Juntos venceremos
viernes 15 de noviembre de 2024

¿Dónde estás, Gilad Shalit?

 

ENRIC GONZÁLEZ/EL PAÍS

Tras cinco años en poder de Hamás, el caso del soldado israelí  concentra los rasgos de la tragedia colectiva del conflicto palestino-israelí

A veces se cree que el conflicto entre israelíes y palestinos es exclusivamente territorial y que bastaría algún tipo de acuerdo sobre fronteras, más o menos razonable, para encauzarlo.

En realidad, las cosas son más complejas. Mucho más difíciles. Gilad Shalit ha acabado concentrando en su tragedia personal muchos de los rasgos de la gran tragedia colectiva. Para Shalit, como para el conflicto, el tiempo parece pasar de largo.

Una de las características del conflicto consiste en la manipulación sistemática del lenguaje, por ambas partes. En lo que se refiere a la situación de Shalit, los israelíes hablan de “secuestro”. Y tienen razón. En Hamás subrayan que Shalit estaba uniformado y armado y fue capturado en una acción militar. También tienen razón. Gilad Shalit (Nahariya, 1986) se empeñó en cumplir el servicio militar en una unidad de combate, como su hermano mayor, aunque la revisión médica le orientara hacia una función administrativa. El 25 de junio de 2006 fue capturado por milicianos de Hamás que salieron de Gaza a través de un túnel y atacaron un puesto israelí junto a la frontera. Murieron dos de los milicianos y dos soldados. Shalit, herido en una mano y un hombro, fue transportado al interior de la franja. Cinco años después, allí sigue. Se supone que aún vivo.

Pero en cuanto sus captores denegaron a Shalit el derecho de visita de la Cruz Roja e impidieron a sus familiares el derecho a saber dónde se encontraba , el joven soldado dejó de ser un prisionero de guerra según la legislación internacional. Y en cuanto Hamás pidió un rescate por el rehén, consistente en la liberación de todas las presas palestinas, de todos los presos varones menores de edad y de otros 1.000 presos más, entre ellos varios condenados por gravísimos delitos de terrorismo, el asunto se convirtió en un secuestro. Eso lo reconoce la propia Cruz Roja.

En Hamás se indignan ante la importancia que se concede a Gilad Shalit, cuya liberación ha sido pedida por los principales líderes del mundo. ¿Y los presos palestinos?, preguntan. ¿No están en la misma situación?

No exactamente. A ellos les puede visitar un delegado de Cruz Roja, conocen (con alguna excepción) la duración de su condena y, en principio, no temen ser degollados por sus carceleros. El problema de los presos palestinos no radica en su situación penitenciaria, sino antes, en los juicios militares sumarísimos a los que son sometidos (por más que parte de la sociedad israelí hable de Judea y Samaria y las herencias divinas, Cisjordania es un territorio ocupado regido por las autoridades de ocupación, por supuesto militares); y en la práctica frecuente del encarcelamiento preventivo, sin plazos ni garantías, por “razones de seguridad”.

Otra de las características del conflicto es la escasez de buena voluntad. Cuanto más feroz, loco y peligroso parezca uno, mejor. Hamás solo ha dado pruebas de que Shalit está con vida a cambio de la liberación de pequeños grupos de presos palestinos, y se ensaña con la desventura del joven soldado de reemplazo (los párvulos de Gaza escenifican su captura, se pintan murales y se hacen películas de dibujos animados sobre el envejecimiento del preso en su celda, se pasean monigotes con su efigie en las manifestaciones) hasta extremos repulsivos. ¿Qué hace ahora el Gobierno israelí? Prometer que los presos de Hamás vivirán en condiciones mucho peores: no podrán estudiar, por ejemplo. El viejo juego de las represalias permanentes.

Otra característica del conflicto: las partes sufren divisiones internas demasiado profundas como para permitir acuerdos. La Autoridad Palestina, controlada por Al Fatah, pide que se libere a Shalit. Especialmente en las actuales circunstancias, mientras Al Fatah y Hamás negocian un Gobierno de unidad. Los de Hamás, divididos a su vez entre “políticos” y “militares”, prefieren enrocarse.

La fractura, sin embargo, resulta especialmente dramática en Israel. Miles de coches israelíes llevan colgada del retrovisor una cinta amarilla en recuerdo de Shalit, se han celebrado grandes manifestaciones y largas marchas, se han boicoteado ceremonias oficiales y, en general, cuesta encontrar a alguien que no se declare absolutamente favorable a que concluya el cautiverio del soldado. El problema son los términos. Según los sondeos, en torno al 60% de la población está a favor de liberar 1.000 presos palestinos a cambio de Shalit. Pero el 40% restante tiende a pertenecer a los partidos derechistas y nacionalistas de la coalición de Benjamín Netanyahu, lo cual induce al primer ministro a mantener una posición cerrada. Asegura que está dispuesto a “pagar un precio, pero no cualquier precio” por el regreso del soldado.

Y así han pasado cinco años de negociaciones públicas y secretas y de cálculos tácticos, durante los cuales la imagen de Gilad Shalit se ha deshumanizado de alguna manera para convertirse en un icono más del conflicto: su rostro, omnipresente, es un símbolo de significado incierto.

Los cinco años han tenido un efecto devastador sobre la familia Shalit. El padre, Noam, y la madre, Aviva, dejaron sus empleos y su casa el año pasado, con motivo del cuarto aniversario de la captura de Gilad, y se establecieron en una tienda de campaña frente a la residencia del primer ministro. El desgaste es muy perceptible en Noam, que se niega a hablar de sí mismo “porque lo único importante es Gilad”. Cuenta que ha presentado una querella por secuestro en Francia (los Shalit tienen pasaporte francés además del israelí), que se trata de “un crimen de guerra”, que los presos de Hamás en las cárceles israelíes viven “demasiado bien, mucho mejor que Gilad” y que Netanyahu “ha de hacer algo”. Dice estas cosas, que habrá repetido miles de veces, como un autómata, con los ojos cerrados. La tienda de campaña está decorada con numerosas fotos de Gilad Shalit.

En un momento de cansancio, Noam Shalit pierde el hilo de su discurso y sus palabras caen por un resquicio de lucidez: “Dicen que si el Gobierno cede y libera a los presos palestinos, se creará un precedente y Hamás tendrá más motivos para secuestrar rehenes; eso es una tontería, Hamás tendrá buenos motivos para secuestrar mientras Israel siga deteniendo palestinos de forma masiva”.

Cuanto más prolifera la imagen de Shalit, más difícil resulta recordar a la persona. Hadas Amster, una joven de 24 años, coincidió con él en el instituto y en el Ejército: “Fui destinada al mismo puesto de Gilad, junto a Gaza, y estaba presente cuando nos anunciaron que dos compañeros habían muerto y que uno había sido capturado”.

A Hadas le costó creer que Gilad Shalit, el muchacho reservado y solitario con quien acababa de reencontrarse de uniforme, fuera el desaparecido.Ya era un cabo relativamente veterano y había explicado a los novatos, entre ellos Hadas, la situación en la zona. “Nos dijo que las cosas estaban revueltas, pero que se calmarían en muy poco tiempo. Al día siguiente salió con un destacamento. Y ya no volvió. Ojalá estuviera aquí. Ojalá”.

 

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