JANA BERIS
Imperfecto, pero ejemplar. Podría abordar la pregunta del título con el corazón solamente, explicar por qué lo quiero tanto y por qué me inspira orgullo que mis hijos hayan nacido aquí. Pero, como periodista que soy, opto por intentar analizar un tanto más a fondo, combinando emociones con pensamientos, latidos con razón…
Dado que en los últimos 25 años me he abocado a plantear preguntas y buscar respuestas, a tratar de aclarar misterios y comprender las cosas más allá de su superficie, siento que lo que puedo compartir hoy con ustedes es verdad. La mía, mi verdad, mi modo de ver a Israel, opinable y discutible, por cierto, como todo lo que escribe un periodista. Pero auténtico, basado en lo que yo vivo y en lo que he visto en el transcurso del tiempo. Es mi visión, basada en mi propia experiencia.
Para el encabezamiento de estas líneas he optado por tomar prestada una frase que un querido y admirado amigo, el escritor argentino Marcos Aguinis, acuñó en una entrevista que me concediera hace pocos años, cuando Israel estaba por cumplir 60 años de vida independiente. “Israel es imperfecto, pero ejemplar”, dijo con esa claridad y profundidad que le caracteriza.
Israel, en efecto, tiene no pocas imperfecciones que corregir. Aun así, es un ejemplo de empuje y apuesta por la vida, una dínamo que sigue adelante a pesar de las dificultades con las que tiene que lidiar, tanto por el entorno en el que vive como por sus propios errores, los de sus políticos y su gente.
El gran tema que aún debe resolver –del que, a mi juicio, derivan sus problemas principales en el plano interno y parte de las grandes amenazas que se ciernen sobre su futuro– es su relación con los palestinos, vecinos de afuera y de adentro. Más allá de las mutuas acusaciones que esgrimen las partes –el gobierno israelí de turno y el liderazgo palestino– sobre el estancamiento actual y de las razones por las que no hay todavía un acuerdo de paz, el hecho es que el propio Israel continúa dividido acerca de cuál sea la mejor solución.
Comprendo cabalmente las preocupaciones por la seguridad, y hasta puedo compartir las consideraciones históricas y religiosas por las que parte del pueblo de Israel desea permanecer apegado a lo que considera la bíblica tierra de Israel, en lugar de aceptar entregarla para que los palestinos construyan en ella su Estado independiente. A fin de cuentas, fue ahí, en Judea y Samaria (términos bíblicos para Cisjordania), y no en Tel Aviv, donde nació la nación hebrea. Pero siento que es propio de ciegos creer que será positivo para Israel continuar controlando dichos territorios. No olvido ni por un momento que Israel fue atacado cuando ni un centímetro de esos territorios hoy en disputa estaba en sus manos, cuando no existía un solo asentamiento y nadie conocía la palabra colonos, porque no había ni uno. La hostilidad antiisraelí es algo más de fondo, y fue esa hostilidad, traducida en ataques concretos, lo que llevó a la ocupación, no a la inversa. Pero la historia tiene su dinámica, y considero hoy peligroso e irresponsable querer perpetuar esa situación. No por los derechos palestinos a tener su Estado –que los tienen–, sino por el futuro mismo de Israel, cuyo compromiso central debe ser preservar su naturaleza de Estado judío y democrático.
Mientras esto no sea resuelto, mientras no se haya logrado la fórmula por la cual Israel pueda retirarse, vivir en fronteras seguras –lo cual depende, por cierto, también de sus vecinos– y coexistir en paz con los palestinos, seguirá vigente la imperfección.
Pero no se trata sólo de falta de acuerdos y tratados internacionales, sino del efecto que esta situación tiene sobre la sociedad israelí, sobre jovencitos que a los 18 años deben hacer su servicio militar y que, apostados en puestos de control que lindan con la zona palestina, lidian con situaciones imposibles, en las que el desafío es preservar la seguridad nacional sin humillar ni violar los derechos humanos de la población civil palestina, por dar sólo un ejemplo.
