JUAN VILLEGAS/CLARIN.COM
El cine norteamericano, desde sus inicios, tuvo una participación muy influyente de la comunidad judía. Es conocido el impulso de los productores pioneros –casi todos judíos inmigrantes de Europa Oriental, escapados de las persecuciones y la pobreza– en la construcción de lo que todavía hoy conocemos como Hollywood. Y son muchos los directores y actores judíos que hicieron grande a esa cinematografía, edificando un universo de ficción que no sólo incluyó (y lo sigue haciendo) lo más alto y lo más bajo del cine como arte, sino que funciona como la imagen de un país frente al mundo.
Lo curioso de esta historia es que casi todos ellos hicieron un esfuerzo descomunal por esconder las huellas de su judaísmo en las películas, en su afán de mimetizarse con América. Hoy es difícil juzgar, desde nuestro cómodo presente, si ese evidente disimulo de la identidad judía era un indicio de discriminación, una aceptación resignada y vergonzosa de la necesidad de esconder una parte tan importante de cada uno para sobrevivir; o, en cambio, era una forma de agradecimiento a una tierra que les permitía hacer sus negocios en libertad, en el caso de los productores, y ofrecer su arte, en el caso de los cineastas y actores. La ausencia casi total de “contenido judío” en las historias del período clásico hace pensar que se trató sobre todo de lo primero.
A partir de la década del 70 las cosas empezaron a cambiar. Personajes, actores y directores abiertamente judíos se hicieron visibles. Woody Allen fue el emblema de una época y de una forma de encarar el judaísmo en el cine norteamericano. Allen creó, tanto en comedias como en dramas, un personaje prototípico: el del judío de clase media alta, intelectual, progresista, psicoanalizado y atormentado por las culpas propias y ajenas. Fue tal vez el primer actor y director norteamericano que puso el judaísmo en el centro de sus películas, que aún riéndose muchas veces de los propios lugares comunes que circulan, supo crear una reivindicación de la figura del judío en la cultura del país. Sin embargo, la tradición que nace con el cine de Woody Allen ha generado a esta altura una saturación lógica. No por nada la mayor parte de las últimas películas de Allen nos parecen una parodia no deseada de sus mejores momentos o, en el mejor de los casos, copias desangeladas sin vuelo, apenas aceptables. Su visión de lo judío pudo resultar en algún momento un aire fresco en el marco de una sociedad y una industria que, si bien no generaba una discriminación abierta, tampoco era muy generosa y justa con el aporte de los judíos. Sin embargo, su figura generó también un estereotipo negativo del judío neurótico, culposo y atormentado. Vale la pena preguntarse qué hubiera pasado si comediantes, también judíos, pero tan distintos a Allen, como Lenny Bruce y Andy Kaufman, hubieran desarrollado carreras cinematográficas destacadas. Como compensación, han quedado testimonios de otras formas posibles de humor judío alejadas de la corrección política, en dos biopics tremendas y hermosas, Lenny (Bob Fosse, 1974) y Man on the Moon (Milos Forman, 1999), con grandes interpretaciones de Dustin Hoffman y Jim Carrey respectivamente.
Y hablando de comediantes judíos, los últimos veinte años tienen dos nombres fundamentales: Ben Stiller y Adam Sandler. Ambos, de distintas maneras, han dado una imagen particular de lo judío en la pantalla, aun en aquellas películas en las que no se hace una manifiesta mención al judaísmo. Es notable, en el caso del primero, como en su habitual dupla cómica con Owen Wilson pone en escena los arquetipos del judío neoyorquino reprimido, mientras Wilson hace lo suyo con los del californiano extrovertido y desinhibido.
Stiller es un actor con un manejo extremadamente virtuoso de su cuerpo, con una versatilidad que ha quedado disimulada un poco por cierta recurrencia, en un punto de su carrera, a papeles demasiados parecidos entre sí. Pero revisando su filmografía, descubrimos que puede ser un modelo publicitario poco inteligente pero querible (en la gran Zoolander , dirigida por el propio Stiller), un empleado de una compañía de seguros (en la subvalorada Mi Novia Polly ), un perfecto David Starsky (¿judío?), en la muy buena y delirante Starsky y Hutch , un hombre torpe y tímido obsesionado por un amor de su adolescencia (en la fundamental Loco por Mary ) o un sufrido enfermero judío (en la saga de La familia de mi novia ). Sin embargo, la mejor actuación de su carrera es su interpretación de un músico fracasado devenido carpintero, con serios problemas para relacionarse. Hablamos de Greenberg (Noah Baumbach, 2009), que en Argentina sólo salió en dvd, tal vez por su tono demasiado amargo para una estrella como Stiller, que venía repitiendo fórmulas más vinculadas a la comedia familiar (la saga de los Fockers y las flojas Una noche en el museo 1 y 2 ).
Una de las cosas más notables de esta película es la forma en que amalgama dos condiciones aparentemente contradictorias: una gran elegancia visual y una crudeza muy realista en el registro de los personajes.
