FARID KAHHAT/REFORMA
18 Jun. 11-La represión de las revueltas populares en el mundo árabe suele seguir un patrón habitual: en todos los casos la Policía constituye el primer dique de contención del régimen. Es sólo después de que ese dique es rebasado por los manifestantes que se plantea la posibilidad de emplear a las fuerzas armadas en misiones de represión interna. Pero a diferencia de las fuerzas policiales, que cuentan con una gradación de instrumentos de represión y están preparadas para enfrentar disturbios, las fuerzas armadas sólo cuentan con medios letales y están preparadas para enfrentar amenazas militares externas, no movilizaciones de civiles inermes dentro de su propio país.
Precisamente por el elevado grado de violencia que suele implicar, la participación de las fuerzas armadas en misiones de represión interna constituye un punto de no retorno.
Ésa es una de las razones por las cuales, cuando los manifestantes rebasaron el dique de contención policial en Túnez y Egipto, sus fuerzas armadas se negaron a disparar contra manifestantes desarmados. ¿Pero entonces qué explica que, bajo circunstancias similares, las fuerzas armadas sirias sí estuvieran dispuestas a disparar contra su propia población sin dudas ni murmuraciones?
Las diferencias entre los casos de Siria y Túnez son relativamente claras. Cuando se dice por ejemplo que el presidido por Ben Ali era un “régimen policiaco”, se olvida que eso era cierto incluso en un sentido literal: Ben Ali era ministro del interior cuando lleva a cabo el golpe de Estado que lo convertiría en Presidente de Túnez. El controlaba la Policía, no las fuerzas armadas. Temeroso de su poderío, establece con estas últimas un modus vivendi similar al que establece en México el régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI): respeto a su autonomía institucional, a cambio de que se mantengan pequeñas y alejadas de la política. Por ello eran unas fuerzas armadas profesionales, que no tuvieron mayor participación ni en la corrupción ni en la represión del régimen autoritario. Lo cual les permitía desmarcarse del mismo en un escenario pos autoritario, siempre y cuando no obedecieran la orden de disparar contra los manifestantes. Y no la obedecieron, precipitando así la huída de Ben Ali.
El caso egipcio es más complejo. Los cuatro presidentes que tuvo Egipto entre 1952 y 2010 (Mohamed Nagib, Gamal Abdel Nasser, Anwar Sadaat y Hosni Mubarak), fueron militares. Y las fuerzas armadas estuvieron entre los principales beneficiarios del régimen político que prevaleció durante ese periodo (haciéndose, por ejemplo, con el control de un emporio industrial). Sin embargo, fueron fuerzas armadas relativamente profesionales que no asumieron en forma directa las funciones de Gobierno. Contaban además con la legitimidad social que les brindaba el haber tenido un buen desempeño durante la Guerra de 1973, y haber permanecido en lo esencial al margen de la represión política.
Eso explicaría por qué, pudiendo tomar distancia del Gobierno de Hosni Mubarak (quien pretendía heredar la presidencia a su hijo Gamal, el cual no contaba con experiencia militar), tenían un mayor interés que las fuerzas armadas tunecinas en la forma que pudiera adoptar un orden político pos autoritario. Por eso estuvieron dispuestas a derrocar a Mubarak, pero estableciendo en su reemplazo una junta militar como Gobierno interino, con lo cual mantenían una influencia crucial sobre la transición hacia un nuevo régimen político.
El caso de Siria presenta varias diferencias con los casos de Túnez y Egipto. En primer lugar, porque esas fuerzas armadas han sido parte consustancial del régimen político sirio desde 1970, y asumieron sin ambages labores represivas para garantizar su preservación (por ejemplo, para sofocar el levantamiento en la ciudad de Hama en 1982, dando muerte a cuando menos 10 mil personas).
En segundo lugar, porque a diferencia de las fuerzas armadas tunecinas o egipcias, su liderazgo está compuesto en lo esencial por miembros de una minoría religiosa: los alauitas, que representan alrededor de un 10 por ciento de la población. Se trata por ende de una minoría que no sólo perdería todos sus privilegios bajo un nuevo régimen (sea o no democrático), sino que además podría ser víctima de represalias por la conducta de sus líderes en el Gobierno.
Por último, al igual que en el Irak de Saddam Hussein, pero a diferencia de Túnez y Egipto, los principales cargos dentro de las fuerzas de seguridad son ocupados por parientes del Presidente Bashar al Assad (como su hermano Maher, quien dirige las labores de represión). Es decir, por individuos cuyo principal mérito es la lealtad personal, y no la competencia profesional.
Por esas razones, de producirse una insubordinación, lo más probable era que esta se produjera entre los mandos medios y el personal de tropa, como ocurrió en Jisr al Shughur (dado que, a diferencia del alto mando, entre los mandos medios y el personal de tropa predominan integrantes de la confesión sunita, la cual representa un 75 por ciento de la población del país).
Para afrontar ese reto, el régimen sirio emplea tácticas expeditivas y brutales: asesinar in situ a los soldados que se rehúsan a disparar contra la población, cuando se trata de individuos. O destruir todo vestigio de insurrección, cuando se trata de unidades militares.
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