LOLA GALÁN/EL PAIS.COM
Un centro instalado en Londres ayuda a los supervivientes de la Shoah a convivir con un trauma incurable. Temen que la muerte sepulte para siempre sus terribles historias
“Mi vida no ha sido normal”, recapitula Henrietta Kelly, de 75 años. Está sentada con la cabeza baja y los ojos entornados. Por la puerta entreabierta se filtran voces animadas y un olor intenso a comida. La vida de Henrietta Kelly no ha sido normal, ni es normal el lugar donde nos encontramos, aparentemente un centro social para ancianos, pero en realidad, un punto de encuentro, un techo seguro para los que sufrieron la persecución nazi.
El Centro para Supervivientes del Holocausto (HSC, en sus siglas en inglés) es tan anodino por fuera como aséptico por dentro. Se alza, sin letreros externos, sin señas de identificación, en un cruce de calles en Barnet, en el noroeste de Londres, en mitad de un barrio judío de clase media.
Henrietta Kelly (de soltera Steinberg) es asidua del centro desde que empezó a funcionar a principios de los años noventa. Aquí se siente protegida y acompañada, porque la mayoría de las 300 personas que lo frecuentan han tenido como ella una vida anormal, marcada por los horrores de la II Guerra Mundial y el genocidio de los judíos. El HSC es único en su género, si se exceptúa el que existe en Israel, y pretende ayudar a estos supervivientes a manejar el daño sufrido. “No podemos curar ese trauma, pero sí conseguir que vivan con él una vida lo más plena posible”, dice su directora, Judith Hassan, psicóloga y socióloga.
Hassan puso en marcha el centro cuando se dio cuenta de que las dificultades cotidianas eran una prueba insalvable para muchos supervivientes del Holocausto. “Un cambio de casa, un traslado, les paralizaba, porque desencadenaba en ellos recuerdos horribles de la deportación”, dice.
El centro, depende financiera y estructuralmente del Jewish Care (la principal asociación asistencial judía de Londres) y de aportaciones voluntarias (los socios pagan cantidades testimoniales), funciona como el hogar que les faltó en la infancia, e intenta alejar del horizonte de sus vidas los fantasmas del pasado: el hambre endémica y el horror a la autoridad. Por eso hay siempre bollos de pan en el comedor, té, dulces, y por eso, asegura Hassan, ella se mantiene siempre en un segundo plano, más como una testigo, una mano a la que aferrarse, que como la directora de la institución.
Henrietta Kelly parece, en cambio, necesitada de alguna autoridad benigna. Nació en Oswiezim (Polonia) -Auschwitz, en alemán, donde se instalaría el campo de exterminio que ha llegado a simbolizar el Holocausto- tres años antes del estallido de la II Guerra Mundial.
Su padre logró huir a Palestina. Su madre y ella intentaron sortear la persecución, pero acabaron en el campo de concentración de Bergen-Belsen (en la Baja Sajonia), el mismo donde murió de tifus Ana Frank. “Mi padre nos envió documentación para viajar a Suiza. Mi madre fue a la oficina de la Gestapo y logró incluir en los papeles a mi tío Jacob. Pero nunca llegamos a Suiza, nos deportaron a los tres a ese campo”, cuenta.
Henrietta cierra los ojos, inclina la cabeza, y golpea la mesa rítmicamente con la mano izquierda, como si fuera una médium convocando a los espíritus. Hija de rabino y de una judía ortodoxa, era demasiado pequeña para saber lo que ocurría a su alrededor. Del campo de Belsen recuerda: “Era grande y estaba dividido en pequeños campos. Nosotros estábamos todos juntos. Había bastantes rencillas, y hasta una interna que decían que robaba cosas. Yo me pregunto: ¿qué podía robar si ninguno teníamos nada?”. Recuerda la espantosa sopa líquida que les daban para comer, cocinada con restos de verduras. Y el orden jerárquico en el que se distribuía. “Mi madre, como esposa de rabino, era una de las primeras en la fila”. Dice que los alemanes los sacaron del campo al final de la guerra, rumbo a algún lugar de Alemania, pero los rusos, ya vencedores, los rescataron, y los enviaron de regreso a su ciudad. “Mi madre estaba muy enferma, tenía la peste bubónica, pero se curó. Ella no se daba nunca por vencida. ‘¡Sobreviviré!’, decía siempre. Era una heroína”. Y sobrevivió. La familia entera se salvó de la catástrofe y se instaló en Escocia, donde Henrietta rehízo su vida.
