13 de julio 2011- El simple recordatorio que nos hace el título de esta reflexión pareciera surgir de una obra de García Márquez o de la imaginación de algún filósofo del siglo XVI en la era medieval, pero ocurrió efectivamente durante la segunda mitad del siglo 20, en nuestro querido país. Y déjenme explicar lo ocurrido, en las memorias de mi propia familia.
Con la vorágine que se creó a partir de aquella votación de México en la ONU favorable a la Declaración de que el Sionismo, el movimiento de liberación nacional del pueblo judío, que promovió y luego tuvo que retractarse (o aclarar, como dijo) el Presidente Luis Echeverría, en uno de los encuentros en Los Pinos a él se dirigió mi padre en respuesta a su afirmación de que “México ha abierto sus puertas y albergado a refugiados europeos que huían del nazismo”, señalando que muchos de esos refugiados permanecían en el país sin haberse podido naturalizar mexicanos por más de 40 años (esto ocurría en 1975-76), pese a tener hijos, nietos y bisnietos ya nacidos aquí.
Sorprendido, Echeverría afirmó tajante (como era su costumbre cuando encontraba una situación fuera de toda lógica, y que no es rara en esta nación), que para aquellos en dicha condición y que tuvieran en orden sus papeles como inmigrantes a México, él mismo firmaría sus cartas de naturalización antes de dejar el poder. Y, sí, así lo hizo.
Inmediatamente, en el Comité Central Israelita de México se lanzaba una convocatoria a toda la comunidad, con objeto de que se acercaran a formular su petición todos los judíos que habían inmigrado a lo largo de la Segunda Guerra Mundial y en años posteriores, y realmente llegó un día en que las oficinas en el quinto piso del edificio de la calle de Acapulco, en la colonia Roma Norte parecían una sucursal del Seguro Social o de alguna oficina de la Tesorería al término del plazo para algún pago. La fila bajaba por la escalera del edificio y había que repartir café a las solícitas visitas para hacerles más llevadera la espera (lo cual no sucede en oficinas gubernamentales, pero es muy normal entre nuestra gente, ¿o no?).
Fueron algo cercano a 300 personas quienes obtuvieron de esta forma su ciudadanía, pues a muchos representaba un calvario no solo su estancia y el poder ganarse la vida durante tantos años, sino que salir del país era un infierno, pues el simple permiso de tránsito, sin pasaporte alguno, era con calidad de humano de segunda, con una constancia de identidad como apátrida que nos recuerda aquella simpática pero conmovedora película del afamado Tom Hanks titulada La Terminal, en la que el personaje pierde su ciudadanía, su pasaporte ya no es válido al desaparecer su país, y debe quedarse días enteros haciendo su vida en un aeropuerto.
A esos casi trescientos se les reunió finalmente en el salón de sesiones del Comité Central para otorgarle la esperada Carta de Naturalización firmada por Echeverría, lo que fue para los integrantes de la institución una satisfacción y para ellos casi un sueño.
Recuerdo que el expediente de mi abuela materna, Zina Waizmann Toiber, fue el último en ser firmado por el Presidente Echeverría, el 30 de noviembre de 1976, dos días antes de entregarle el poder a José López Portillo (Dic. 1).
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