En ese contexto, lo de Stiller es excelente, ya que el peso de los años en su rostro y en su cuerpo cansado se hacen presentes al espectador como algo real, casi no actuado, y a la vez es evidente que hay un trabajo muy fuerte en la construcción de un personaje de ficción con aristas muy extrañas. Roger Greenberg representa no sólo a toda una generación, lo que ya de por sí es mucho, sino que revisa el prototipo del judío neurótico, creado por Woody Allen treinta años atrás, dándole otros matices de ternura, tristeza y sensibilidad.
Sandler, por su parte, surge al conocimiento masivo a través de un puñado de muy buenas comedias de mediados de los noventa: Happy Gilmore, El cantante de bodas y Un papá genial . Su personaje característico es el de un niño en el cuerpo de un hombre, manifestado en distintas variantes. Tal vez la importancia mayor de Adam Sandler en el desarrollo de la nueva comedia americana sea el haber puesto en evidencia, a través de su registro actoral y de la elección de sus personajes, el tema principal que sobrevuela en prácticamente todos los mejores exponentes de esta última década, aun en aquellos en las que no actúa Sandler. Me refiero al miedo a la adultez. No es de otra cosa de lo que hablan películas tan disímiles como Embriagado de amor , La herencia del Sr Deeds , Como si fuera la primera vez y Son como niños .
Pero también esos mismos temas aparecen en varias de las películas del gran Todd Philips: Aquellos viejos tiempos (obra maestra de la comedia moderna), las dos ¿Qué pasó ayer? y Todo un parto , en las que Adam Sandler no actúa pero el estatuto de personaje por él creado sobrevuela como una influencia permanente. Lo mismo sucede en toda la filmografía como director de Judd Apatow: Virgen a los 40 años , Ligeramente embarazada y Hazme reír , esta última sí protagonizada por Sandler. Al igual que Greenberg , esta gran película también tuvo sólo un modesto estreno en dvd en la Argentina.
Hazme reír (desafortunada traducción del original Funny people ) es lo que se suele llamar “una película seria”. Es cierto que trata del mundo de los comediantes y que incluye, por lo tanto, muchos chistes y situaciones realmente graciosas.
Sin embargo, el tono es de una gran amargura y la película se le anima sin miedo a grandes temas como la muerte, el paso del tiempo, la amistad, el peso del pasado sobre el presente.
Es una película ambiciosa que logra estar a la altura de su ambición, aun con sus supuestos desniveles, que no son otra cosa que cambios de tono buscados.
Funny people puede confundir, porque detrás de la apariencia de un clásico producto mainstream esconde una estructura muy libre, que elude conscientemente varias de las reglas ortodoxas de construcción de un guión tradicional. Y la actuación de Sandler es a la vez compleja, divertida, incómoda y conmovedora.
Esta película tiene un antecedente, en su descripción tan cruda como sensible del mundo de los comediantes judíos, en El cómico de la familia , una olvidada gran película con (y de) Billy Crystal, otro gran comediante judío que no podía estar aquí ausente.
Pero Hazme reír me interesa también por Seth Rogen. No ha cumplido los treinta años y ya es el comediante judío con mayor proyección. De la mano de Apatow, ha sabido secundar a Steve Carell en Virgen a los 40 años , protagonizar una novedosa comedia romántica (a pesar de no ser para nada el típico galán) como Ligeramente embarazada , aparecer como policía en Supercool y protagonizar El avispón verde , entre otras películas donde ha mostrado su figura poco atlética, su cara de chico judío de barrio algo pícaro pero tierno y su sorprendente voz gruesa. En Hazme reír tiene una aparición vistiendo una remera que se ha convertido ya en un ícono de un nuevo concepto de lo judío.
En el centro de la misma aparece el logo de Superman, pero formando la clásica estrella de David, con sus seis puntas. Seth Rogen se presenta entonces como “Superjudío”, con toda la ironía que implica esta imagen, sobre todo por la figura de perdedor que representa Rogen en la película. Sin embargo, hay que recordar que el Superman original fue creado en 1932 por dos jóvenes judíos de Cleveland, y que según interpretan muchos, la figura de este superhéroe representaba los valores y el subconsciente del pueblo judío. De alguna manera, lo que hace Apatow, al poner a Rogen vistiendo esa remera, es hacer notar el recorrido hecho por la cultura judía en la historia del cine americano, desde la auto-restricción vergonzosa de los comienzos hasta esta época en la que una nueva forma de “orgullo judío” toma forma.
Y fue otra remera la que hace pocos años inventó una palabra para designar esta reinvención de la identidad judía en la juventud norteamericana: “jewcy”, mezcla de las palabras en inglés “jew” (judío) y “juicy” (jugoso).
Hoy “jewcy” es un influyente sitio de Internet, desde donde se estableció un nuevo paradigma judío, más ligado a la juventud y la libertad. La comedia paródica de “jewxplotation”, El martillo hebreo se ha convertido en uno de los emblemas de esta nueva cultura judía. Adam Goldberg interpreta allí a un irreverente, cool y delirante superhéroe judío, cuya misión es evitar que Papá Noel concrete su plan de eliminar los festejos de Jánuka, los cuales coinciden temporalmente con la Navidad cristiana. La película no es todo lo graciosa que podría ser, más que nada por ausencia de timing del director. Sin embargo, logra funcionar, en base a un ritmo frenético y a una mirada sobre los ritos religiosos sin prejuicios ni miedo al ridículo. Una película judía y jugosa.
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