Pero el final feliz no la ha librado de sus fantasmas. “La gente no quería oír nuestras historias”, dice. Y ella había perdido la fe en el ser humano. “Al principio, ni siquiera confiaba en mi marido”. Por eso se aferró al centro donde se reunían otros supervivientes. “Era como encontrar a una segunda familia. Aquí uno habla con quien le parece; hay gente que te quiere y otra que te evita. Igual que una familia”.
Una de las funciones del centro es sacar a la luz los recuerdos anteriores y posteriores al Holocausto. La memoria es fundamental. Pero los recuerdos vuelven una y otra vez a los mismos episodios traumáticos. “Yo los escucho y anoto todo lo que me cuentan”, dice Hassan para quien el centro pretende ser, sobre todo, un lugar de encuentro y una experiencia de felicidad. Se organizan visitas a exposiciones, se va a conciertos, se hacen pequeñas excursiones y se imparten clases de yídish, porque la mayoría de los asociados son judíos de la Europa del Este, de Alemania o Austria. Entre los supervivientes que acuden, muchos pertenecen a una segunda generación de víctimas del Holocausto. La guerra y las deportaciones los cogió de niños. Niños judíos escondidos por sus padres en hogares católicos, atendidos por otras familias o instituciones en las que no siempre recibieron buen trato.
Aquí han coincidido Jack Bild, de 68 años, uno de los más jóvenes del centro, y Marcel Ladenheim, de 72 años. Ambos de padres judíos austríacos que buscaron refugio en Bélgica en un caso, y en Francia, en el otro. Bild es un hombre alto, delgado, de rostro impenetrable, que nació con la guerra ya avanzada. Su madre pasó el embarazo escondida en una localidad próxima a Bruselas. Perdió al padre en la guerra, y al terminar el conflicto su madre se volvió a casar y se trasladó con él, su hermano mayor y su nuevo marido a Canadá. “Creo que lo que me marcó más fue la convivencia con mi padrastro, superviviente de Auschwitz, donde había perdido a toda su familia. Era un hombre tiránico. Terrible”. El centro le ayudó a superar, en parte, la ansiedad que le consume desde que tiene uso de razón.
Marcel Ladenheim no tiene, en cambio, malos recuerdos de aquella etapa. La pasó, oculta su identidad judía, acogido en una localidad al norte de París, “con una gente que se portó muy bien conmigo”. Su madre, con graves problemas mentales, intentó recuperarlo, pero su estado no le permitió atenderlo y regresó al mismo sitio. “¡Qué infancia hemos pasado! Yo no he tenido a nadie que me abrazara y me besara”, dice Dani Jeffrey, de 75 años, de padres rusos refugiados en París. Dani, cabello blanco corto, blusa blanca y pantalones oscuros, aparece temblorosa. “No sé lo que habría sido de mí sin este centro. Me ha ayudado a encontrar una identidad, a encontrarme a mí misma”, dice, todavía incapaz de superar las carencias de su infancia. Hasta donde recuerda, sus padres la escondieron en un pueblecito, al cuidado de una mujer, y la visitaban con frecuencia. Pero a partir de un momento no volvieron. “Me sentí abandonada. No comprendía nada. Yo no tenía otra familia en Francia, aparte de ellos. Luego me enteré de que en septiembre de 1942 habían concentrado a miles de judíos en París, y los habían deportado a Auschwitz.
En Yad Vashem [institución israelí dedicada a las víctimas del Holocausto] encontré el número del convoy en el que había sido deportada mi madre. Nunca volvió”.
“¿Tenía dos o tres dígitos?”, pregunta, de pronto, Marcel, que ha estado escuchando en silencio el relato de Dani. Marcel viene poco al centro, porque vive demasiado lejos. “Creo haber conseguido lo que pretendía en los 10 o 12 años que he estado viniendo asiduamente”. Dentista jubilado, tiene tres hijos y cinco nietos, y conserva un fuerte acento francés. Reconoce que un instinto de supervivencia lo llevó a olvidar selectivamente las experiencias más amargas de su vida de niño judío fugitivo. “Años después encontré a una persona que me conoció en aquellos tiempos. ‘Hay que ver, Marcel, lo que llorabas entonces’, me dijo. Y me dejó sorprendido porque yo no lo recordaba en absoluto”.
