MEGAN GAMBINO/ SMITHSONIAN INSTITUTE
Gerda Weissmann Klein habla de su naturalización norteamericana.
Gerda Weissmann Klein tiene una increíble historia: tras ser arrancada de su familia y hogar en Bielsko, Polonia en 1942, sobrevivió tres años en campos de concentración y una caminata de la muerte de 350 kilómetros antes que las fuerzas norteamericanas la rescataran en 1945, de una fábrica abandonada de bicicletas en la República Checa. Con tal suerte, se casó con el oficial que la liberó y luego inmigró a los Estados Unidos donde se convirtió en ciudadana.
Sus memorias, All But My Life (“Todo menos mi vida”), ha sido permanente texto de lectura en escuelas de segunda enseñanza (High Schools) desde que fue publicado en 1957. HBO en co-patrocinio con el Museo Memorial del Holocausto de los Estados Unidos, adaptó en 1995 el documental galardonado con los premios de la Academia y los Emmy, intitulado “Un Sobreviviente recuerda”. Pero fue solo hasta que compartió su historia acerca de su naturalización en una ceremonia realizada en una escuela de educación media en las afueras de Cincinnati, Ohio, hace menos de una década, lo que la llevó a su más reciente empeño: En el 2008, a la edad de 84 años, Klein fundó Citizenship Counts, una organización sin fines de lucro que enseña a jóvenes estudiantes en comunidades a través del país acerca de los derechos civiles y responsabilidades, poniéndolos a participar activamente en una ceremonia de naturalización. Por esta y otras labores humanitarias, el Presidente Obama le reconoció con la Medalla de Libertad el pasado mes de febrero, acompañado de otras luminarias que incluyen al ex Presidente George H. W. Bush, Maya Angelou, Jasper Kohns y Warren Buffet.
El pasado martes (14 de junio), Gerda Weissmann Klein fue la oradora principal en la ceremonia de naturalización con motivo del Día de la Bandera en el Museo Nacional Smithsonian de Historia Americana. Gracias en parte a Citizenship Counts, participaron 160 estudiantes de Oklahoma, California, New York, Texas, Washington D. C. y las Islas Vírgenes.
Muchos Estadounidenses dan por hecho sus libertades, pero sabiendo lo que significa que te las nieguen. ¿Podrías compartirnos lo que había que soportar durante el Holocausto?
Tenía yo 15 años, y fue similar a un tsunami cuando esa vida que conocía y amaba me fue irrevocablemente arrebatada. Viví primeramente en el basamento de nuestra casa con mis padres. A mi hermano se lo llevaron inmediatamente y, cuando tuve 18, me separaron de mi familia para nunca volver a ver a ninguno de ellos nuevamente. Pasé una sucesión de labor esclavizante y campos de concentración. Al final, conforme Alemania iba perdiendo la guerra, nuestras condiciones, por supuesto, se volvieron más difíciles. Nos forzaron a trasladarnos en una marcha forzada.
Mi padre me había hecho calzarme las botas de esquiar cuando abandoné la casa en junio. Recuerdo haber discutido diciendo: “¿Papá, botas de esquiar en verano?”. Mi padre respondió: “¡Quiero que las calces!”, y por supuesto, no se discutía con el padre en aquellos días. Así que las usé, y fueron instrumentales en salvarme la vida en aquella marcha de invierno. Éramos dos mil mujeres jóvenes y quedamos únicamente 120 el Día de la Liberación, que fue el 7 de mayo de 1945.
¿Cuáles son las más vívidas memorias del Día de la Liberación?
La noche anterior habíamos oído pasar por encima aviones norteamericanos, lo que nos hacía pensar en que eventualmente, si teníamos suerte, sobreviviríamos. Nos habían empujado como en manada dentro de una fábrica de bicicletas abandonada, y habían colocado una bomba de tiempo atada al portón. Lo sé, suena a una historia barata de terror. Por fortuna la bomba no estalló. Y cuando las puertas se abrieron totalmente y hubo gente corriendo hacia dentro que preguntaba: “Si hay alguien aquí, salga. La guerra en Europa ha terminado”.
