SETH J. FRANTZMAN – JERUSALEM POST
En su libro “La casa de Ismael”, Martin Gilbert proporciona un buen correctivo a todos aquellos que han derramado mucha tinta a la hora de fabricar la historia, negando así la verdad, de una supuesta buena convivencia entre judíos y musulmanes bajo el dominio musulmán. De origen británico, Gilbert, un biógrafo de Winston Churchill y un prolífico escritor de obras sobre los judíos y el Holocausto, sólo en raras ocasiones ha dirigido su objetivo hacia esos judíos que vivían bajo el dominio del Islam.
El tema, por lo general, ya fue tratado por orientalistas judíos que en la segunda mitad del siglo XIX y primera mitad del siglo XX escribieron sobre la “maravillosa tolerancia” mostrada por el Islam hacia los judíos que vivían en su seno, y ello en contraste con el trato brutal que se les infligía en Rusia y Europa.
Desde la década de 1980, esa interpretación fue retomada por apologistas e islamófilos occidentales ubicados en los departamentos de estudios sobre el Oriente Medio, quienes fabricaron una supuesta “edad de oro” de la vida judía bajo el Islam, y en donde se decía que la convivencia había sido la norma.
La verdad, aunque Gilbert no lo diga exactamente así, es que la vida judía bajo el Islam se parecía bastante a la vida de los afroamericanos en el sur de los EEUU antes de la llegada de los derechos civiles: una minoría tolerada, pero políticamente discriminada, a menudo oprimida, de vez en cuando linchada y por regla general humillada y odiada por sus vecinos. Las raíces de la discriminación radican en la propia relación del Corán y Mahoma con los judíos de Arabia. Mahoma y sus primeros seguidores sacrificaron a las tribus judías y forzaron como esclavas a las mujeres judías casadas.
Los sucesores de Mahoma, sobre todo el califa Omar (que reinó desde 634 hasta 644) y el califa omeya Omar Abd al-Azziz (717 a 720), codificaron el tratamiento reservado a los judíos de modo que se convirtieron en dhimmis, un grupo o una población “protegida“, a la que se le permitía vivir y residir siempre y cuando pagara un impuesto especial, no construyera nuevas sinagogas, no montara a caballo, no empleara a musulmanes y llevara una ropa especial que les marcara ante los demás como judíos. Tampoco podían ser testigos ante un tribunal o llevar armas. Cuando fallecían, a menos que sus herederos demostraran lo contrario, su propiedad pasaría a manos de los musulmanes. Los varones judíos no podían casarse con mujeres musulmanas, pero a los varones musulmanes se les animaba a desposar mujeres judías (y el hecho consecuente, su conversión al Islam).
Esta “protección” ha sido trágicamente elogiada por bastantes académicos occidentales como un “modelo de convivencia“. Estas rigurosas disposiciones llegaron a ser aún más duras con ciertos gobernantes, y de ellas raramente se puede extraer la idea de que fueran unas leyes promulgadas para mejorar la vida de los judíos. Como Gilbert afirma en su libro, en algunos lugares se consideró aparentemente legal robar a los judíos, ya que el rabino Ben Hai Sherira se quejaba de que sólo en algunas ciudades a dicho robo se le consideraba ilegal. El sultán almohade Abu Yaqub forzó a los judíos a llevar “una larga túnica azul con unas mangas absurdamente largas y anchas que les llegaban hasta los pies“. Casi al mismo tiempo, los judíos en el Norte de África ni siquiera podían criar a sus propios hijos, los cuales a veces eran entregados por la fuerza a manos de los musulmanes locales. No es de extrañar que la comunidad judía, que había sido bastante grande en época de Roma y durante la conquista árabe, casi se extinguiera, hasta que fue revivida por la llegada de refugiados procedentes de España después de 1492.
Los judíos tuvieron prohibido en ocasiones llegar a ser funcionarios públicos, como fue el caso de una ley emitida en 1290 por los mamelucos en Egipto. Las sinagogas más grandes, como la de Alepo, fueron convertidas en mezquitas. Los judíos conversos al Islam, y parece que hubo muchos entre los siglos XIV al XVI, sufrieron de discriminaciones similares a las de sus hermanos marranos en España. El khan de Bujara instituyó un insulto añadido al impuesto fiscal, la jizya, y así cuando éste impuesto era abonado cada judío recibía adicionalmente una bofetada en la cara.
En Yemen se les prohibió la construcción de casas más altas que las de los musulmanes, además de ser obligados a vivir fuera de la ciudad. Los chiítas en Irán, después de 1502, consideraron que eran “impuros“, y los viajeros cristianos que sin duda estaban bastante acostumbrados al odio contra los judíos en sus propias naciones, se vieron sorprendidos por el “gran odio” de los persas hacia los judíos.
Los otomanos son vistos por muchos como una especie de salvadores de los judíos ante todas estas privaciones. Cuando reinaba el caos o estaban en el poder unos gobernantes musulmanes particularmente devotos en el norte de África, Yemen o Persia, los judíos pagaban las consecuencias. El Imperio Otomano, desde sus inicios en el siglo XIV hasta su final en el siglo XX, sí demostró ser especialmente tolerante. Los judíos desde Bagdad a Sanaa (Yemen) y Libia vitorearon la llegada de los otomanos y temieron su retirada, al igual que una vez aprobaron la llegada de los zoroastrianos y musulmanes persas a Jerusalén en el siglo VII. Pero incluso ese auge, que parece rivalizar con la “edad de oro” de la España del siglo XII, estuvo marcado por problemas. En Salónica, a la que otros autores han tratado de pintar como una ciudad modelo de convivencia, los judíos fueron sometidos a menudo a “falsas reclamaciones de supuestas deudas“.
Maimónides, el gran filósofo judío y una persona que siempre es seleccionada como “ejemplo de esa unión entre musulmanes y judíos” (llegó a ser el médico de Saladino), escribió de los musulmanes que “ninguna nación ha hecho más daño a Israel, ninguna la ha igualado a la hora de degradarnos y humillarnos”. El propio Maimónides fue expulsado (debió huir) de España por los musulmanes.
Más de la mitad de la crónica de Gilbert se concentra en el período posterior a 1900, e incluye un gran número de detalles relativos a cada comunidad y a su destino hasta el presente. Un corto tramo al final examina las actuales comunidades judías en lugares como Yemen, Turquía, Túnez y Marruecos.
Gilbert no se ocupa de las cuestiones historiográficas, como las manipulaciones de esas tesis que elogian esa “coexistencia“, probablemente quizás para mejor, porque su libro muy posiblemente hubiera sido etiquetado como “parcial”. En su análisis final, Gilbert ha hecho lo que mejor sabe hacer, crear una obra de referencia que seguirá siendo un modelo en los próximos años.
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