ELI COHEN/HORIZONTE WEB
Dos vocablos árabes han salido a colación durante este último mes: Nakba y Naksa. Con la excusa de ambas, se han producido -en dos ocasiones- grandes altercados en la frontera que limita a Israel con Siria, en los Altos del Golán: el 15 de mayo con motivo de la Nakba o “catástrofe” que conmemora el establecimiento del Estado de Israel en 1948 como tal y marca el inicio del éxodo masivo, siempre según fuentes palestinas y árabes, de millones de refugiados, y el 6 de junio con motivo de la Naksa o conmemoración de la “derrota” de los países árabes en la Guerra de los Seis Días y la anexión al Estado de Israel de Gaza y el desierto del Sinaí que pertenecía a Egipto -el Sinaí fue devuelto en 1979 según los acuerdos de paz de Camp David I-, Cisjordania y Jerusalem Oriental, administrada hasta entonces por el reino de Jordania, y los Altos del Golán, pertenecientes a Siria.
Ciertamente, hay que situar a estas olas de manifestantes coordinadas en su adecuado contexto y en su justa perspectiva. Debido a los coletazos de la “Primavera Árabe”, Siria está viviendo un periodo de revueltas que está dejando sangre y represión todos los días, sobre todo en las ciudades de Deraa, Homs y Rastan. La atención mundial se ha centrado en dicha represión, sobre todo gracias a la difusión de ciertas imágenes que muestran a un chico adolescente torturado y mutilado antes de ser asesinado, Thamer Sahri, y el relato de Hamza Ali al-Khateeb, un chico de 13 años que sufrió la misma suerte que el primero, añadiendo que su cuerpo maltratado y sin vida fue enviado a su familia como mensaje de la determinación del régimen baazista de sofocar las revueltas de forma implacable. También los videos difundidos por Amnistía Internacional a finales de mayo han dado cuenta de lo cruentas que están siendo las tácticas utilizadas por el régimen sirio para mantenerse en el poder y apagar la llama de cambio encendida en su pueblo.
Ante dicha atención de la lupa mundial sobre el régimen de Bashar al Assad, este ha intentado tibiamente salvar los muebles y buscar legitimidad no sólo ante la comunidad internacional sino también ante los opositores. Pese a que no ha cesado la represión, el 31 de mayo pasado, anunció en la televisión pública siria una amnistía general a todos los detenidos políticos, incluyendo a los Hermanos Musulmanes, muy presentes e influyentes en las manifestaciones. No ha servido para traer calma a las calles, y el reguero de muertos ha continuado. De hecho, la ONG árabe pro Derechos Humanos Sawasiah cifraba a principios de este mes en 1.200 los muertos en Siria desde el comienzo de las revueltas.
Con este panorama, la dictadura siria, dirigida con mano de hierro -es una expresión arquetípica para los dictadores, pero el presidente sirio Bashar Al-Assad, que a la muerte de su padre prometió reformas, sólo ha contestado al clamor del pueblo, con sangre y muerte y alguna que otra acción insuficiente como derogar la Ley de Emergencia Nacional- parece que, ante el estancamiento de la situación, decidió recurrir al chivo expiatorio que ha servido a muchas dictaduras de la zona para justificar atrocidades o dominar a la población mediante falsos mitos: Israel. La frontera en los Altos del Golán, que ha estado desde la primera guerra de Líbano de 1982 en relativa calma, ha sido escenario de una cortina de humo muy poco sutil. Assad ha recurrido al caballo de batalla que utilizó su antecesor y padre, Hafed Al-Assad para tapar sus vergüenzas. Ha enviado, pues, unas protestas coordinadas a la frontera con Israel que sabía que iban a desviar la atención y que iban a ser trágicas -y más efectivas para distraer el foco de los medios, por tanto- dejando el 6 de junio, según la Agencia de Noticias Siria -fuente no contrastada y de dudosa rigurosidad- 22 muertos y más de un centenar de heridos debido a los inevitables choques con las fuerzas de seguridad israelíes.
Maniobra política
No sólo es “sospechoso” el hecho de que durante todos estos años, ningún grupo espontaneo de sirios haya ido a protestar a los Altos del Golán, y, justamente, hayan acudido a hacerlo cuando Damasco ha perdido los papeles en su cruenta represión y el mundo se está movilizando para establecer sanciones y pronunciar severas condenas -como hicieron recientemente, el 9 de junio, los cuatro miembros europeos, encabezados por Francia y Reino Unido, en el Consejo de Seguridad de la ONU- . También resulta revelador que, por ejemplo, el Partido Reformista de Siria, opositor y en el exilio, revelara el 5 de junio en su página web que, según fuentes de inteligencia sirias en el Líbano, el gobierno de Bashar al Assad, ha favorecido la migración de granjeros a las inmediaciones de la ciudad de Quneitra, limítrofe con Israel, pagando a cada granjero 1.000 dólares y 10.000 dólares a las familias de aquellos que cayeran bajo fuego israelí. Es de recibo apuntar que el sueldo medio mensual de un ciudadano sirio es de 200 dólares
Futuro incierto
El futuro de Siria es incierto. La inestabilidad gubernamental que se ha adueñado del mundo árabe ha pillado con el pie cambiado a todos los dictadores de la zona que ostentaban el poder sin problemas aparentes. Como no quiere sufrir el mismo destino de otros dictadores como Ben Alíen Túnez, Mubarak en Egipto o Saleh en Yémen, que ha sufrido un atentado que le ha dejado quemaduras en el 40 % de su cuerpo, o, peor aún, un ataque militar por parte de la OTAN o alguna coalición internacional, Assad no dudará en utilizar las estrategias necesarias para recuperar el apoyo de la calle y volver a garantizar su propia legitimidad en el plano internacional. Por ello, no es tan extraño que recurra a provocar a Israel y se beneficie, mediáticamente, de las consecuencias sangrientas de dicha táctica.
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