CLARA SCHERER CASTILLO
Tengo por nombre, el recuerdo de una bisabuela; por oficio, la herencia de mi abuela, y por rumbo, la mirada de mi madre. De mi padre, quisiera su bondadosa fortaleza; de mi abuelo, añoro la música de sus palabras; y del bisabuelo, me queda una leyenda.
Yo, que nací en modernidad muy excluyente, por amores inexplicables, como son los más profundos, trasladé mis sueños e ilusiones, tomando de la mano a mi pequeña maravilla y empujando carriola de brillante descendiente, sin sospechar el trastorno que vendría, cimbrando hasta leyenda bisabuela.
Nada más pisar la tierra de Antequera, el asombro me invadió por trece generosos años. Ese inolvidable día, acogida por su luz inigualable, una planta muy silvestre, que mi ignorancia hierbajo llamaría, mostró las bondades de su estirpe. Doradilla la llaman en Oaxaca. Seca y marchita se coloca en agua hirviente y al instante, resucita. Cálculos renales desintegra, con un plácido tomar agua de tiempo. Y eso fue sólo el principio.
El Pueblo de la gente nube, tan en su lugar bajo el azul más celestial de este planeta, contaba la historia de su triste andar buscando el agua, que por haberse enamorado un sapo de serpiente venenosa, fue engullido sin apenas darse cuenta. Y narran que el gentil enamorado, no entendiendo el juego de la amada, se hincho hasta estallarle las entrañas y arrojado cayó en tierras muy lejanas. Por eso, la lluvia se fue tras él, que la lloraba con su canto.
De ese pueblo llegó una mujer con tanto amor hacia la vida, que mis pedagógicos conocimientos, avergonzados por no encontrar palabras que dijeran las cosas desde el alma, guardaron prudentísimo silencio y observaron los milagros al ver a mi tercera retoñita crecer con tanto brío y tan dulce compañía, que en poco tiempo ya sabía leer en los ojos la alegría.
Las mujeres de “palabra florida”, las mixes de Totontepec, al filo del Zempoaltepetl, tan discretas que su andar liviano cumple la sentencia de no recuerdo qué poeta, para “no herir las piedras del camino”, acompañaron mi extrañeza ante lenguas dulcemente cantarinas. Y la pregunta me atormenta desde entonces ¿Por qué los ignoramos?
Chatina debía nacer, pero las vueltas de la vida lo impidieron. Chatina porque son “trabajadores de la palabra” y ese es oficio del pueblo de la selva, que vive pendiente de la gama de lo verde, color de los anhelos, tal y como yo vivo en mis sueños: trabajar con las palabras para ver llegar a la esperanza.
Esa insólita luz procura negras sombras, y en medio de temblores por trágicos sucesos, llegó a vieja y maltrecha casa hogar una bebita, con heridas que tardan en sanar mucho más que una longeva vida. Quemaduras en un brazo, pérdida total; y la cabeza, con tan frágil pelusilla, requería transplantes imposibles por tan nueva condición. Con apoyo solidario, construimos otra primorosa casa hogar, digna de albergar suspiros de confianza. Soledad, así nombraron a la niña, tan alegre, tan sonriente, tan valiente, pidió permiso para llevar a sus amigos de la Estancia, a conocer lo que llamó el “Palacio de a de veras”. Princesa se sabía.
Vestir huipiles de todos colores, con todas las formas y con todos los secretos, fue otro afán de mi existencia. Al saber que así escriben las mujeres los gozos y penas de su andar, de sus pueblos, de su gente. Maravilla de las amuzgas, que con telar de cintura, muestran al mundo cómo se mira la vida desde ese quehacer de “tenedor de libros”, con mariposas volando por estrechos caminitos. Los que han desentrañado los misterios, afirman que es “la prenda que contiene la expresión de cada una. Manifestación que abarca su alegría, sentimiento, dolor, pasado, presente y porvenir”. Huipil de vida, que para mortaja también sirve. Vivir tejiendo amor y desamor; morir abrigada por su historia. Sabia manera de entender el paso por el mundo.
La sapiencia de las “mariposas rojas”, mujeres Triquis, que, cuando pequeñas son como mariposillas blancas y al paso de los años, van tejiendo de rojo su experiencia. Rojo pasión por la vida, rojo bandera de su orgullo. Pena y tristeza por el tantísimo rojo de sangre derramada, en pleitos, emboscadas y mucho sufrimiento. La “Voz de la Montaña” aún resuena en mis oídos, y no se cansa de exigir justicia, porque sabe que en esa encrucijada, la del olvido y la memoria, está la dignidad de su presente.
Mi Lucía con Invent Arte y su amiga Armelle, cómplice de sus afanes, en el Pueblo del Canto de niñas y niños cuicatecos, aprendieron lecciones de amor a los ancestros.
Cultivando las plantas del desierto, supieron que cuidar la vida es ofrecer el tiempo de la nuestra a cambio. Difícil intercambio, cuando a muchos a su edad la vida se les va de antro en antro.
En el Istmo de Tehuantepec, el arrollador orgullo de las zapotecas, de andar firme y mirada recta, me hizo sentir nueva forma de estar conmigo misma y, además, conocí el valor profundo de la tolerancia. Los “mushes”, fenómeno cultural que a la luz de nuestro tiempo, revela profunda comprensión del ser humano, sacudió prejuicios vanos que sólo causan sufrimiento inútil.
Al niño aquel que yo empujaba en su carriola, mi Santiago, esos sabios pueblos transformaron en hombre cabal, de mirada serena, de palabra brillante. Y a la más pequeña, Inés, la prepararon para aceptar con franca valentía, los ires y venires de la vida.
Porque escuché atenta a las huaves, chinantecas, ixcatecas, chontales, tacuates, chocholtecas, zoques y mazatecas, me comprometí a promover con constancia y sin descanso, todos sus derechos. Así, me hicieron feminista y ¡no hay manera de agradecer tanta ventura!
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