PERENGANA
Una de las grandes fallas de los medios masivos de comunicación es que al emitir un mensaje, éste es recibido por un público de múltiples variables, lo que provoca que se pierda el contexto y se traduzca el lenguaje en determinación a la infinita cantidad de formas de pensamiento. Un instrumento de poder ilimitado sobre las conciencias, con el objetivo final de cambiar opiniones o tergiversar cualquier hecho, aún los históricos, aunque se retraten en forma genuina y sin ninguna alteración de la realidad.
De aquí se derivan dos principios: Por una parte, cuando la política y la sociedad de una nación otorgan su libertad a una sola persona con la perspectiva de enajenarse al grado de hipostasiar la figura del político a lo más elevado de nuestra necesidad de creencia o a nuestra necesidad de salvación, similar al efecto que se produce en relación a la religiosidad de las personas, ¿qué diferencia habría entre los líderes que han provocado suicidios masivos, con los de la Alemania nazi? ¿Puede entonces un político convertirse en redentor de un pueblo? Otra pregunta ¿Fue Hitler el único responsable o también lo fue el pueblo alemán?
El otro principio es el de las obligaciones civiles con una nación. Hanna Arendt analiza el juicio en Jerusalén al criminal nazi Adolf Eichman en su libro “La vida del Espíritu”, mostrando un aspecto distinto del mal: su banalidad. La autora rompe en su análisis con los estereotipos de los personajes malignos. No habla de sujetos movidos por la envidia, el resentimiento o la codicia, ni de quienes guardan un poderoso odio ante la pura bondad. Dice que durante el juicio tenía ante sus ojos un hecho totalmente distinto e innegable. Fue ampliamente criticada y rechazada al decir que el Holocausto fue monstruoso, pero, al menos Eichman, el responsable que estaba siendo juzgado en aquel momento, era totalmente corriente, ni demoniaco ni monstruoso. No presentaba ningún signo de convicciones ideológicas sólidas, ni de motivos específicamente malignos.
La única característica destacable que podía detectarse de su conducta, tanto en el pasado, como durante el juicio e interrogatorios previos, no era estupidez, sino incapacidad para pensar.
¿La diferencia? “La incapacidad para pensar no es estupidez; puede encontrarse en gente muy inteligente, y la maldad difícilmente es su causa; quizás sea a la inversa, que la maldad tenga su causa en la ausencia de pensamiento”, reflexiona la autora.
La visión de Arendt conmociona. El mal es una consecuencia de abandonar la responsabilidad que le cabe al ser humano de pensar más allá de sus intereses inmediatos, de abandonar su responsabilidad por los otros.
Detrás de estas afirmaciones, sobrevuela la sensación de la responsabilidad de las capas acomodadas e intelectuales de Alemania en el fenómeno nazi. Todos se desentendieron de sus consecuencias.
Esto nos lleva a reflexionar sobre nuestro abandono de las responsabilidades como seres humanos y ciudadanos. Hemos perdido la capacidad de pensar y en consecuencia ni la dignidad ni los otros tienen valor. Hemos olvidado que cuando no existe el otro, uno tampoco existe.
Cuando la gente no profundiza, la idea del nacionalismo y el amor por la patria y por sus principios ideológicos se vuelve peligrosa.
El público ajeno al hecho histórico podría retomar ese fuerte compromiso con los ideales nacionalistas que en la intención real o casual quizás se implica incluso la imagen de esa madre dignificada que sacrifica a sus propios hijos, y a sí misma, por la lealtad a los ideales. Así, si un grupo social necesita aferrarse a algo para su salvamento existencial, no importa ningún sacrificio.
¿Con quién, entonces, es la historia tan injusta? Parece ser que tiende a lo mismo, porque está hecha por el hombre, y así una vez más, seremos testigos de lo que acontecerá en la ONU en el cada vez más próximo mes de septiembre, cuando se vote por un estado palestino desde una plataforma unilateral.
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