JOSÉ KAMINER TAUBER
En la Polonia del siglo XIX y XX, hasta la Segunda Guerra Mundial, estuvieron presentes las contradicciones de un judaísmo ortodoxo y heterodoxo que albergaba las creencias del destino y a la vez el libre albedrío. En este contexto nace un escritor ganador del premio Nobel que con el tiempo parece haber perdido su halo y haberse perdido el fruto de su pluma por varios motivos.
Para mí es y será en todo momento un escritor de tantas presencias que es difícil pensar en él como un solo hombre de letras, un creador que usaba varios seudónimos y estilos. Un gran narrador.
Él fue un modernista consumado que escribió extensas sagas históricas, realzadas novelas personales de autodescubrimiento. Junto con sus novelas y muchos relatos, donde describió memorias fundidas de realidades con la ficción. Bashevis Singer fue también un humorista versado en la tragedia, un cronista posterior al Holocausto que a menudo escribía como si el exterminio no hubiera tenido lugar, un escritor judío en guerra con la cultura judía que él conmemoraba. Lo notable de todo es que era un maestro del yiddish que logró ser en uno de los grandes escritores estadounidenses del siglo XX.
Bashevis Singer nació en Leoncin, Polonia. Como el personaje-narrador de su novela Shosha. Su padre fue Pinchas Mendel, un rabino semilegal, lo que obstaculizó seriamente su capacidad para sostener el hogar, y la madre Batsheva (de donde proviene el componente de su nombre Bashevis).
La infancia de Singer, fue casi una ilusión, muy cercana a lo “tradicional” que es como una palabra que no define un todo, ya que Singer creció estudiando el Talmud, rezando y siguiendo abiertamente la senda rabínica, pero simultáneamente, bajo el influjo de su hermano Israel Joshua, once años mayor que él, leía sobre temas prohibidos como astronomía y evolución en yiddish. La calle Krochmalna, en Varsovia, donde Bashevis Singer pasó la mayor parte de su infancia, era una mezcla de judíos piadosos, prostitutas y gángsters. Él era un producto auténtico de un microcosmos oscilante.
Con la ayuda de su hermano, Bashevis Singer obtuvo varios trabajos como corrector, y para cuando tenía veinte años ya frecuentaba el Club de Escritores Yiddish de Varsovia, donde se sumergía en los feroces debates sobre la cultura yiddish.
En 1933, aparece la primera novela de Bashevis Singer, “el diablo en Goray”, que se publicó por entregas en Globus, una revista polaca en yiddish que Bashevis Singer ayudaba a editar. La novela narra sobre un mesianismo errado, que se sitúa en una Polonia que lidia con las matanzas de Chmielnicki en 1640, un período oscuro en la historia judía en Polonia, durante el cual se asesinó a decenas de miles de judíos y se aniquiló a pueblos enteros.
Como producto de la desesperación ante tal calamidad, creció la fe en un falso mesías, Shabbetái Tzví. La novela de Singer hace una crónica de la manera en que el fervor mesiánico cautiva y destruye a un solo pueblo.
“El diablo en Goray”, trata sobre la liberación de fuerzas reprimidas que quedan sueltas en un mundo judío que se rompe en muchos pedazos. Es contado desde la disposición supuesta de una realidad diferente, donde el diablo parece en verdad andar suelto, y los que parecen estar poseídos por su maldad lo están.
A principios de la década de los treinta, con el ascenso de Hitler en Alemania y el surgimiento del fascismo en Polonia, Bashevis Singer abandonó la tierra que lo vio nacer. Para ese entonces, Israel Joshua Singer, quien había emigrado a Estados Unidos en 1933, ya era famoso a nivel internacional. En 1935, Isaac Bashevis Singer siguió sus pasos, llamado por su hermano y por Abraham Cahan, el editor del Jewish Daily Forward consideraba meritoria la obra “El diablo en Goray” y con la ayuda de su hermano Bashevis Singer empezó a colaborar en el diario.
La historia de la presentación de Bashevis Singer en el mundo literario de habla inglesa dice mucho sobre qué tan azaroso y sobredimensionado a la vez puede parecer su triunfo. “Fue un momento de transfiguración: ¿qué tan seguido se encuentra un crítico con un nuevo gran escritor?” La historia era “Gimpel el tonto”, de Bashevis Singer.
