RICARDO MARTÍNEZ DE RITUERTO/ EL PAÍS
La OTAN tiene un problema. Y es que los grandes principios retóricos y estratégicos no aguantan el choque con la realidad, en particular en tiempos de gran austeridad y sin enemigo visible en el horizonte. Añádesele que es una coalición entre dos partes muy desiguales (Estados Unidos y los demás), con distinta evolución de intereses en ese tándem dispar en el que el grupo de los demás tiene categorías, capacidades y sensibilidades diferentes. De ahí recelos, desajustes y hasta amenazas. Robert Gates, el jefe saliente del Pentágono, acaba de despedirse del amigo europeo con un aviso: el futuro de la OTAN es “oscuro si no negro” porque Washington se está cansando de aguantar el peso de una Alianza cuyos socios europeos no están dispuestos a invertir para defenderse a sí mismos.
“Libia demuestra que la Alianza Atlántica es aún relevante”.
El diagnóstico no es nuevo. De hecho es una vieja constante. Barack Obama, por boca de Gates, es sólo el último de la lista. Ya Dwight Eisenhower, presidente americano después de haber sido jefe supremo en la II Guerra Mundial, dijo en su día que “los europeos no están dispuestos a hacer los sacrificios que supone poner soldados para su propia defensa”. Kurt Volcker, el último embajador en la OTAN de George Bush, presidente al que los europeos acompañaron a empujones en la aventura afgana y secundaron (muy parcialmente) en Irak, se despidió hace un par de años de Bruselas alertando de que la Alianza se dirige hacia “un choque frontal de trenes” dadas las crecientes divergencias entre Estados Unidos y Europa sobre amenazas globales, necesidades de inversión en defensa y hasta de disposición a recurrir a la fuerza.
Medio año después de la cumbre de Lisboa que adoptó el nuevo Concepto Estratégico para adaptar una alianza con 61 años de vida a los retos del siglo XXI -desde el ciberespacio al terrorismo, pasando por los misiles de largo alcance o la seguridad energética, con ambiciones de llegar hasta las antípodas para extender la relación de privilegio a socios asimilables, todo ello sin abandonar el sacrosanto principio de la mutua defensa- aquella imagen brillante vira a sepia.
El catalizador ha sido la campaña contra la Libia de Muamar el Gadafi. Lo describió patéticamente Gates en su conferencia del otro día en Bruselas: “La más poderosa alianza militar de la historia se empieza a encontrar sin munición a las once semanas de una operación contra un régimen pobremente armado en un país escasamente poblado”. Un panorama de incuria que parece haber sido la gota que colma el vaso de la paciencia de un Washington obligado, una vez más, a cubrir las deficiencias de sus aliados.
Porque en esta campaña las reglas del juego estaban claras: Libia es un asunto en la vecindad de Europa (y sin interés crucial para Washington) del que deben hacerse cargo los europeos, con Estados Unidos apostado más allá del horizonte. Exactamente el reverso de la relación histórica en el seno de la Alianza; en tiempos de la guerra fría, Washington asumía con naturalidad su liderazgo en la defensa de Europa.
Pero la Unión Soviética fue derrotada sin disparar un solo tiro, los europeos dejaron de sentirse amenazados y no quieren sufragar costes militares que ven innecesarios, Estados Unidos tiene acuciantes intereses estratégicos en el Pacífico, a la cima del poder en Washington están llegando generaciones sin sensibilidad por la defensa de Europa y el dinero escasea cada vez más. Y sin Estados Unidos la OTAN languidecerá. De ahí el “futuro oscuro si no negro” de la OTAN.
“La situación no es dramática, pero es cierto que la Alianza se está desvaneciendo porque las dos partes han dejado de ser el bloque que fueron y están siguiendo su propio camino en virtud de sus intereses diferentes”, dice Nick Witney, del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores. “Europa no se siente amenazada y no tiene interés en seguir a Estados Unidos en otras partes del mundo. En un proceso que llevará muchos años, la Alianza se irá reduciendo en tamaño, en cuarteles generales y en efectivos”.
“Los europeos creen que ya están pagando demasiado para defenderse de amenazas que no existen”, nota Witney, que etiqueta de “error” tal enfoque: “Hay que tener una fuerzas armadas de cierto nivel y capacidad si se quiere tener influencia en el mundo”.
Alex Nicoll, director editorial del londinense Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS), da por hecho que “Europa no va a gastar más en defensa” y que por ello deberá hacer un gasto más inteligente (compartido, economías de escala) de los escasos recursos disponibles. “La sociedad europea sólo cambiará si se enfrenta a una crisis en la que sienta que debe participar” pronostica. “Ahora no ve nada que vaya a afectar a su seguridad. No hay guerras impuestas sino guerras de elección”.
Como la de Libia. Hoy se cumplen tres meses del primer ataque contra Gadafi “y no sabemos si el régimen va a caer”, dice Nicoll. Esa caída justificaría a la OTAN, que quedará desairada si no lo consigue, por no hablar del desafecto de la opinión pública en caso de sangriento error con muchas bajas civiles, posibilidad que se incrementa conforme más dure la operación. Las señales no son buenas porque “en Libia se están acabando los objetivos militares y si no hay objetivos militares, para qué atacar”. De hecho, en el ansia aliada de bombardear al régimen ya ha habido intervenciones chuscas, como el ataque a un campo de golf. “El problema con la OTAN es que no figura en el radar de las preocupaciones de los responsables políticos de los países aliados”, señala el analista del IISS.
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