Otros, entre los socios del centro, necesitan hablar. Viven obsesionados con el miedo de que, al morir, sus historias se olviden. Y van de escuela en escuela contando lo que sufrieron. Harry Fox, de 90 años, superviviente de Auschwitz, y uno de los más veteranos, se encuentra esta mañana en una escuela londinense, explicando cómo era aquel lugar de horror.
Janine Webber, pelo oscuro, aspecto juvenil pese a tener 78 años, recorre también las escuelas contando su experiencia que se parece casi a un relato de aventuras. Nacida en Lvov, tercera ciudad de Polonia entonces, hoy parte de Ucrania, de la que fueron exterminados la mayoría de los 136.000 miembros de la comunidad judía, cuenta con todo lujo de detalles las peripecias vividas durante la ocupación nazi. Los fusilamientos masivos llevados a cabo por los ucranianos. La muerte de su hermano y de su padre, la huida con su madre, la ayuda providencial de una tía materna. El tiempo que pasó oculta en un cobertizo, con solo nueve años. “Tengo intacto el recuerdo de las botas brillantes de los soldados alemanes que nos buscaban. Todavía las veo en las pesadillas”.
Finalmente fue internada en el gueto con otros parientes. “Allí colgaban a los judíos por cualquier cosa. Las calles estaban llenas de cadáveres”. Su madre murió de tifus, una epidemia que diezmó las poblaciones de los guetos y de los campos de concentración. “Pese a los años que han pasado, no puedo perdonarme no haberla abrazado, no haberme despedido de ella. La vi con tan mal aspecto que me asustó, no quise acercarme a ella”, cuenta Janine, que consiguió sobrevivir gracias a la ayuda de un polaco que ocultó en su casa a 13 judíos. Seis meses después de terminar la guerra, su tía se la llevó con ella a Francia.
“Me eduqué en Francia, y allí aprendí un poco de español. Me encanta”, dice, probando tímidamente con alguna palabra. “Hola, ¿cómo está?”, dice. Viste rebeca estampada, pantalones claros, y hay una sorprendente vivacidad en sus ojos. Suena música israelí y, en la habitación de al lado, un grupo de ancianas baila. Judith Hassan muestra, orgullosa, los dibujos que adornan una de las paredes. “Los han hecho gente del centro, algunos no habían dibujado en su vida. Y jamás dibujan nada que tenga que ver con el Holocausto”, dice.
Janine ha hecho amigas en el centro. Una de ellas es Wlodka Robertson (de soltera Blit), de 79 años, polaca como ella, pero de Varsovia. Wlodka, pelo rubio, blusa de raso color crema, falda estampada azul, es pequeñita, y habla de forma reposada. Sus padres, cuenta, estaban muy comprometidos políticamente. “Mi padre huyó y se unió a la resistencia polaca”. El resto de la familia fue recluida en aquel gueto superpoblado -llegó a tener cerca de 400.000 habitantes, hacinados en un territorio minúsculo dentro de Varsovia-. “A la gente la disparaban por la calle, era muy peligroso salir. Había niños famélicos con el vientre hinchado. Pero todo el mundo se esforzaba en llevar una vida lo más normal posible. Había una librería, y sinagogas, recuerdo también que había un teléfono.
Fíjese qué cosas”. Ellos tuvieron suerte. Alguien les avisó de lo que se preparaba y consiguieron abandonar el gueto tres meses antes del levantamiento. Luego, con ayuda económica de alguna organización internacional que Wlodka no recuerda, lograron llegar a Londres. Allí se reunieron todos: su padre, su madre, su hermana gemela.
¿Qué busca Wlodka en este centro? “Desde que se abrió vengo asiduamente. Necesito venir, no puedo estar mucho tiempo sin aparecer. Y aunque falte algunas veces, me da tranquilidad saber que sigue aquí”.
Judith Hassan dice que su experiencia aquí puede ser valiosa porque es aplicable a los supervivientes de otras tragedias. Por ejemplo, a las víctimas de las guerras en la ex Yugoslavia. “Tenemos un cocinero refugiado que viene de Bosnia”. Pero ¿es bueno vivir toda la vida como víctimas? “Ellos no se sienten víctimas. Claro, tienen que pasar el examen de un psiquiatra para obtener la ayuda que da Alemania. Son unos 3.000 euros, no crea que es mucho. Y ahí el diagnóstico siempre habla de síndrome postraumático”. Pero ella sabe que los supervivientes del Holocausto no son enfermos mentales. Aunque les quede el trauma, la pérdida, el dolor de lo vivido y esa certeza, imposible de erradicar, de que son, y serán siempre, fugitivos.
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