Howe persuadió a Saúl Bellow, “no tan famoso aún”, de hacer una traducción. Sentaron a Bellow frente a una máquina de escribir. Greenberg leyó lentamente y en voz alta la historia en yiddish.
En el tono de un cuento tradicional, “Gimpel” es un retrato del artista, y funcionaba como un perfecto escaparate para el autor. La historia, que captura la clase de inocencia radical que sólo un cínico y un escéptico pueden crear, trata sobre un bobalicón cornudo que se niega a sospechar de su esposa, a pesar de su pila de hijos bastardos, hasta que ella agoniza y lo confiesa todo.
Tentado por el diablo, Gimpel orina en la masa para vengarse del shtetl (localidad donde habitaban los judíos) burlón que arregló su matrimonio… Pero Gimpel se salva en un sueño —su esposa, que sufre en el otro mundo, le advierte que debe redimir su alma. Así que Gimpel entierra las hogazas contaminadas y abandona el shtetl para volverse un cuentacuentos vagabundo.
Gimpel se convierte en una especie de santo. El tonto ha persistido en su locura y se ha vuelto sabio. El poder de la historia, característico de gran parte del trabajo de Bashevis Singer, radica en que, aun cuando las pruebas están en su contra, deseamos creer junto con Gimpel; su transformación parece plausible e incluso envidiable. Sea éste el poder de la fe o el poder de la ficción, es ciertamente uno de los grandes desafíos de la obra de Bashevis Singer.
Después de la traducción de “Gimpel el tonto”, hecha en 1953, los relatos de Bashevis Singer comenzaron a aparecer en forma regular en The New Yorker, Harper’s y Playboy. La ficción de posguerra de Bashevis Singer no es dócil a la síntesis. En primera instancia, su dimensión es impresionante: los héroes en las novelas de Bashevis Singer son judíos sin ataduras, pero sus destinos están trazados por una moralidad convencional, y a menudo Bashevis Singer hace que sus personajes sufran y se arrepientan; ellos compensan con odio hacia sí mismos lo que han logrado tras liberarse. El héroe de El mago de Lublín, un escapista houdinesco, retrocede horrorizado después de que una de sus amantes se suicida; el artista se empareda en un pequeño cuarto sin puerta, donde no podrá actuar conforme a los impulsos carnales que han regido su vida y que han arruinado las vidas de otros.
Es notable la manera tan natural en que Bashevis Singer encaja dentro de la tradición literaria estadounidense. Sus huérfanos adoradores de los demonios y sus rabinos obsesionados con el pecado pueden tener poco en común con los verdaderos judíos europeos del Este, pero tienen mucho que ver con los puritanos de Hawthorne, esos habitantes de los shtetl de Nueva Inglaterra que se escabullen a sus misas negras y sueñan con brujas al tiempo que predican la piedad, y que de alguna manera alumbraron nuestra república.
Su propio viaje acosado por la culpa le permitió a Bashevis Singer canalizar un torrente poderoso que es el haz del optimismo: la exaltación de la promesa bíblica que resulta turbada por un profundo desasosiego, pues la locura humana nos puede haber privado de la bendición de Dios o, lo que es más siniestro, ésta pudo haber sido anulada por una deidad falaz.
En el contexto estadounidense, la obra de Singer se asemeja sorprendentemente a la tendencia dominante. Después de todo, la novela estadounidense más grandiosa del siglo XIX narra la historia de una embarcación ballenera —una civilización entera, en realidad— que se hunde; todos mueren excepto un sobreviviente solitario de nombre bíblico, quien narra la historia. O bien, considérense las novelas de Hemingway, impregnadas de una desolación de posguerra tan profunda que la sola distracción mantiene la desesperanza a raya —una situación con la que los sobrevivientes de Bashevis Singer, una verdadera generación perdida, están íntimamente familiarizados.
Estas almas perdidas no estarían fuera de lugar en las novelas de Faulkner, donde el pasado es tan tormentoso que, como dice un personaje, ni siquiera ha pasado. Bashevis Singer observó en su discurso cuando recibió el Premio Nobel, allí donde uno puede “alcanzar todos los placeres posibles” y “aun así servir a Dios”.
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