre que, cargando con la sombra de los hornos crematorios, se negaba a salir del DF– aspiraron a mudarse del país. México le permitió poblar su mundo fantástico de naguales, gozó el sabor de los chiles, disfrutaba ir al mercado, caminar por Álvaro Obregón y saborear un tequilita con gusano de maguey, de vez en vez.

Independiente y libre, era delirantemente desconfiada. La especie humana, capaz de las peores atrocidades imaginables, le parecía aborrecible. Se sentía más cómoda entre animales: perros y gatos que la acompañaron siempre. Recientemente con su perrita maltés Yetti –blanca, como el abominable hombre de las nieves–, Leonora compartía los fantasmas de su soledad en su casa en la calle de Chihuahua, en la Roma, entre escombros del sismo de 1985. “Entre burdeles y funerarias”, diría ella.

Adicta al cigarro desde los 11 años, en sus últimos meses dejó de comer y fumar. Le pesaba la vejez, todo se le olvidaba y, frágil y cansada, le perdió el miedo a la muerte. Ya ni siquiera se animaba a tomar té en el Sanborns de la calle de Durango: “su terruño espiritual”, como le llamaba.

Una caja de nogal enterrada en el Panteón Británico, sabor inglés en tierras mexicanas, es hoy su laberinto de niebla donde vivirán solazados hechiceros celtas y chamanes indígenas, desde donde cabalgara rebelde y libre entre gnomos misteriosos, minotauros y cerdos voladores. La cobija un frondoso fresno. Sus vecinas en el cementerio son Eugenia, Carolina y María de los Ángeles: mujeres –ojalá inteligentes–, como la compañía que ella prefería. Casualmente, frente a ella, figura una insólita estrella de David de la tumba de un desconocido: José Berneche Arias, una estrella como la de tantos amigos judíos que ella buscó en vida, incluyendo a Chiki.

En el último adiós, sus hijos pronunciaron las palabras postreras que quedarán inscritas en su lápida. En inglés, como a Leonora Carrington le gustaba: “Like a strong blinding light you came and you left us”, apuntó Pablo. “I will always look into your eyes”, agregó Gaby.

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Silvia Cherem: Mi alumbramiento en la carrera del periodismo fue repentino y con dolor como, en cierta forma, lo fue en aquellos días para México el despertar zapatista. Los indígenas encapuchados en Chiapas dejaron escuchar su grito desamparado que arrojaba por la borda la creencia de que México ingresaba al primer mundo y, en ese contexto, después de haber trabajado largamente para ello, decidí que mi momento de "ser periodista" había llegado. No conocía a nadie en los medios de comunicación y hubo quien me dijo que "sin padrino" nunca publicaría una sola línea en los periódicos mexicanos. Como colaboradora, los proyectos se han sucedido encadenándose unos a otros, tanto en el entorno cultural, como en el político y el internacional e inclusive investigando temas de interés científico y médico. Confieso que aún hoy, cuando debería "tener más callo", paso noches sin dormir y esta vibrante carrera de emociones fuertes me mantiene viva y creciendo en una vertiginosa montaña rusa, colmada de raudas y emocionantes subidas y bajadas. Quizá esa pasión arropada de arrojo, miedo y gozo sea la esencia de "ser periodista".