Israel es un país de grandes contradicciones. Por un lado está esa situación de fondo, esa seria problemática política y social que emana del hecho de que aún controla parte de los territorios en los que los palestinos desean construir su Estado independiente, aunque cabe recordar que la Autoridad Palestina dirige todos los asuntos internos y tiene en sus manos no sólo las competencias civiles de todo gobierno, también parte de la responsabilidad por la seguridad en las ciudades principales. Por otro lado, todo palestino tiene derecho a apelar ante la propia Suprema Corte de Justicia de Israel, que escucha sus argumentos y en más de una ocasión ha emitido veredictos opuestos a la postura de las autoridades y optado por la de los palestinos. Especialmente notorias han sido las apelaciones relacionadas con la barrera de seguridad entre Israel y Cisjordania que han conseguido que los jueces de la Corte ordenaran al Ministerio de Defensa que variara el recorrido de aquélla en algunos tramos, para lograr un mejor equilibrio entre las necesidades de seguridad de Israel y las necesidades y comodidades diarias de la población palestina afectada. No siempre esas órdenes fueron acatadas, y en algún caso su ejecución aún está en proceso, pero no deja de ser notable el que, en medio de un conflicto, los ciudadanos de una parte puedan acceder a la Suprema Corte del adversario sabiendo que recibirán un trato digno y justo.
Israel es para mí ejemplar, entre otras cosas, por sus hospitales. Y no me refiero aquí al nivel médico de sus profesionales ni a sus equipos tecnológicos de avanzada, sino a esa impactante combinación de pacientes judíos y árabes, a los cuales se atiende por igual, sin que nadie conciba que exista una alternativa a que todos puedan acceder al mismo tratamiento.
Años atrás –si mal no recuerdo fue a mediados del 2004, o quizás un poco antes–, el Hospital Hadassa de Jerusalem fue mencionado como candidato a recibir el Premio Nobel de la Paz. El galardón tuvo finalmente otro destinatario, pero ante aquella original candidatura entrevisté al profesor Avi Rivkind, especialista en trauma y emergencia en Hadassa Ein Karem. Su rostro había entrado ya hacía mucho en los hogares de Israel a través de la pantalla chica, por las víctimas de atentados suicidas que recibían tratamiento en el Hadassa. En más de una ocasión Rivkind había logrado salvar vidas de civiles y de soldados alcanzados por las explosiones en circunstancias inimaginables. Había salvado tanto a judíos como a árabes.
Le pregunté qué opinión le merecía esa candidatura, conociendo tan bien, desde dentro, el trabajo en el hospital. Rivkind, con su característico sentido del humor, sonrió, abrió los brazos y respondió: “Aquí, sin duda, hay situaciones que fuera seguramente ni imaginan. Hemos tenido en una cama a un israelí herido en una explosión y en la cama de al lado, o en la habitación contigua, a un terrorista que resultó herido en un ataque fallido que él mismo intentó cometer… No sé si merecemos el Premio Nobel de la Paz, pero si hay uno a la locura, ese sí debe ser para nosotros”.
Esa “locura”, que afortunadamente es totalmente normal en Israel, se da en absolutamente todos los hospitales del país.
Recuerdo en este sentido con especial emoción una visita al hospital Rambam de Haifa, el único del mundo, según parece, que ha construido una especie de duplicado bajo tierra, por temor a los misiles que Hizbalá ya ha lanzado y puede volver a lanzar desde territorio libanés. Allí reciben tratamiento palestinos llegados de Cisjordania, a algunos de los cuales acompañé a encontrarse con voluntarios israelíes que simplemente tratan de aliviar en algo sus diarias dificultades: los esperan en el puesto de control por el que pasan a territorio israelí, los llevan hasta el Rambam, aguardan las horas que sea necesario y los devuelven luego a la frontera, para que retornen a sus casas.
En aquella visita me topé con las lágrimas de una mujer de Jenín cuya hija padecía de una seria enfermedad renal, por la cual debía recibir tratamiento varias veces por semana en el Rambam. Agradecía, con voz suave y entrecortada por la emoción, no sólo el trato y la sonrisa, sino la oportunidad que se estaba dando a su pequeña de seguir adelante, aunque hacía tiempo había expirado el compromiso de pago que la Autoridad Palestina había entregado al hospital. “¿Acaso alguien puede concebir que interrumpamos el tratamiento?”, me contestó retóricamente un médico en el departamento de Nefrología cuando le pregunté cuánto tiempo más atenderían a la niña si la Autoridad Palestina no pagaba.
¿Acaso esto significa que todo lo que hace Israel está bien? ¿Acaso esas buenas acciones hacen desaparecer el hecho de que algún soldado trate indebidamente a un palestino que no ha cometido crimen alguno? No, por supuesto que no. Ambas cosas son parte de la realidad. Por eso decía al principio que Israel es imperfecto pero ejemplar. De lo ejemplar, lamentablemente, se comenta poco fuera.
Hace unos años, una muy apreciada colega y compatriota, la destacada periodista uruguaya Blanca Rodríguez, fue invitada a visitar Israel. Compartimos muchos momentos, y en aquel viaje se forjó una linda amistad. Recuerdo su estupor en la Ciudad Vieja de Jerusalem: no podía dejar de sorprenderse por la naturalidad con la que pasaban a su lado judíos ultraortodoxos con su atuendo negro, árabes con la kefía cubriéndoles la cabeza, soldados con el rifle al hombro; sin matarse. Claro, eso no significa que se amen ni que les guste vivir tan juntos, pero la normalidad de su convivencia no deja de sorprender.
