SERGIO RAMÍREZ
Está de moda el poder matrimonial compartido. Se trata de un fenómeno nuevo que nos ha sido traído por el siglo veintiuno, y no precisamente como un aviso de modernidad. No me atrevería por tanto a juzgar que se trate de un avance del poder femenino, que se pone a la par del viejo poder patriarcal masculino, al aparejar la consorte a su pareja.
Hemos tenido, y tenemos, claro, casos de mujeres presidentas, Violeta Chamorro, Michele Bachelet, Laura Chinchilla, Dilma Rouseff, en los que el vínculo matrimonial ha sido ajeno al triunfo en las urnas. Al contrario, aquí estamos hablando de mujeres casadas con presidentes, que cambian el papel tradicional de primeras damas, relegadas a dirigir obras de asistencia social, y pasan a asumir importantes cuotas de poder político y gubernamental, y luego, renuentes a dejar las alcobas y los salones de los palacios presidenciales, se convierten en candidatas, y sucesoras.
Algunas veces esta situación ocurre en planes de alternancia entre los esposos, ahora yo, mañana tú, y pasado mañana otra vez yo, como pensaba la pareja Kirchner que podía hacerse, hasta que vino la visitadora, la eterna separadora, tal como se designa a la muerte en Las mil y una noches, a descalabrar sus planes de poder para siempre compartido, el bastón de mando pasando sin fin de unas manos conyugales a otras.
En nuestra maltratada historia ha habido, y sigue habiendo, diferentes clases de sucesión familiar, pero se ha tratado de un asunto entre hombres. De padre a hijo, y de un hermano a otro, como la familia Somoza, bajo los términos de una dinastía dictatorial; y hoy vemos a Keiko Fujimori, hija de Alberto Fujimori, el dictador convicto por delitos cometidos durante su mandato, compitiendo por la Presidencia del Perú. También, en países de tradición democrática como Costa Rica, los padres próceres trasladan su prestigio a sus hijos, como don José Figueres y el doctor Calderón Guardia, y ahora se dice que don Rodrigo Arias, hermano del dos veces presidente Oscar Arias, será candidato en las próximas elecciones. Y no olvidemos que también el recuerdo del general Torrijos sirvió de catapulta a su hijo Martín en Panamá.
Pero el poder de los consortes se mueve bajo otras reglas. La primera de ellas la de la intimidad. Un poder bajo las sábanas. Quizás su mejor antecedente es el de los esposos Perón en Argentina, que tuvieron una bien calculada división del trabajo. Ella, Evita, actuaba con glamour en el escenario, envuelta en pieles, y desde su mano enjoyada partían las dádivas dispensadas desde la fundación que llevaba su nombre. Ganaba así ascendencia frente a las masas peronistas agradecidas, y servía de buen soporte a su marido el general Perón. Pero el acceso al poder político real siempre le estuvo vedado. Cuando quiso ser vicepresidente, en fórmula con su marido, los estamentos militares la vetaron. Y que Perón tuviera a su propia consorte como vicepresidenta, y luego como sucesora en la Presidencia, solo fue posible con su segunda esposa, Isabel, y ya devino todo en caricatura, amarga y sangrienta caricatura.
En Nicaragua, el presidente Daniel Ortega tiene en su esposa Rosario Murillo a una especie de primera ministra que oficialmente lleva el título de secretaria de comunicación. Le ha entregado exactamente la mitad del poder, según su propia declaración, en una equitativa repartición de género. Pero hasta allí no más. La esposa no sucederá a su esposo, que acaba de ser proclamado de nuevo candidato presidencial, bajo las viejas reglas del caudillismo, que sigue siendo esencialmente masculino, y como ya mandó abolir las reglas constitucionales, el comandante podrá seguirse reeligiendo per secula secolurum.
Tenemos otro caso aparte, el de la primera dama de la República Dominicana, Margarita Cedeño, quien ha decidido inscribirse como precandidata del PLD, el partido en el poder, en busca de competir por la sucesión de su marido, el presidente Leonel Fernández.
Pero el más atractivo es, sin embargo, el de la pareja presidencial de Guatemala, formada por el ingeniero Álvaro Colom, y su señora esposa doña Sandra Torres, quien tras compartir el mando con su marido, de manera muy visible, ahora se prepara a ser proclamada candidata del partido de gobierno, la Unidad Nacional de la Esperanza (UNE).
Y como la Constitución Política opone el valladar de que la esposa no puede suceder en la silla presidencial al esposo, han tomado ambos la decisión de divorciarse. Así, al quedar extinguido el vínculo, consideran que queda extinguida la prohibición.
Generalmente, en las historias románticas, los amantes apartan todos los obstáculos que se oponen a su amor para permanecer juntos hasta que la muerte los separe, no importa si ese obstáculo es todo un reino, como en el famoso caso del rey Eduardo VIII de Inglaterra, que abdicó al trono para vivir al lado de Wally Simpson, quien no calzaba en las reglas de la realeza. Pero aquí es al revés. Los esposos se divorcian, en busca de conservar el poder.
No es falta de amor, han dicho los esposos, ella con lágrimas en los ojos, y luciendo aún en su dedo el anillo matrimonial, que el presidente también enseña en el suyo. “Mi amor por el presidente es grande y sólido, pero mi amor por el país y por la gente es ilimitado e incalculable”, declara ella, y en sus palabras resuenan ecos de Eva Perón.
¿Pero qué pasará mientras tanto? ¿Se separan de verdad, y de verdad dan por terminadas sus relaciones conyugales? Lo digo porque ambos confiesan que no hay disensiones entre ellos. Se trata nada más de un asunto de conveniencia política. Es que si siguen casados, ella no puede ser candidata. Fatal disyuntiva.
¿Qué es más fuerte? ¿El amor al poder, o el amor conyugal? ¿Pasarán a ser amantes clandestinos? ¿O se acogerán a la separación de cuerpos que impone el divorcio? Como en las telenovelas, eso sólo podremos averiguarlo en un siguiente capítulo.
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