Parece imposible aceptar algo que has soñado durante seis largos años y orando para que suceda en cada despertar, y de repente se hace realidad. Así que en ese momento, no recuerdo ninguna emoción. Cuando las puertas quedaron ampliamente abiertas, deambulé hacia el marco y observé algo realmente increíble. Miré sobre un cerro cercano un extraño auto que descendía. Ya no era verde y en su capó (en el cofre del motor) ya no había una swástica, sino la estrella blanca de la Armada de los Estados Unidos. Dos hombres iban sentados en ese vehículo. Uno brincó fuera y vino corriendo hacia mí. Yo todavía estaba temerosa así que hice lo que, por supuesto, estábamos acostumbradas a decir. Le miré, y dije, “somos judías, ¿sabe?” Y en lo que me pareció una eternidad, de hecho me respondió: “Yo también lo soy”. Innecesario explicar lo increíble, increíble del momento. Entonces inquirió si podía ver a las demás damas, una postura que no conocíamos. Le afirmé que la mayoría de las muchachas estaban dentro. Estaban tan enfermas que no podían caminar.
Para describirte una escena de ese momento, yo pesaba 34 kilos. Mi cabello estaba blanco. Vestía solo harapos. Iba a cumplir los 21 al día siguiente. Y él hizo algo que, en un principio yo no entendí: sostuvo la puerta abierta para mí y me dejó precederle. En este increíble gesto, me restituyó a la humanidad.
Nunca me hubiera imaginado que me casaría con él [Oficial de Inteligencia de la Armada de los E. U. A., Kurt Klein] un año después en París, y me traería a casa en su nación. Amo este país con el amor que únicamente alguien que ha estado sola y hambrienta puede entender.
Usted y su esposo se mudaron a Buffalo, Nueva York, en 1946, donde se convirtió en ciudadana americana. ¿Cómo fue su propia ceremonia de naturalización?
Fui muy afortunada. Normalmente, toma cinco años. Si te casas con un estadounidense, te toma tres años. Pero mi esposo estaba en el servicio, así que la obtuve a los dos años. Para mí, fue un retorno al hogar, una sensación de pertenencia. Cuando no has tenido derechos ciudadanos como yo y te privan de todo, y de repente se te da todo ello, es increíble.
¿Qué te parece ahora ver a otros inmigrantes convertirse en ciudadanos?
Sé que mucha gente ha estado esperanzada y han rezado por ese momento. Muchas personas han venido de lugares donde ellos, en verdad, no tienen libertades. Puedo empatizar con eso. Sé lo que deben sentir. Me retraigo a mi propio momento, cuando se me dio. El juramento de Lealtad me parece muy emotivo –también la bandera. He visto esta bandera ascender en lugar de aquella con la swástica que ondeaba por años.
¿Cómo reaccionaste cuando supiste que serías la recipiendaria de la Medalla de la “Libertad”, el más alto galardón civil del país?
No lo podía creer. La persona llamó y, cuando me dijo, “estoy llamándole de la Casa Blanca en nombre del Presidente”, le respondí: “Por favor, pásele mis saludos y mejores deseos”. Ella preguntó, “qué, ¿no me cree?”, y yo le insistí: “Mire, soy una mujer mayor con un corazón débil. Sí me gustan las bromas, pero esta no lo es”.
Lógico, no soy la Madre Teresa. No he dado mi vida en los barrios paupérrimos de Calcuta. No he inventado una cura para el cáncer. No soy una mujer adinerada, soy una persona promedio. He tenido una vida de bendiciones, un maravilloso esposo, nietos y bisnietos. Todo lo que he hecho es sintiendo que ha sido mi obligación.
Recuerdo que, desafortunadamente, mi marido y yo estábamos en Washington durante el 9/11. Para mí este fue el momento más conmovedor. Fuimos a pararnos al Capitolio. Había tal solidaridad, lo mismo que sentí en Washington cuando recibí el privilegio del galardón. No distinguías quién era Republicano y quién Demócrata. Todos somos Americanos. Todos estábamos encantados de estar en la Casa Blanca.
¿Qué es para ti ser ciudadana de los Estados Unidos?
De vez en cuando me detengo y me pregunto: “Mi Dios, mira dónde estoy”, particularmente cuando vemos televisión o cuando leo las noticias, y veo lo que ocurre en otros países.
Cuando llegué a esta nación, no conocía a nadie, salvo mi esposo. No podía hablar inglés, y lo que este país me ha dado a lo largo de mi vida es algo totalmente increíble que quisiera dedicar mi vida, lo que quede de ella, a restituirle a mi patria lo que me ha prodigado, y enseñar a nuestra juventud sobre la grandeza de los Estados Unidos. Tal vez pienses que estoy ondeando demasiado la bandera, pero me enorgullece hacerlo.
Aun dándole rienda suelta a la imaginación no hubiera pensado en todo lo que me ha sido dado. Me refiero a ¿por qué yo? Sólo en este país ocurre. No creo que pudiera haber ocurrido en otro lugar, de la misma forma.
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