Israel es un país mucho más normal que lo que puede reflejarse en los titulares de la prensa mundial. Pienso en ello cuando voy al centro comercial Malha de Jerusalem, que frecuento a menudo. Es posible captar cuándo es un día de fiesta para los musulmanes por la cantidad extraordinaria de familias árabes que pasean por el recinto. Y me alegra verlos, no porque judíos y árabes gusten necesariamente de compartir sus lugares de ocio y recreo, sino porque tengo claro que nadie va con sus hijos a un sitio en el que cree que corren peligro. La visita de esas familias árabes –las mujeres con el hijab o con la cabeza cubierta– al centro comercial más grande de Jerusalem es un voto de confianza en la normalidad del país, un voto de confianza en el comportamiento de su gente. Y eso me resulta ejemplar. Como las conferencias que juristas destacados dan a oficiales del ejército para explicarles por qué la lucha contra el terrorismo debe ser librada en el marco del Derecho, según me contó recientemente la profesora Suzie Navot, experta en Derecho Constitucional.
Y están los voluntarios… todos esos israelíes que dedican su tiempo y esfuerzo a ayudar al prójimo. Suplen con ello, a menudo, las fallas y baches de las autoridades, que no siempre encuentran el presupuesto adecuado para las necesidades más importantes. No tendría que lidiarse con una situación en la que capas carenciadas protestan por subsidios recortados o por la carestía de vida, mientras son pocos o nulos los impuestos a productos cuyo consumo es exclusividad de los más adinerados… Y allí están, para intentar contrarrestar el efecto negativo de una situación así, aquellos que donan y aportan simplemente por aportar, manejando comedores públicos y asistiendo a los más necesitados. Hace unos años, el experto en economía social Bernardo Kliksberg me comentaba que el voluntariado desempeña un rol clave en la sociedad israelí: su aporte equivale a aproximadamente el 10% de la economía nacional.
Israel, decía, es un país de contradicciones. Así, junto a los malos modales de no pocos y los gritos demasiado comunes encontramos a gente capaz de bajarse con uno del autobús para explicarle cómo llegar a la calle por la que preguntaba. Israel es un país que tiene mucho que aprender de otros… en los que se respetan las filas en la parada del bus y en el supermercado, en los que se habla sin gritar y la gente no cree que siempre tiene razón. Pero también es un país con mucho que enseñar. Enseñar, por ejemplo, que la única venganza posible tras una terrible tragedia es apostar por la vida, como hicieron en el secundario Shevaj Mofet de Tel Aviv, varios de cuyos alumnos fueron asesinados en un atentado suicida de Hamás en junio del 2001, mientras esperaban para entrar un sábado noche a una discoteca de la playa: en su memoria, inauguraron una nueva biblioteca. Igualmente puede enseñar solidaridad, como la manifestada por el pueblo todo en situaciones de emergencia, sea cuando los habitantes del norte abren sus casas para recibir a desconocidos compatriotas del sur hartos de los cohetes disparados desde Gaza, sea cuando los habitantes del sur abren sus casas para recibir a desconocidos compatriotas del norte hartos de los misiles de Hizbalá. O la mostrada por aquellos que enviaron paquetes y ayuda a Haití tras el terremoto. Israel siempre está listo para prestar ayuda humanitaria a países asolados por una catástrofe. Ese es su brazo más largo, no el armado.
Para terminar, vuelvo a mis hijos, nacidos los tres en Jerusalem, con una plegaria que elevo no necesariamente a Dios, ya que no estoy segura de que siempre preste atención. Quisiera que, si tienen que explicar alguna vez qué es Israel para ellos, puedan responder sin dudar, dentro de muchos años, quizás cuando yo ya no esté para protegerlos:
Israel es el país en el que nos sentimos seguros, un país que sabe atender a sus enfermos y ayudar a sus necesitados, un país que nos da orgullo porque invierte en su gente y sabe también prestar atención a los pesares de otros, un país que vive en paz con sus vecinos y consigo mismo. Un país del que mamá estaría orgullosa.
NOTA: Este texto forma parte de la encuesta “Qué significa Israel para mí”, que ha respondido una docena de personalidades de la cultura hispana (entre ellas Rafael L. Bardají, Carlos Alberto Montaner y Horacio Vázquez-Rial) en el más reciente número LA ILUSTRACIÓN LIBERAL.
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