BENNY MORRIS/NATIONAL INTEREST
La semana pasada tuve una experiencia bastante ambivalente en la London School of Economics (LSE), y considero que ella puede enseñarnos, más allá de lo estrictamente personal, acerca de hacia donde se dirige Gran Bretaña, y muy posiblemente Europa Occidental en su conjunto.
Me invitaron a dar una conferencia sobre la primera guerra árabe-israelí de 1948. Unas horas antes, se produjo un incendio en un edificio cercano y la avenida Kingsway fue cerrada, por lo que el taxi me dejó a unas cuantas manzanas de distancia. Mientras caminaba por Kingsway una pequeña multitud – no creo que cualquier otra palabra sea la adecuada – compuesta por algunas docenas de musulmanes, árabes y sus partidarios, tanto hombres como mujeres, me rodearon y caminaron junto a mí durante varios, cientos de metros, mientras me dirigía al edificio donde tendría lugar mi conferencia, gritándome a voz en cuello y sin descanso acusaciones de “fascista”, “racista”, “Inglaterra no debería haberte permitido estar aquí”, “no se debería permitir que hablaras”…
Varios de ellos hablaban en un mal, y obviamente recién adquirido, inglés. La violencia se sentía en el aire, aunque ninguno de ellos la utilizó realmente. Los transeúntes nos miraban con asombro, y tal vez con vergüenza, pero me parece que la visión de los airados y barbudos rostros musulmanes era suficiente para disuadirlos de cualquier intervención. Para mí, todo ello era como si estuviera ante unos camisas pardas en una calle del Berlín en 1920, aunque en Kingsway nadie, según puedo recordar, me gritaba “judío”.
Ya en la sala de conferencias, y después de una taza de té, comenzó mi parlamento ante una audiencia de unos 350 estudiantes y otras personas, y todo sucedió pasablemente bien. Para la asistencia se requerían entradas, las cuales fueron dispensadas libremente tras proporcionar el nombre y la dirección. El LSE había reforzado la seguridad y varios bobbies estaban fuera del edificio frente a una docena de manifestantes que sostenían en alto carteles que indicaban que “Benny Morris es un fascista”, “Vete a casa”, etcétera.
Sorprendentemente, en el interior de la sala de conferencias reinó un silencio absoluto durante mi disertación, hasta el punto que se podía haber oído caer un alfiler. La sesión posterior de preguntas y respuestas fue en líneas generales civilizada, aunque varios participantes musulmanes, incluyendo a varias chicas con hiyab, dieron cuenta de su ira y de su desdén. Uno de ellos afirmó: “Usted no es un historiador”, y otro dijo algo más delicado sugiriendo que el “profesor, que se precia de ser un historiador serio…”. Sin embargo, la gran mayoría de la audiencia fue respetuosa y, en mi opinión, se mostró agradecida (a juzgar por el volumen de los aplausos al final de la conferencia y al final de la sesión de preguntas y respuestas), aunque una pequeña minoría me abucheó y aplaudió con fuerza cuando se plantearon las típicas preguntas antisionistas.
La forma en que abandoné la sala de conferencias fue también notable. El presidente pidió a los asistentes que permanecieran en sus asientos hasta que el grupo saliera del escenario. El equipo de seguridad me condujo hacia un ascensor a través de un pasaje angosto para llegar hasta un sótano lleno de cacharros de cocina y finalmente una salida lateral. Al igual que un presidente estadounidense en un thriller de serie B.
Otro elemento desconcertante sucedido en la sala de conferencias fue el breve discurso introductorio de acogida. El profesor de la LSE fracasó por completo al no señalar el hostigamiento e intimidación previo en la avenida Kingsway (de la que era plenamente consciente) o al menos criticarlo de alguna manera. Mi hipótesis es que algunos de los protagonistas eran estudiantes del propio LSE.
Tuve la sensación de que el presidente demostraba deliberadamente su cautela precisamente por conocer muy bien el mundo en que vivía. Lo que me lleva de regreso a lo sucedido en la avenida Kingsway: una intimidación pública y desenfrenada por parte de ciertos musulmanes sobre aquellas personas que muestran un desacuerdo palpable con sus ideas y actitudes, lo cual evidentemente afecta a la mayoría de los británicos cristianos entre los que viven, los cuales de hecho permanecen intimidados en silencio.
La verdad es que se experimenta verdadero miedo (tal vez se dio un paso más con las reacciones de los musulmanes de todo el mundo a las “caricaturas de Mahoma” y las respuestas sumisas de Occidente ante tales reacciones).
Lo que si parece cierto es que resultó una triste señal de lo que ahora mismo sucede en la histórica madre de las democracias, y algo que puede servirnos de ejemplo sobre lo que está pasando, y que cada vez sucederá más, en la Europa occidental durante las próximas décadas.
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