AÍDA OCERANSKY
Pasaje tomado de “El Largo viaje”. Dada su longitud se han suprimido algunos fragmentos:
“Debo hablar en nombre de lo que sucedió, no en mi nombre personal. La historia de los niños judíos en nombre de los niños judíos. La historia de su muerte, en la amplia avenida que conducía a la entrada del campo, bajo la mirada de piedra de las águilas nazis y entre las risas de los S.S., en nombre de esta misma muerte.
Los niños judíos no llegaron a media noche, como nosotros, llegaron bajo la luz gris de la tarde.
Era el último invierno de aquella guerra, el invierno más frío de esta guerra cuya suerte se decidió en medio del frío y de la nieve. Los alemanes habían sido expulsados de sus posiciones por una gran ofensiva soviética que se desplegaba a través de Polonia, y evacuaban, cuando tenían tiempo, a los deportados que habían reunido en los campos de Polonia. Nosotros, cerca de Weimar, en el bosque de hayas por encima de Weimar, veíamos llegar, durante días y semanas, aquellos convoyes de evacuados.
Los árboles estaban cubiertos de nieve, cubiertas de nieve las carreteras, y en el campo de cuarentena nos hundíamos en la nieve hasta la rodilla. Los judíos de Polonia llegaban apiñados en vagones de mercancías, cerca de doscientos por vagón, y habían viajado durante días y días sin comer ni beber, en el frío de este invierno que fue el más frío de toda la guerra. En la estación del campo, cuando se abrían las puertas corredizas, nada se movía, la mayoría de los judíos habían muerto de pie, muertos de frío, muertos de hambre, y era preciso descargar los vagones como si hubiesen transportado leña, por ejemplo, y los cadáveres caían, rígidos, en el andén de la estación, donde los apilaban para llevarlos después, por camiones enteros, directamente al crematorio.
Pese a todo, había supervivientes, había judíos vivos todavía, moribundos en medio de aquel amontonamiento de cadáveres helados en los vagones. Un día, en uno de aquellos vagones en que había supervivientes, al apartar el montón de cadáveres congelados, pegados a menudo unos a otros por sus ropas rígidas, se descubrió un grupo de niños judíos. De repente, en el andén de la estación, sobre la nieve y entre los árboles cubiertos de nieve, apareció un grupo de niños judíos, unos quince más o menos, mirando a su alrededor, con cara asombrada, mirando los cadáveres apilados como troncos de árboles ya podados y apilados al borde de las carreteras, esperando ser transportados a otro lugar, mirando los árboles y la nieve sobre los árboles, mirando como solo miran los niños.
Y los S.S. al principio parecían molestos, como si no supieran qué hacer con aquellos niños de ocho a doce años, poco más o menos, aunque algunos, por su extrema delgadez y la expresión de sus rostros parecieran ancianos […]
…los S.S. soltaron a los perros y empezaron a golpear con las porras a los niños, para obligarles a correr, para hacer arrancar esa montería por la gran avenida, esta caza que habían inventado, o que les habían ordenado organizar, y los niños judíos, bajo los porrazos, maltratados por los perros […] echaron a correr por la gran avenida hacia la puerta del campo […] aquella jauría de perros y de S.S. que corría detrás de los niños judíos bien pronto devoró a los más débiles de entre ellos, a los que solo tenían ocho años quizás, a los que pronto perdieron las fuerzas para moverse, y que eran derribados, pisoteados, apaleados por el suelo, y que quedaban tendidos a lo largo de la avenida […]
Pronto no quedaron más que dos, uno mayor y otro pequeño […] El mayor de los niños aminoró la marcha para coger de la mano al más pequeño, que ya iba tropezando, y recorrieron juntos unos cuantos metros más […] Los S.S. reunieron a los perros, que gruñían, y rehicieron el camino al revés, disparando a bocajarro una bala en la cabeza de cada uno de los niños, caídos en la gran avenida, bajo la mirada vacía de las águilas hitlerianas.”
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